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Después de Octubre, relanzar el socialismo revolucionario

Crítica del romanticismo «anticapitalista»

Fuentes: Socialismo o Barbarie

«En general, se diría que en Bolivia se produce una suerte de concentración trágica de los problemas culturales e históricos de América Latina y que se trata de un país que sin cesar se sitúa en el recodo donde los hechos se suceden, para convocarlos, para descifrarlos y agitarlos. No es un país apacible y, […]

«En general, se diría que en Bolivia se produce una suerte de concentración trágica de los problemas culturales e históricos de América Latina y que se trata de un país que sin cesar se sitúa en el recodo donde los hechos se suceden, para convocarlos, para descifrarlos y agitarlos. No es un país apacible y, por el contrario, se puede decir que ni siquiera es un país natural, porque aquí nada es fácil y parece todo tener el contenido de un reto; pero su exigencia, su desventura, la facilidad con que se compromete y concierta las marchas unánimes hace ahora un modo de ser. Su dificultad es también su mejor gloria» (1).

La lucha socialista en el contexto del imperialismo ha incluido a lo largo de todo el siglo XX reivindicaciones en los países coloniales de unidad nacional e independencia de sus respectivas metrópolis. Ha proclamado siempre la vigencia del derecho a la autodeterminación de los pueblos oprimidos. Los obreros, «arrastrando tras de sí» (Trotsky) a los campesinos, debían combinar en una revolución permanente las tareas modernizadoras nacionales, democrático-burguesas, la expropiación y toma del poder en un «eslabón débil» nacional, con tareas socialistas internacionalistas.

¿Esta vigente esto hoy en Bolivia en el proceso revolucionario en curso? Sí, lo está, pero bajo una forma complejizada, dificultad que hay que reconocer para no afirmarse dogmáticamente sino de manera verdaderamente revolucionaria. Esto es esencial en las actuales condiciones de Bolivia, que no son las de la revolución de 1952, cuando la centralidad de los trabajadores se daba por sentada. Por eso, el proceso boliviano no simplemente «reestablece temas abandonados» (2) sino que relanza el debate estratégico en las nuevas condiciones, con nuevas dificultades y potencialidades.

De ahí la tan fuerte emergencia de la cuestión indígena, que exige un abordaje desde el marxismo revolucionario y la clase trabajadora sin recaer en el indigenismo, como es el caso de los intelectuales de moda en Bolivia. Esto es, no retroceder a la tesis romántica por excelencia, según la cual las fuerzas antisistema centralmente provendrían por fuera del proletariado.

Este es el debate estratégico planteado hoy en el proceso revolucionario boliviano: ¿cómo reestablecer el lugar central de la clase trabajadora en alianza con el resto de los explotados y oprimidos, luego de la debacle de 1985 (3) y del fracaso del proceso de la revolución de 1952? (4) Discusión que hace parte del debate abierto en la vanguardia en las nuevas condiciones de la lucha a comienzos del siglo XXI: en particular con la emergencia del movimiento anticapitalista a nivel mundial, el proceso del Argentinazo de 2001 y, más recientemente, acerca de la dinámica de clases del Octubre boliviano en 2003.

Nuestro objetivo es, también, ayudar a relanzar la tradición del socialismo revolucionario en la propia Bolivia en el actual proceso, que creemos es de extrema necesidad (5).

Modernidad (trunca), romanticismo y marxismo

La barbarie capitalista al ingreso al siglo XXI ha puesto en discusión el legado no sólo del mismo capitalismo, sino la consideración del concepto más abarcador de modernidad. En particular, esto es muy visible en la base de la crisis actual en Bolivia. Lo que está en cuestión no es sólo el balance del ciclo neoliberal desde la 21.060 (6) en adelante. Es algo más de conjunto: la crisis del ciclo total de la revolución de 1952 y del proyecto «modernizador» (trunco, por sus límites burgueses) que ella encarnó (7).

Así, la paradoja es que Bolivia, sin haber llegado a constituirse plenamente como país capitalista (aunque lo es en su forma dominante), ya está destruido. Esta es la tremenda contradicción que se vive en las entrañas de la crisis del país, lo que ha dado pie al desarrollo de las concepciones en boga en la vanguardia y los movimientos sociales.

Concepciones que se inspiran en las corrientes históricas «románticas» de oposición al capitalismo, paradas desde la perspectiva de reivindicar las formas de trabajo y de vida precapitalistas. Esta corriente (originada hacia finales del siglo XVIII) incluyó manifestaciones no sólo artísticas y culturales (que son las que el vocablo evoca en primer término), sino económicas y políticas, desde todo el arco de izquierda a derecha. Se vuelve a presentar hoy con fuerza en América Latina, en condiciones del desarrollo de elementos de barbarie capitalista. Siguiendo un trabajo de Lenin, podemos decir que : «Los deseos de los románticos son muy buenos (…). Su conciencia de las contradicciones del capitalismo los coloca por encima de los optimistas ciegos que niegan estas contradicciones. Y si se califica a Sismondi de reaccionario, no es por haber querido regresar a la Edad Media, es porque en sus aspiraciones concretas ‘comparaba el presente con el pasado’ y no con el futuro, porque ‘demostraba las eternas necesidades de la sociedad’ mediante ‘las ruinas’ y no mediante las tendencias del desarrollo moderno (…) lo que lo lleva a elegir medios (para la consecución de fines muy loables) que en la práctica no pueden ser eficaces, que no pueden satisfacer más que al pequeño productor» (8).

Una nueva versión de esto está en boga hoy en Bolivia, producto de que en el país siguen imperando formas de vida pre-modernas y mestizas/híbridas producto del fracaso de la modernización capitalista. Estas formas precapitalistas conviven con las formas dominantes de un capitalismo en crisis pero que aun así le imprime el sentido general al conjunto de la formación social.

Esto ha dado lugar al desarrollo de concepciones como las del influyente intelectual Álvaro García Linera (9) que llega a decir que la mayor parte de la población estaría sometida a relaciones sociales no capitalistas.

Citaremos in extenso: «En Bolivia, se puede afirmar que existen cuatro grandes regímenes civilizatorios. Estas cuatro civilizaciones serían:

a) La moderna industrial, que abarca a personas que, poseedoras de una racionalidad práctica eminentemente mercantil y acumulativa han atravesado proceso de individuación, de desarrollo comunitario tradicional, viven la separación de lo político respecto a lo económico y asientan el fundamento de sus condiciones de existencia, como actor dominante o subordinado, en actividades laborales como la minería y manufactura industrial, la banca, el gran comercio, los servicios públicos, el transporte con sus respectivos circuitos de acumulación e intercambio directamente mercantil de productos, bienes y fuerza de trabajo.

b) El segundo régimen civilizatorio es la economía y cultura organizada en torno a la actividad mercantil simple de tipo doméstico, artesanal o campesino; son portadores de una racionalidad gremial o corporativa y poseen un régimen de instituciones políticas basadas en la coalición normada de pequeños propietarios mercantiles. Una buena parte de la llamada informalidad, de los artesanos y los pequeños campesinos parcelarios corresponden a este segmento social.

c) En tercer lugar, esta la civilización comunal, con sus procedimientos tecnológicos fundados en las fuerza de masa, en la gestión de la tierra familiar y comunal, en la fusión entre actividad económica y política, con sus propias autoridades e instituciones políticas que privilegian la acción normativa sobre la electiva y en la que la individualidad es un producto de la colectividad y su historia pasada.

d) Por último, está la civilización amazónica, basada en el carácter itinerante de su actividad productiva, la técnica anclada en el conocimiento y laboriosidad individual y la ausencia de Estado. En conjunto, casi dos terceras partes de los habitantes del país se hallan en alguna de las últimas tres franjas civilizatorias o societales» (10).

