Recomiendo:
0

Creativos e internautas

Fuentes: Expansión.com

La propiedad intelectual (PI) es un antiguo constructo jurídico por medio del cual el soberano otorgaba un privilegio a algunos de sus protegidos y que hoy abarca desde el copyright en su versión civil hasta las patentes en su versión mercantil. Instituciones modernas éstas que, como los antiguos privilegios, garantizan una renta no merecida a […]

La propiedad intelectual (PI) es un antiguo constructo jurídico por medio del cual el soberano otorgaba un privilegio a algunos de sus protegidos y que hoy abarca desde el copyright en su versión civil hasta las patentes en su versión mercantil. Instituciones modernas éstas que, como los antiguos privilegios, garantizan una renta no merecida a sus beneficiarios.

Su versión civil ha vuelto a la palestra política con ocasión del Anteproyecto de Ley de Economía Sostenible en el que hay una disposición final en la que se permitía inicialmente cerrar sin orden judicial una web dedicada a la ‘distribución’ gratuita de contenidos protegidos por el copyright. Esta posibilidad ha cogido a la ministra de Cultura en medio de una batalla agria entre los creativos y los internautas.

Los primeros quieren que su derecho se proteja eficazmente y los segundos apelan a la libertad de expresión para protestar por la discrecionalidad administrativa que aparentemente abría la disposición final del Anteproyecto citado. Como la cuestión no es trivial y se discute ya en la sección de opinión de los periódicos generalistas de mayor difusión, nos encontramos en un momento adecuado para volver a reflexionar sobre la cuestión de la PI en cualquiera de sus versiones, pues, tal como muestra el caso del software, no está claro si la protección de la PI debiera hacerse siempre mediante el copyright o mediante una patente.

Monopolio temporal Con independencia del origen histórico de la PI, el argumento teórico tiene ya cincuenta años, se debe a Arrow y simplemente razona que patentes y copyrights constituyen un monopolio temporal dirigido a encontrar un compromiso entre los incentivos a crear y la difusión de esas creaciones. Usando el caso de las patentes se puede argüir que sin patentes nadie inventaría y que sin obligación de registrar documentadamente la creación se perdería ese conocimiento. Este compromiso ensancha el ámbito de la propiedad, estrecha el dominio público y reduce la competencia al crear un monopolio aunque sea temporal.

La historia y este argumento ya clásico hacen que la discusión nunca se pregunte qué pasaría si no hubiera una legislación que desde hace casi tres siglos protege la PI en cualquiera de sus versiones. Pues bien, desde el año 2002 contamos con un trabajo de Boldrin y Levine cuyo argumento principal fue resumido por el primero de esos autores y por mí mismo en un artículo publicado en estas mismas páginas y reproducido en Economía en Porciones (Prentice-Hall, 2003, pp. 15 y ss.): » Si la… idea creativa está incorporada en un producto (lo que siempre es el caso), si la reproducción…o copia exigen una cierta formación intelectual o técnica que haga que la…copia nunca sea sin costes (lo que ocurre en general) y si hay límites a la capacidad de reproducción (lo que es obvio en la mayoría de los casos), el valor descontado presente de las cuasi- rentas que recibe el creador inicial en ausencia de copyrights o patentes, es positivo». En consecuencia, no es cierto que, en ausencia de PI, no haya incentivos a inventar o a crear, y es obvio que la difusión está garantizada.

Un resultado que parecería, en principio, dar la razón teórica a los internautas frente a los artistas y creadores, dejando aparte el pequeño detalle práctico de que éstos tienen un derecho reconocido. Como consecuencia de este resultado teórico, el siguiente argumento antiarrowiano parecería razonable. Se puede muy bien estrechar el ámbito de la propiedad hasta cubrir solo la propiedad de bienes tangibles, al tiempo que se ensancha el ámbito del dominio público, medidas éstas que aumentarían la competencia al eliminar un monopolio y traerían consigo un aumento en la cantidad producida y una disminución en el precio que, sin embargo, no caería a cero, de forma que podría ser suficiente como incentivo.

Todas estas ideas aparentemente heréticas se contienen ampliadas en el libro de Boldrin y Levine, Against Intelectual Monopoly (Cambridge University Press, 2008), que ya sería hora de traducir al español una vez que ya se ha traducido hasta al coreano. Su lectura pausada debería hacernos reflexionar sobre estos temas cruciales para la innovación, la productividad y, finalmente, el cambio de modelo económico, cuya urgencia parece inspirar la Ley de Economía Sostenible en cuyo anteproyecto se contiene la cláusula final de la discordia.

Como preámbulo a esta discusión pausada podríamos introducir un par de consideraciones adicionales. La primera es, desde luego, la problemática especial de las farmacéuticas, cuyos productos son aparentemente de gran interés y, sin embargo, exigen un largo período de gestación y, consecuentemente, unos desembolsos de capital significativos que no se abordarían en ausencia de derechos de propiedad intelectual claramente protegidos. Estas características de la industria farmacéutica son ciertas, pero no son diferentes de las que definen a otras industrias que producen bienes tangibles que no tienen otorgado ningún monopolio temporal, más allá del que se puedan ganar en el juego de la competencia y basándose en su inteligencia. Además, sabemos que esta industria farmacéutica tiene unas tasas de rendimiento muy por encima de la media. A mi juicio, estas características son suficientes como para que recaiga sobre ellas, las farmacéuticas, la carga de la prueba de que no existirían sin PI.

Refuerzo de los incentivos Como segunda consideración, podríamos discutir sobre la eficacia del Acta Bayh-Dole, promulgada en los USA en los años ochenta y que pretendía mejorar la investigación biomédica otorgando a las universidades la propiedad de las patentes que se consiguieran con investigaciones financiadas con dinero público. Se trataba, obviamente, de reforzar aún más los incentivos a la invención que las patentes otorgan, por lo que la opinión que destilan Boldrin y Levine después de una discusión pausada llama la atención: esta legislación no sirvió para nada en lo que respecta a los incentivos en general («… made no difference as far as general incentives are concerned»(p.228)).

Sin embargo y tal como dice David Dickson (http://www.scidev.net/en/editorials/time-to-rethink-intellectual-property-laws-.html), según una traducción que debo a Francisco Moreno, «existe una amplia evidencia -basada en anécdotas- en el sentido de que el Acta ha creado una mentalidad entre muchos científicos de que su conocimiento representa una potencial mina de oro que no debe ser compartida con sus competidores potenciales… Por lo menos hasta que hayan sido protegidos por una solicitud de patente».

Pues bien, esa mentalidad, además de ir en contra del espíritu del sistema de ciencia abierta que tantos beneficios nos ha proporcionado, nos hace entender el por qué las compañías de capital semilla o de private equity en ningún caso se lanzarán a la financiación de proyectos de investigación que no estén respaldados por patentes, o serán muy reticentes a hacerlo. Sin embargo, las compañías de contenidos en la red parecen haber entendido el problema del derecho de copia o de los derechos de autor de una manera similar a la aquí explicada y están modificando su modelo de negocio.

No creo que el tan cacareado cambio de modelo económico pueda abordarse seriamente si no reflexionamos con tranquilidad, y más allá de las discusiones entre algún político y algún escritor y de las protestas de internautas y creativos en general, sobre la PI y las formas de protegerla o de eliminarla. Será, esperemos, en este 2010.

Juan Urrutia es catedrático de Fundamentos del Análisis Económico.

Fuente: http://www.expansion.com/2010/01/09/opinion/llave-online/1263056296.html