Sorprendente afirmación esta última. Porque -aun dando por cierto el esquema general de García Linera- lo que debería establecerse aquí no es tanto la cantidad sino la calidad: ¿bajo cuáles relaciones sociales de producción se produce la parte más importante de la riqueza social y en manos de qué clases esta riqueza es producida y apropiada? Para nosotros, es claro que en manos de los capitalistas y las multinacionales imperialistas, que explotan a los trabajadores y expolian a las demás formas económico-sociales y los recursos naturales. De ahí el lugar económico y político del tema del gas y el lugar central que tiene esta reivindicación desde la insurrección de octubre.

El propio García Linera, en directa contradicción con lo recientemente citado (en un texto anterior) señala que «el total de trabajadores dedicados a la industria manufacturera desde el año 1986 (en las ciudades capitales) ha subido de 117.103 personas a 150.000 en 1991, a 231.000 en 1995 (ciudades capitales), y a 393.623 en 1997 en todo el país. Según la Cámara Nacional de Industrias, alrededor del 38% de los trabajadores se concentran en industrias de más de 30 operarios, en tanto que otro 38% lo hace en manufacturas que tienen entre 1 y 4 obreros. Igualmente, la cantidad de obreros de la construcción ha subido de 47.000 en 1986, a 53.000 en 1991 y a 106.000 en 1995 en ciudades capitales y a 188.203 en todo el país en 1997. Por su parte, los trabajadores del sector minero han pasado de 47.000 en 1986 a 74.000 en 1991 y a 63.846 en 1997, aunque la mayoría sean cooperativistas.

En general, en 1995, en ciudades capitales, de 1.256.000 personas económicamente activas, cerca de 530.000 son trabajadores asalariados ocupados en ramas productivas desde el punto de la valorización del valor (manufactura, construcción, minería, transporte, electricidad, gas, agua). En tanto que tomando en cuenta a los 3.569.741 de la población trabajadora de todo el país, en 1997 1.521.541 trabajan en la agricultura, 1.394.317 son trabajadores que venden su fuerza de trabajo bajo la forma de esfuerzo laboral remunerado o de productos, y 826.875 son trabajadores productivos que valorizan el valor, esto es, producen plusvalía en el proceso de producción (minería, manufactura, electricidad, energía, agua, luz, construcción, transportes y almacenamiento)» (11).

«Corrigiendo» lo anteriormente escrito, no es casual que esta corriente privilegie la categoría de civilización por encima de las de formación social y modo de producción, que son las que permitirían no confundirse acerca de la naturaleza social de conjunto del país, más allá de que efectivamente se debe reconocer la existencia de una abigarrada combinación de formaciones sociales heterogéneas (12).

Característico de esta corriente ideológico-política es reivindicar las formas de vida y de lucha premodernas, aunque al mismo tiempo se apoye en la critica posmodernista (o «posmarxista») al marxismo, que es utilizada para cuestionar todo proyecto que se base en postular la centralidad de los trabajadores.

Siguiendo a Laclau y Mouffe (autores del conocido e influyente Hegemonía y estrategia socialista) se señala que: «(…) el pluralismo consiste básicamente en esta condición poliárquica del mundo de las asociaciones de los grupos de interés (…) de la reflexión de la no centralidad de lo propio (…) su derecho a practicar su libertad cultural en espacios políticos compartidos (…) El relativismo cultural que estoy pensando básicamente se refiere a la superación (…) del etnocentrismo, ignorante o desconocedor de otras culturas (…) En las últimas décadas, las fuerzas que propician una inyección y demanda de reconocimientos pluralista han sido los movimientos sociales y los movimientos político-culturales o étnico-nacionales. Su política comienza por reclamar el reconocimiento de derechos a su diferencia (…) lo cual es una demanda de reconocimiento, integración y reforma pluralista (…) una reforma democratizante que los reconozca e integre en sus sociedades» (13).

A todo lo más que llega este planteo es a un formalismo «democrático» que, para colmo, al no cuestionar realmente las bases sociales del Estado capitalista boliviano, sólo reclama inclusión, pero de ninguna manera puede crear las condiciones para una verdadera solución del problema nacional indígena.

Estas críticas -que se asientan sobre hechos ciertos y al mismo tiempo sobre una lectura deformada de la estructura socioeconómica de Bolivia- se basan en una aproximación equivocada y unilateral al legado del marxismo clásico.

El comienzo de la modernidad puede fecharse en las revoluciones sociales e intelectuales del siglo XVI, XVII y XVIII. Pero el problema es que las dos grandes revoluciones que inauguraron la época del capitalismo (las revoluciones inglesa y francesa) fueron al mismo tiempo realización e inmediatamente frustración de esos designios o legados «modernizadores».

Siguiendo en esto al intelectual argentino Alan Rush, podemos decir que «(…) la tesis de una modernidad doble: no sólo capitalista sino también socialista o comunista, surge de manera suficientemente clara del sentido general de los escritos de Marx (…) sigo acá a Marshall Berman, quien ha advertido que Marx distingue la ‘época’ o el ‘mundo moderno’ en su contenido de su ‘forma’ capitalista (…) Marx (…) afirma con suficiente claridad que esa expansión universal y consciente de las capacidades, productos y relaciones de los hombres -la modernidad (…)- es constantemente impulsada pero nunca realizada plena, ni siquiera gradualmente, por el capitalismo. Sólo el comunismo, emergente del conflicto autodestructivo entre las tendencias modernas del capitalismo y sus propias trabas estructurales, realizaría plenamente la modernidad. Por eso (…) la modernidad (…) aparece caracterizada principalmente en términos de desarrollo universal e ilimitado comunista, del que el capitalismo es apenas la ‘forma’ inicial autorefrenada e invertida» (14).

Precisamente del terreno de esta frustración y esta lucha surgió el marxismo clásico y revolucionario. Porque la clase trabajadora debía «recoger el guante» de lo más íntimo y profundo de la modernidad frustrada por su envoltura capitalista (15), frustrada por una revolución sólo burguesa (16).

En el transcurso del siglo XX esta frustración creció. La acentuación del desarrollo contradictorio de las fuerzas productivas, de las guerras, de la destrucción creciente de los recursos humanos y naturales, ha dado lugar a expandidos elementos de barbarie a comienzos del siglo XXI.

Ni hablar del caso de América Latina, donde ha dado lugar lisa y llanamente a la bancarrota de países enteros, como ocurrió con Argentina y Bolivia. Esta realidad es la que explica el crecimiento exponencial de estas tendencias político-ideológicas románticas al interior de la vanguardia, como es el caso de Felipe Quispe y sus diatribas contra el marxismo en tanto expresión de un supuesto pensamiento «europeo y K’ara [blanco]», no emancipador y universal como sostenemos nosotros.

Las mismas tendencias o rasgos se verifican en nuestro continente con el zapatismo, el MST de Brasil y las corrientes «piqueteras», populistas y autonomistas en la Argentina. Todas ellas tienden a desentenderse de las perspectivas de la clase trabajadora como tal y de la necesidad de apropiarse de las principales palancas del capitalismo como base material ineludible para crear las condiciones económico-sociales de una sociedad emancipada.

Es en este marco que se produce esta recaída romántica que embellece las prácticas de autosubsistencia y reapropiación de las condiciones inmediatas de vida y reproducción por parte de determinados movimientos sociales. Pero que tienen la estrategia de operar al margen del real cuestionamiento al monopolio de los principales medios de producción por parte de los capitalistas y al imperio del Estado burgués como tal.

El fracaso de la revolución (traicionada) de 1952

Esto se manifiesta en Bolivia de la manera más cruda. Porque, como ya adelantamos, no sólo está en discusión el legado «neoliberal» desde 1985 sino que está cuestionado el legado mismo de la revolución de 1952. No simplemente en lo que hace a la limitación (traición) burguesa de esa revolución, sino acerca de las perspectivas de la clase trabajadora boliviana, su lugar en el conjunto de las fuerzas sociales y el lugar mismo del marxismo revolucionario.

García Linera, recogiendo un concepto de René Zavaleta Mercado (17), plantea que la clase trabajadora minera de la segunda mitad del siglo XX fue «la única clase verdaderamente moderna del país». Sin embargo, este «modernismo» de la clase es usado en su contra, haciendo a los mineros responsables del fracaso de la revolución expropiada a los trabajadores (18).

García Linera llega a atribuir la responsabilidad de esta derrota al «inconsciente» de los obreros: «hasta hoy sólo contamos con una interpretación fundada en la ‘filosofía de la conciencia’ respecto del curso que tomó la revolución de 1952. Trabajada como una obra producida por una ausencia (la del partido obrero), no se ha podido explicar porqué las cosas sucedieron como sucedieron, porqué el proletariado actuó como actuó, abdicando del poder que tenia en sus manos. El ‘engaño movimentista’, aparentemente permitido por la ausencia del partido, o la denuncia quejumbrosa de la ‘carencia’ de conciencia socialista, no explica por qué es que los mismos obreros que aprobaron una ‘tesis socialista’ luego encumbraron a un gobierno ‘nacionalista pequeño burgués’; lo que falta responder es qué tipo de conocimiento y de conciencia llevó a esos obreros a sentirse representados, sin que nadie los obligue a obedecer, por un grupo de personas durante tanto tiempo, y que a pesar de varias décadas seguía apareciendo como el emblema de su identidad política más enraizada (…). Zavaleta Mercado (…) propone una ruptura con esta visión idealista de la historia al insinuar la búsqueda de los esquemas ordenadores mas profundos al interior del inconsciente obrero (…). La entrega del poder político de manos de los obreros a los funcionarios del MNR (19) sería así entonces la verificación de una distribución de poderes, de una delegación de los mandos y de los dominios, que replican, en el terreno del Estado, unas sumisiones inculcadas y aceptadas en el propio proceso de trabajo y viceversa (…) La desvalorización social del trabajo posterior a los sucesos de abril resultó así de la fuerza de las estructuras simbólicas que interiorizaron durante décadas de las pautas de dominación material y que, puestas en jaque por la insurrección, pudieron volverse a reconstruir por la acción de los propios trabajadores» (20).

¡Vaya crítica de «una visión idealista de la historia»! ¿Qué más idealista que apelar al supuesto «inconsciente» de los trabajadores para explicar que ellos mismos habrían reconstituido con su propia acción el poder de sus enemigos, producto de pautas de comportamiento «internalizadas»? Esto hace parte de la moda de ataques a la tradición obrera y minera de la mitad del siglo XX, tradición heroica que en su efectivo fracaso no puede llevar a arrojar al niño junto con el agua sucia. Esto es, no se puede arrojar a la clase trabajadora junto con el real fracaso modernizador de los políticos del MNR y los siniestros burócratas de la Central Obrera Boliviana (21), haciendo un análisis despolitizado, donde las luchas de tendencias, los programas, las direcciones y la conciencia política no tendrían ninguna fuerza explicativa.

Por el contrario, Zavaleta Mercado (a despecho de García Linera y todos los que se consideran «zavaletianos») señala claramente que el proletariado era el que disponía de más fuerza social entre todas las «clases nacionales» del ’52. Era la más coherente, moderna y sistemática de las clases sociales «no oligárquicas». Parecía entonces «natural» que el proletariado que se organizó en la COB avanzara sobre el MNR y sobre el aparato estatal. Pero Juan Lechín Oquendo, representante de toda una corriente política e ideológica nacionalista de izquierda (no clasista) al interior de la FSTMB (Federación Sindical de Trabajadores Mineros Bolivianos) y de la COB, y que provenía del ala izquierda del MNR, replegó al proletariado hacia el sindicalismo, hacia el economicismo, hacia la colaboración de clase con la burguesía, lo que significó dejar el poder en manos de Paz Estenssoro y el MNR. Es decir, maniobró e hizo todo lo posible para impedir que la clase trabajadora minera tomara el poder, en circunstancias, como las de una revolución, donde los problemas de dirección política son decisivos.

Por eso, el fracaso de los traidores burgueses y burocráticos en cumplir los objetivos emancipadores de la revolución de 1952 recae enteramente sobre ellos, que fueron los que gobernaron el país y frustraron la revolución. Es una operación política e intelectual definitivamente espuria descargar la responsabilidad sobre la clase trabajadora minera, que fue la que puso todo lo de vital, de esperanzador y emancipador que tuvo una de las revoluciones obreras más importantes en la historia de América Latina desde la segunda posguerra (22).

A pesar de su origen movimientista, Zavaleta Mercado se acercaba muchísimo al verdadero balance de la revolución de 1952 ya en la década del 60. El capítulo que citaremos, sintomáticamente titulado «Frustración capitalista de Bolivia», comienza criticando el «proyecto económico» del gobierno de Paz Estenssoro y concluye con el balance político: «Un proyecto como el que se planteaba coincidía exactamente con la división del trabajo del imperialismo que no se veía inquietado ni mayormente perjudicado con un desarrollo económico inofensivo, agrarista (…) que mantenía el control imperialista sobre el país a las mismas horas en que debía buscarse lo contrario, es decir, un desarrollo económico que significara el fin de la semicolonia (…) el ser económico de Bolivia era la minería. Para el mundo, Bolivia existe como proveedor de minerales, y tal cosa esta lejos de ser simplemente una desgracia a secas, como pensaban (…) los agraristas. Lo natural era que, una vez nacionalizadas las minas, en su explotación primaria, se completara el ciclo de la minería hasta su industrialización (…) En realidad, Bolivia nacionalizó la fase más penosa y la menos rentable de la explotación minera (…) la industrialización posterior ofrecía posibilidades de generar ahorro interno y de encarar un proceso de desarrollo económico de rápido efecto multiplicador (…) habría dado lugar a un desarrollo autónomo, desencadenando un proceso industrial, con crecimiento de las ciudades y fortalecimiento del proletariado» (23).

Pero no fue esto lo que se hizo, sino se apostó al desarrollo agrícola en el Oriente. Una tragedia, evidentemente, que iba enteramente en contra de un fortalecimiento ulterior de la clase trabajadora minera y que dejó pasar la oportunidad, condenando a Bolivia a un permanente atraso semicolonial.

En el terreno político, acercándose a conclusiones prácticamente «trotskistas» -claro que proviniendo del nacionalismo burgués y sin romper nunca completamente con él-, dice Zavaleta como conclusión: «Con trazos netos se advierte (…) lo que fue el error central de la Revolución Boliviana. Para realizar tareas nacionales que en Europa cumplió la burguesía, el proletariado cede el aparato estatal a los más parecido a una burguesía nacional, en un país en el que ella casi no existe: a las capas medias del frente de las clases nacionales (…) el resultado es que se acentúan los aspectos formalistas de la democratización (…) El camino para avanzar hacia la formación de un Estado nacional era la utilización del socialismo, por lo menos metódicamente. ‘La aplicación de métodos socialistas a tareas presocialistas’ era imprescindible para realizar esta noción burguesa que la burguesía no podía realizar. El fondo de todo es la frustración capitalista de la Revolución y de Bolivia misma. Así, en Bolivia, el socialismo no es una elección sino un fatum; no es un ideal de iniciados y siquiera una postulación, sino un requisito existencial (…) sin cuyo cumplimiento la nación no podrá ser efectivamente nación» (24).

Le asiste total razón a Zavaleta en este análisis: el socialismo era y sigue siendo un «requisito existencial» para la misma constitución plena de Bolivia: el país será imposible sin el socialismo. Aunque para esto no era, ni será en el futuro, suficiente sólo con los «métodos socialistas»: es imprescindible que la clase trabajadora tome el poder.

Porque, en resumen, no es la clase trabajadora la que cae junto con el fracaso de la modernización capitalista del 1952. Lo que debe caer es el capitalismo. Lo que se debe poner de pie es la nueva clase trabajadora en las nuevas condiciones, junto con el resto de los sectores explotados y oprimidos, con el objetivo de establecer una Bolivia socialista, obrera, campesina y originaria.

La comuna revolucionaria de El Alto

Estas mismas conclusiones hacen parte de la disputa a la hora de la caracterización del levantamiento de octubre. Según estos autores, en el centro del mismo, habría estado, lisa y llanamente, el campesinado aymará.

Luego nos referiremos a la inmensa importancia y el carácter del movimiento indígena originario. Pero lo que nos interesa aquí es recordar que la tesis romántica por excelencia refiere a que el sistema sólo puede ser cuestionado a partir de energías humanas y naturales supuestamente «exteriores» a él, y no esencialmente por las fuerzas que el capitalismo mismo despierta: esto es, la nueva clase trabajadora boliviana, aun transformada parcialmente respecto de la clase trabajadora minera de 1952. Esto es, la clase trabajadora de hoy: la de la comuna de El Alto, la de los asalariados del campo capitalista de Santa Cruz, la de la industria del gas y del petróleo, de la minería actual, puesta de pie y estableciendo una nueva alianza obrera, originaria, campesina y popular.

Parte muy importante de esta discusión es precisamente la caracterización de qué es El Alto. Para nosotros se trata de una comuna de trabajadores, popular y originaria.

Pero, ¿de qué se trata la «forma comuna»? A nuestro entender consiste en una forma social en la cual las clases sociales no se expresan directamente en sus relaciones de producción, sino indirectamente en el territorio en el cual viven como «vecinos».

García Linera se refiere a «la ‘forma vecino’ (…) para condensar conceptualmente esta cualidad territorializada de la acción colectiva en El Alto y La Paz, a la vez indígena como mestiza, obrera como gremial (…). Ayuda a precisar la consistencia de las ‘células’ locales que permitieron construir (…) esa gigantesca y tupida red social con capacidad de paralizar al poder y de recuperar para sí la deliberación de lo que se va a entender por ‘lo común’ que une a la sociedad» (25).

Sin embargo, a diferencia de lo que dice Linera, este carácter de «vecinos» y/o territorial del levantamiento no puede agotar la cuestión. Por ejemplo, cuando el famoso levantamiento de la Comuna de Paris en 1871, éste revistió el mismo carácter a primera vista «territorial». Sin embargo, Marx no dudó en caracterizarlo como la primera experiencia de levantamiento obrero triunfante de la historia, que se hizo del poder a lo largo de dos meses. Esto fue así porque a pesar del carácter efectivamente «territorial» del levantamiento de la Comuna parisina, la composición social mayoritaria de la ciudad era de trabajadores, que expresaban «indirectamente», como vecinos, este carácter de clase del levantamiento (26).

En el mismo sentido general, creemos que la insurrección de El Alto fue un levantamiento no simplemente «obrero», claro está, pero sí de trabajadores, popular y originario. Y, además, en confluencia con los mineros. No se trató de un mero levantamiento «indígena», sino de una población trabajadora que efectivamente es culturalmente aymará e indígena pero que al vivir masivamente en las ciudades ha dejado de ser campesina, o está en tránsito a dejar de serlo (27).

En este sentido, contamos con el reciente informe de Desarrollo humano de La Paz y Oruro del año pasado del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Respecto de El Alto, se señala: «Otra característica de la industria paceña es su localización urbana, y más concretamente en la ciudad de El Alto y ciertas zonas de la ciudad de La Paz. En la última década se habría producido un cambio en la localización de estas actividades al interior del área metropolitana. El Alto es actualmente la principal zona industrial de la región: en 1992, el 41% de la población ocupada en el rubro industrial del área metropolitana se ubicaba en esta ciudad, y en el 2001 este porcentaje ya llega al 54%. La población ocupada industrial ha crecido en 80% en la ciudad de El Alto en los últimos 10 años, mientras que en La Paz este crecimiento sólo llega al 19%. Como dice Rojas y Guaygua, en los años 90 El Alto va cobrando una creciente importancia como ‘ciudad de productores»(28).

Esta última caracterización es de enorme importancia, mas allá del problema real, no relevado en el informe, de cuál es la combinación entre «informalidad» y/o empresas familiares, por un lado, y el grado de incorporación a la relación salarial de la fuerza de trabajo alteña en las tareas productivas. Este problema «sociológico» es parte del debate estratégico, dado que mayoritariamente los distintos analistas y corrientes intelectuales y políticas de la vanguardia han tendido a ocultar o desestimar el análisis a partir de las relaciones de producción y reproducción de la vida de los vecinos de El Alto (es decir, el análisis de clase), para hacer hincapié en la mera identidad «indígena aymará» de la ciudad. Por ejemplo, Pablo Mamani habla del «levantamiento indígena popular de El Alto» haciendo referencia a los elementos de tradición de lucha indígena y campesina que vienen de los «cercos» a La Paz: la rebelión de Tupac Katarí de fines de siglo XVIII y el levantamiento de 1899 de Zarate Wilca, entre otros.

En esos casos efectivamente se trataba de poblaciones directamente indígenas y campesinas, mientras que hoy esto es así de manera relativa y parcial, es decir, sólo en la dimensión cultural, pero no en lo que hace a las relaciones sociales de producción y reproducción de la vida más inmediatas, las que se realizan en la ciudad.

Esto para nada quita que como dice este autor: de «barrio en barrio, zona por zona y distrito por distrito, ha recorrido un sentimiento de autoafirmación propia sobre la construcción urbana indígena de esta ciudad. Esto porque El Alto es una ciudad construida por sus vecinos, en cuanto al aporte de su mano de obra y capital económico para la construcción de sus calles, avenidas, mercados, canchas de fútbol, etc. Además, hay una construcción social propia de la vida cotidiana, fundamentalmente en amplias relaciones de parentesco, compadrazgos dispersos en el espacio urbano, amistades interbarriales de los jóvenes, relaciones más o menos comunes de procedencia desde los ayllus y comunidades del altiplano, los valles y las regiones subtropicales de los Andes» (29).

Pero esto no va en menoscabo de lo anterior: se trata hoy ya de una población urbana de cientos de miles de habitantes, la mayoría de los cuales, de una manera u otra, se hallan subordinados a las relaciones de mercado del capitalismo. Desde este punto del vista, El Alto es fundamentalmente una ciudad proletaria, de explotados por las relaciones del capitalismo, y como si esto fuera poco, una de las dos principales ciudades manufactureras del país, junto con Santa Cruz.

Desarrollamos este aspecto que llamamos el «carácter de comuna» de El Alto porque es fundamental para entender la dinámica de clases del levantamiento de octubre y los cauces que pueda tomar el futuro desarrollo de la lucha de clases en el país. Por ejemplo, todas las crónicas han resaltado que lo que terminó inclinando la balanza para la caída de Goñi fue la confluencia de El Alto urbano insurrecto junto con los mineros (30). Se habló de dos columnas mineras de unos 5000 integrantes cada una que se abrieron paso hacia La Paz a sangre y fuego, a costa de varios mineros muertos.

Que la dinámica de clase dependió de esta confluencia de alteños y mineros lo dice el propio Mamani: «El día anterior (9 de octubre) habían arribado hasta Ventilla los mineros procedentes de Huanuni. Los mineros vuelven a anunciar su lucha como antaño. En ese momento se juntan dos fuerzas: una, la de los mineros, y la otra, de los indígenas urbanos y rurales del lugar» (31). Esta confluencia, esta dinámica de clases plantea la importancia estratégica del desarrollo del trabajo de los socialistas revolucionarios de Bolivia en El Alto.

La tradición minera hoy

Por su inmensa tradición de lucha, por el lugar que ocuparon en la lucha de la clase trabajadora a lo largo de la segunda mitad del siglo XX -no sólo en Bolivia, sino como referencia hacia el conjunto de los trabajadores de Latinoamérica-, por seguir siendo aún la columna vertebral de la COB, es evidente la importancia de establecer alguna caracterización acerca del movimiento minero supuestamente «desaparecido».

Podemos arrancar diciendo que la historia de la producción minera en el país es un relato de relevos, donde un tipo de minería reemplaza a otro por ciclos.

Está el relato de la minería de la plata dominante en los últimos treinta años del siglo XIX y que hacia fin de ese siglo (muy rápidamente) se extinguió. No eran una o dos minas: se calcula que unas 10.000 minas de plata pequeñas y medianas se cerraron. La narración continúa con toda la historia de la minería (primero privada y luego estatal) del estaño: esto ocupa la trayectoria de la clase trabajadora del siglo XX, cuyo ciclo ha llegado a su fin, de manera similar a lo ocurrido con la minería de la plata.

Según García Linera, con 50.000 trabajadores bajo operaciones mineras en 1940 y el desarrollo de una serie de heroicas luchas desde el comienzo de esa misma década «(…) vendrá la formación de la FSTMB, que conformará un cuerpo de unidad y una identidad de agregación nacional, sobre el que las siguientes luchas (…) quedarán acumuladas como parte del bagaje de la autopercepción de clase, de la manera de verse y proyectarse en el mundo. Se puede decir que desde este momento la forma organizativa de clase del proletariado minero se dará bajo la forma del sindicato por centro de trabajo. La revolución de 1952 y la formación de la COB consagrará y expandirá al resto de la sociedad trabajadora esta manera de autodefinirse en la historia, de trabajarla, al menos hasta 1986» (32).

Luego agrega, describiendo el fin de este ciclo: «Derrota obrera en Calamarca, cierre de grandes minas y fábricas que habían cobijado al antiguo sindicalismo, silencioso desbande de lo más selecto del proletariado boliviano, convertido ahora en comerciante y cocalero, sistemática proscripción del sindicato como organización legítima ante el Estado (…) Lamentablemente, se trata de un tipo de condición de clase hoy extinguida (…) la historia de la formación de la condición obrera del siglo XX ha estado marcada por los obreros de gran empresa, primero privada y luego estatal, en tanto que los trabajadores de las empresas medianas han carecido de una personalidad organizativa y política relevante en esta construcción. Pero, precisamente por ello, por su escaso papel protagónico en las luchas sociales de décadas atrás, es que también ahora se constituyen en el centro privilegiado de las inversión y del despliegue de un nuevo ciclo de acumulación minera, de reconfiguración de formas organizativas del trabajo y, por tanto, de constitución de la predominante condición obrera minera para las siguientes décadas. El proletariado de la Minería Mediana ha devenido, por tanto, junto con el nuevo proletariado fabril urbano, en el conglomerado social donde está depositada una de las posibilidades de la reconstitución de una nueva forma de la identidad obrera y de la acción de clase con efecto estatal» (33).

¿De que se trata entonces el problema de los mineros y la minería hoy, luego de la debacle del sector en 1985? De algo más complejo que la sola minería media a la que se refiere García Linera, aunque ésta es, efectivamente, el centro desde el punto de vista de la inversión y acumulación capitalista en el sector.

Según datos del PNUD, en el nivel nacional -minería estatal, mediana y pequeña- se habría pasado de 48.537 mineros en 1984 a escasos 6.777 trabajadores mineros en 2000. Esta inmensa caída es sin embargo bastante más atenuada y queda distorsionada en este informe. García Linera reconoce de 3000 a 4000 trabajadores en las 15 empresas de la «minería» privada. Se contaría con alrededor de 60.000 mineros más en el resto de las categorías: las minas residuales de la COMIBOL, las 514 cooperativas mineras y los numerosísimos emprendimientos de la pequeña minería (34).

La minería del estaño hoy sólo aportaría el 27% del total de la producción, siendo el principal rubro minero el del oro (44%), y luego la plata, el zinc y el plomo (otro 27%).

La radicación de las principales minas es la siguiente: la minería del oro en el norte de La Paz y al norte occidental de Oruro, siendo la principal empresa minera del oro la «Inti Raymi» situada en la localidad de Kori Kollo. Esta empresa, capital / intensiva, habría llegado a emplear a 761 trabajadores para caer a 493 ya en 1999. Hoy se habla de su posible cierre. La otra importante empresa privada (de plata, zinc y plomo) está en manos de «COMSUR» que agrupa varias minas simultáneamente: Porco, Bolívar, Huari Huari, etc. Estas dos constituyen el núcleo de los que se llama la «nueva minería privada», y están entre las principales compañías exportadoras del país, junto con las petroleras y las empresas sojeras.

Como venimos señalando, subsisten tres categorías más de empresas mineras: las empresas residuales de la COMIBOL (como es el caso de la reestatizada Huanuni), las empresas cooperativistas que trabajan en las zonas de la ex COMIBOL (la propia Huanuni, Machaca Marca, Japo, Llallagua-Siglo XX, Caracoles, Poopo, Bolívar, etc.) y la tradicional minería, artesanal, de trabajadores por cuenta propia.

Conclusión: si bien se ha visto sensiblemente atomizado y fragmentado, el proletariado minero no ha desaparecido. Al mismo tiempo, existe todo otro sector del proletariado (al que García Linera llama «nuevo proletariado fabril urbano») constituido por los trabajadores del gas, del petróleo, de las pequeñas y medianas fábricas de El Alto, de las telecomunicaciones, de la agroindustria, así como también trabajadores asalariados del Estado en general (estatales, docentes, salud) y asalariados del campo en Santa Cruz de la Sierra y otras regiones (35).

Es sobre la base de esta nueva clase trabajadora boliviana que se erige el «renacimiento» de la COB a partir de la insurrección de Octubre. Porque ésta conserva la tradición de dirigirse hacia la población en tanto que representación clasista, de los trabajadores, cosa que no hace ninguna de las otras organizaciones de masas. Los que habían dando por muerta a la clase trabajadora (y a la propia COB) en Bolivia se ven entonces ahora en el aprieto de tener que explicar esta realidad de una COB «renovada».

«Renovación» que, insistimos, no parte de cero, sino que recoge una tradición y también la indiscutible realidad del carácter crecientemente urbano del país, dinámica que no se ha detenido a pesar de la crisis crónica de Bolivia y del raquitismo de su desarrollo capitalista. Las encuestas marcan que en 1976 el 42% de la población vivía en áreas clasificadas como urbanas (de 2000 habitantes o más) y el 58% en áreas rurales. En 1992, estos términos se han invertido: la población urbana alcanza el 58%, mientras que la rural descendió al 42%. Aunque no todos los poblados de más de 2000 habitantes encajan con la noción de «urbano», es innegable una tendencia general a una acelerada urbanización, que se expresa en el crecimiento de casi el 10% anual en algunas ciudades, particularmente El Alto y Santa Cruz.

Es así que en la realidad actual de Bolivia convergen dos fenómenos sociales de trabajadores de gran importancia: producto de la continua urbanización del país, ha irrumpido el fenómeno de El Alto como una ciudad-comuna «de productores» constituida por trabajadores y originarios de carácter urbano. Y junto con esto, la constitución de un nuevo proletariado surgido de la reestructuración de la minería y de nuevos sectores fabriles o industriales.

Las letanías por la muerte de la clase trabajadora en Bolivia son injustificados. No ha muerto, ha cambiado. Pero precisamente por esto, una nueva clase trabajadora comienza a emerger. Ligarse a esa nueva clase trabajadora es la segunda gran tarea estratégica para el relanzamiento del marxismo revolucionario en Bolivia.

La cuestión nacional indígena

Este ha sido el tercer componente de la insurrección de octubre y un elemento emergente a lo largo de los últimos años. Se trata -para decirlo desde el principio- de una cuestión absolutamente genuina en la medida que el Estado boliviano no es sólo un Estado capitalista, sino un Estado de opresión racial blanca sobre la población originaria indígena de estas tierras. Por lo tanto, desde el marxismo revolucionario es una tarea de primer orden reconocer el derecho de estas nacionalidades a su autodeterminación de manera incondicional (36).

¿Por qué resurge con tanta fuerza ahora la cuestión indígena? Este es otro subproducto de la modernización trunca de la revolución de 1952. Porque fue también el fracaso del intento del gobierno nacionalista de «castellanizar» a la población originaria y asimilarla al Estado «revolucionario» (pero capitalista) por la vía de interpelar a estas poblaciones sólo en tanto que campesinas. La crisis más general del país y en particular la bancarrota y la miseria minifundista en que derivó la reforma agraria, junto con el carácter racista y no emancipador del Estado, fueron creando las condiciones para la poderosa irrupción actual de la cuestión indígena (37).

Por esta razón, podemos decir que el componente originario es fundamental para toda perspectiva anticapitalista y socialista en Bolivia, y así lo reconocemos. Componente que tiene una larga tradición anterior: desde el levantamiento de Tupac Katari y Bartolina Cisa en los años 1780/1, pasando por el revuelta de Zarate Wilca en el año 1899, hasta llegar a la actual insurrección de octubre. Así, una parte central de la tradición de lucha de los explotados y oprimidos del país evidentemente viene de la tradición de lucha indígena.

En este cuadro, este componente ha tenido tradicionalmente dos vectores. Rivera Cusicanqui los llama los vectores de «memoria larga» y de «memoria corta», una forma sugerente de indicar dos tradiciones políticas al interior del movimiento originario-campesino.

«Esta ‘lógica de rebeldía’ supone no sólo un permanente proceso de activa resistencia sino, además, contempla la construcción intelectual de un horizonte histórico cuyo sentido vence los límites de lo que ha ido siendo el Estado boliviano (…) Este horizonte histórico (…) llega a tener hoy en día (…) dos estratos de referencia -complementarios, dialécticos, a menudo antagónicos-: uno, el de la ‘memoria corta’, referido a la insurrección popular de 1952 y posteriormente marcado por la reforma agraria. Y otro, el de la ‘memoria larga’, referido a las luchas indígenas anticoloniales y que se simboliza en la figura de Tupac Katari. Si la memoria corta permite una serie de articulaciones con el Estado del 52 (…) la memoria larga impide perder de vista que los restos del caudillo no han sido aún reunificados, es decir, que la ocupación no ha cesado» (38).

Tratemos con más detalle esta cuestión de las «dos memorias» . La «memoria larga», con filiación en el Altiplano, ha tendido a tener siempre características más autonomistas, porque la región del Altiplano históricamente ha sido menos mestizada que otras regiones indígenas-campesinas del país, y ha conservado en mayor medida las formas de vida y tradiciones originarias.

La segunda (la «memoria corta»), ubicada en los valles de Cochabamba, ha tendido a ser integracionista, en la medida en que ahí fue mayor el impacto de los proyectos de «castellanización» del MNR y de asimilación del indígena al «campesino», sobre la base que la reforma agraria fue algo mas exitosa.

Hoy, la primera de ellas está mejor representada por Felipe Quispe, que adscribe a un relato que plantea la vuelta al Kollasuyo (una de las cuatro regiones en las que estaba organizado el imperio inca), o sea la reconstitución de la nación aymará originaria bajo una forma nacional o autónoma (39).

La segunda, expresada por Evo Morales y el MAS, tiene más que ver con la aceptación del Estado boliviano tal cual es, pero exigiendo derechos democráticos y políticos de inclusión de la población indígena. Morales sólo aspira a ser el presidente de una Bolivia «reformada» en ese sentido.

Ambas tienen las característica de tomar los elementos indigenistas, pero sobre una base de tipo romántico o «literario». En todo caso -y esto es muy importante dejarlo establecido- ninguna de las dos es anticapitalista. Son corrientes reformistas y frentepopulistas, es decir, de alianza con sectores burgueses, porque al fundarse en la sola reivindicación étnica pierden de vista que entre los indígenas-campesinos hay necesariamente diferenciaciones de clase (40).

«Tanto el MAS como el MIP emergen como un movimiento político libre de intermediarios culturales. Se articulan precisamente con el movimiento social a partir de las grandes rebeliones ocurridas a partir de 2000. En realidad es el tercer movimiento indígena, después de Katari en 1780 y Zarate Wilca en 1899. No son partidos que se insertan al movimiento para articularse con él, sino salen de él mismo. Por eso, las fronteras entre el movimiento y el partido no son diferenciadas, y aparecen como una gran potencialidad en la nueva forma de lucha contra el Estado.

«El MIP (…) en su programa político (…) [es] un movimiento de rebelión contra las nuevas roscas y se plantea la ‘reconstitución’ filosófica, económica de valores y autoridades del Tawantisuyo. Por lo tanto, nace con una fuerte crítica hacia el racismo que, según este movimiento, estaría llevando a la agonía de los valores culturales. Pero no critica explícitamente al sistema del capital y la forma de organización política liberal. Visto de esta manera, aparece para el conjunto de la sociedad civil como un movimiento excluyente a otros sectores, ya que tanto en su estatuto orgánico como en su programa de gobierno no elaboran claramente una propuesta económica y política (…) De la misma manera, el MAS, por el lado del movimiento cocalero, a pesar de tener más años de fundación como partido, no pudo articular un programa de gobierno contra el sistema de capital y la democracia representativa liberal. Apelaron al romanticismo étnico ancestral indicando que ‘en nuestras tierras y territorios, no se conocía miseria y hambre. Todo era VIDA, todo estaba en su lugar. Nada faltaba ni sobraba: vivíamos en sociedades comunitarias de abundancia, donde la vida era completa armonía, hermandad y respeto mutuo con la madre naturaleza’ (…) Van resaltando igual que el MIP lo lírico y poético» (41).

Esta postura plantea críticas correctas. Pero necesitamos ir a un plano más de fondo.

¿Por qué la cuestión originaria reemerge como «cuestión étnica-nacional» y no solamente como «cuestión campesina»? Esto es de una importancia central, y creemos que tiene que ver con dos razones (42). En primer lugar, con el evidente fracaso de lo que Rivera Cusicanqui relaciona con la experiencia de la «memoria corta»: el devenir de la revolución de 1952, frustrada en una producción agrícola minifundista sin asistencia alguna del Estado ni industrialización del campo. Esto es, la condena lisa y llana a la miseria perpetua. Segundo, esto se asocia al impulso cultural «castellanizador» del gobierno burgués de la revolución de 1952 y posteriores, que no se basó en la libre autodeterminación de los pueblos y tradiciones originarias, sino en su asimilación y mestizaje. Esto es, era negador de estas identidades originarias.

Así, en las condiciones de la emergencia del siglo XXI, del fracaso de la revolución de 1952 y, más en general, del aparente fracaso de la clase trabajadora y la «muerte» de la perspectiva socialista, lo que asoma es un movimiento indígena por su composición e indigenista por su ideología.

Por otra parte, no hay que confundirse, porque las luchas y reivindicaciones nacionales e indígenas son una parte constitutiva esencial de las luchas emancipadoras del país, que deben ser articuladas desde la perspectiva de la constitución de una nueva clase trabajadora y del relanzamiento de la perspectiva socialista en Bolivia. No hay que perder de vista que hay una larga tradición en el marxismo clásico y revolucionario de tratamiento de la «cuestión nacional», problemática que se pone a la orden del día en el caso boliviano, y que enlaza la cuestión de la perspectiva de clase y socialista con el problema nacional (43).

En conclusión, una nueva perspectiva del socialismo revolucionario en el país no se podrá construir sin poner bien en alto, desde la clase trabajadora, la bandera del libre e incondicional derecho a la autodeterminación nacional de las naciones originarias, en el marco de la lucha por una Bolivia verdaderamente multiétnica y multicultural, que, para nosotros, sólo podrá ser una Bolivia Socialista indisolublemente ligada a la lucha de los explotados y oprimidos de toda América Latina .

Rasgos del trotskismo boliviano

Esta discusión amerita hacer un repaso de la tradición del trotskismo boliviano, necesariamente somero dado que no estamos en condiciones de hacer aquí un balance exhaustivo.

En lo esencial, esta tradición está marcada por el curso del Partido Obrero Revolucionario (POR) y su dirigente histórico Guillermo Lora (44), dado que en ningún momento pudo hasta ahora el resto de las organizaciones trotskistas tener una incidencia mínimamente comparable

El balance de esta corriente es agudamente contradictorio. Porque efectivamente contribuyó a la formación de toda una generación de trabajadores bolivianos en el marxismo revolucionario, siendo parte activa de algunos de sus jalones más importantes. Pero, al mismo tiempo cometió gravísimos errores oportunistas en la misma revolución del 52, como también en los ascenso del 69/71 y 82/85, sólo para, en los últimos 15 años, cristalizar como una secta ultradogmática, abstencionista y sindicalista. Secta que no logra establecer un diálogo coherente con los trabajadores del país, y prácticamente reduce toda su política a la mera presión dentro de los «cuerpos orgánicos» de la COB.

Recapitulando, el POR cometió el gravísimo error político de apoyar «críticamente» el gobierno burgués de Paz Estenssoro cuando la revolución del 52. Esto, en buena medida, ayudó al fracaso de la revolución.

En un viejo trabajo del trotskista argentino Liborio Justo se citan textualmente las posiciones del POR de aquella época: «El período revolucionario que se inicia el 9 de abril ha sacudido las capas más bajas y más amplias de las clases sociales explotadas de la ciudad y el campo… La revolución, para vencer, tiene necesariamente que sobrepasar los marcos de la democracia burguesa; tal es la perspectiva señalada por el POR a los explotados bolivianos… Esta actitud se manifiesta primero como presión sobre el gobierno para que realice las aspiraciones más sentidas de obreros y campesinos… Lejos de lanzar las consignas de derrocamiento del régimen de Paz Estensoro, lo apuntalamos para que resista la embestida de la «rosca», llamamos al proletariado internacional a defender incondicionalmente la revolución boliviana y su gobierno transitorio… No es tarea del momento gritar «abajo el gobierno», sino exigir que el gobierno cumpla los postulados de la revolución» (45).

Este balance está hecho desde hace años: el POR dio su apoyo crítico al gobierno del MNR y se negó a levantar la única perspectiva que era correcta en aquel momento: el planteo de dar Todo el poder a la COB. El mismo mecanismo de «presión» a las direcciones oportunistas y de no impulsar la actividad y los organismos independientes de los trabajadores se repitió en oportunidad de la experiencia de la Asamblea Popular de 1971, así como en el proceso de 1982-85.

La presión sindicalista y la falta de partido marcaron límites absolutos que la tradición del trotskismo en Bolivia no pudo superar, derivando hoy en las características ya señaladas.

Dice García Linera de manera bastante convincente:

«Las empresas estatales, núcleo de la actividad económica y de la nación a construir según el mito nacionalista, crearon un tipo de fidelidad trascendente entre proletariado y Estado por cuanto la economía era directamente política, esto es, las reivindicaciones económicas no requerían de mayor sofisticación para adquirir inmediatamente, sin intermediarios, una connotación estatal, pues empresario y gobierno eran una misma figura jurídica y administrativa (…) Esto le dio una gran fuerza política a las demandas económicas de los mineros de la Minería estatal (…) Pero a la vez, le quitó radicalidad a la lucha política obrera en la medida en que la necesidad de profundizar más los ámbitos de gestión, de autonomía de la vida pública, se mostraba innecesaria ya que se podía producir un efecto parecido mediante la mera presión económica y economicista. De ahí la fuerte tendencia economicista del proletariado minero estatal y privado, pues no se requería de mucho esfuerzo para que ello adquiriera un efecto estatal (…) De ahí nacerá y se reforzará en el imaginario proletario un fuerte hábito de sumisión a la racionalidad económica dominante (capitalismo de estado) y a las jerarquías letradas que se harán cargo de la gestión gubernamental. Frente a ellas, revolución de por medio, habilitará unas insolentes técnicas de negociación, de presión y de concesiones fundadas en la fuerza y la movilización, pero que jamás, a no ser en momentos excepcionales de libertad y autonomía obrera desbordante pero efímera, pondrán en duda su papel de dominantes y de dirigentes. En este sentido se puede ver la influencia izquierdista del PCB y POR dentro del ámbito minero como los mecanismos que más adularon y consolidaron este habitus conservador de la condición de clase obrera» (46). Cabe agregar, no obstante, que esto ocurrió con la responsabilidad absolutamente central de la burocracia lechinista.

Respecto de la cuestión del inmenso peso de las organizaciones de masas que devora toda posibilidad de partidos, veamos lo que dice García Linera: «La práctica política minera, la conciencia política, el discurso político y el imaginario simbólico en la política, fueron pues hechos bajo la forma sindicato. Los partidos, efímeras agrupaciones de activistas, no tuvieron más que subordinarse a este ímpetu colectivo. Y si bien contribuyeron con la ampliación de la politización obrera a través de la afluencia de ideas, cursos, discusiones, esto pudo tener impacto porque previamente había una disposición social de clase y estatal al reconocimiento de la acción política como hecho colectivo socialmente redituable. Por tanto, la clase obrera del siglo XX se hizo como clase con capacidad de facto estatal por medio del sindicato, y el resto de las experiencias organizativas y discursivas fueron simples acompañamientos escurridizos de esta auto-constitución de clase, incluidas sus limitaciones y poderíos» (47).

Un balance similarmente lúcido -y trágico- es el hecho por el propio Lora: «La aprobación de las Tesis de Pulacayo [1946] tuvo consecuencias contradictorias para el partido trotskista. Su influencia política dio un colosal salto, se convirtió en una de las grandes fuerzas de la izquierda (…) Al mismo tiempo, mantuvo, si no agravó, su debilidad interna (…) Lo que sucedió fue que la debilidad organizativa que venía arrastrando año tras año (…) chocó con el gran salto político dado por el partido. La influencia política del POR creció desmesuradamente, mientras que organizativamente (aumento de militantes, de células, publicaciones, etc.) apenas si dio un pequeño paso (…) La debilidad organizativa no permitió sacar toda la ventaja que podía obtener de la aprobación de las Tesis de Pulacayo (…) Las desviaciones sindicalistas, que permanecían en estado latente, encontraron un punto de apoyo en este hecho: argumentaron que el verdadero programa del POR eran las Tesis de Pulacayo (…) De aquí era fácil deducir que partido y sindicato eran la misma cosa y, siendo el trabajo del segundo mucho más fácil que el del primero, lo aconsejable sería sustituir el partido por el sindicato (…) No porque la Tesis Central de la FSTMB hubiese sido redactada dentro de la línea política del POR (…) puede ni debe ser considerada como su programa. Necesariamente lleva las limitaciones del sindicalismo. Esa limitación es básica y refiere al papel que jugará el partido político en la revolución proletaria (…) Curiosamente, algunos militantes del POR dijeron (…) que esa limitación era un defecto en un documento sindical redactado por trotskistas. Si tomamos en cuenta que el sindicato es la forma elemental del frente único de la clase, que supone la coexistencia de las tendencias obreras mas diversas, la objeción resulta absurda. Nadie podría aceptar que su sindicato diga que el partido con el que discrepa dirigirá la revolución, lo que supondría que el sindicato se convierta en parte integrante de determinada política que obliga a militar en ell entonces a» (48).

Efectivamente, el problema es cuando el partido queda disuelto y pierde su independencia política y organizativa para dar peleas al interior de las organizaciones de masas. Es exactamente lo que ocurrió en 1952 con el apoyo «crítico» del POR al gobierno burgués y traidor del MNR. El «antídoto» fue -después de este desastre- el sectarismo dogmático y el oportunismo sindicalista que caracterizan desde hace décadas a esa organización (49).

Relanzar el socialismo revolucionario en Bolivia

En la actualidad, es un hecho que desde el MAS y los cocaleros del Chapare hasta la CSUTCB (Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos Bolivianos) de Felipe Quispe, pasando por la Coordinadora del Agua de Cochabamba, todos cuestionan la centralidad de la COB como forma de poner en discusión la centralidad de la clase trabajadora boliviana en el actual proceso. Esto se concreta en el cuestionamiento expreso a las históricas Tesis de Pulacayo.

Precisamente, aquí se plantea el desafío estratégico a resolver: superar estos cuestionamientos volviendo a colocar en el centro de una alianza obrera, originaria, campesina y popular a la clase trabajadora para que el proceso tenga una dinámica de clase y socialista y no pequeño burguesa.

Pero esta tarea no está resuelta ni mucho menos se va a resolver «objetivamente». Se equivocan los compañeros del MST boliviano al decir que el proceso ya es «obrero y socialista»: «(…) la revolución tuvo por su composición social, por sus métodos de la huelga general insurreccional y por la dirección que la centralizó a nivel nacional, la COB, un carácter obrero, campesino y popular. Pero, además, esta revolución no se enfrentó al intento de sacar el gas por Chile, ni sólo al Goñi como presidente, sino al saqueo imperialista de nuestros recursos naturales y a un gobierno lacayo que aplicó ese pillaje. Es decir, por el enemigo que enfrenta es una revolución obrera, anticapitalista y antiimperialista, vale decir, socialista» (50).

Esto es una exageración completa. Que el proceso revolucionario boliviano adquiera este carácter de «revolución obrera y socialista» dependerá de una durísima lucha política, ideológica y estratégica, que no está ganada. Y que se da en condiciones muy diferentes a cuando el proletariado minero y la COB eran incuestionablemente los actores centrales entre los explotados y oprimidos.

El MST y otros núcleos trotskistas cometen el error de dar por decidido lo que hay que resolver. Si esto fuera así, no existiría el problema de las complejas relaciones entre las organizaciones de masas de distinto origen, porque serían en definitiva expresión de la articulación de una determinada alianza de clases de los explotados y oprimidos.

Como venimos señalando, esto aún no es así. En realidad, el desafío es hacer de los trabajadores el centro de una nueva alianza de los explotados y oprimidos para acabar con el capitalismo en Bolivia.

En este sentido, el de las relaciones de clase más en general (51) es alentador el proceso de «resurrección» de la COB, que como hemos dicho es la única organización que interpela a la población en tanto que trabajadores. En ese sentido, se planta desde una identidad y perspectiva más global y de conjunto que por ejemplo el campesinado aymará de Quispe o los cocaleros del Chapare de Morales.

Al mismo tiempo, está pendiente la construcción de una verdadera organización política revolucionaria de las masas trabajadoras bolivianas. Una organización revolucionaria -no una secta- que plantee una alternativa al reformismo frentepopulista-indigenista del MAS y el MIP, al que García Linera y otros le escriben el libreto.

El problema está planteado. Pero para resolverlo hay que relanzar el socialismo revolucionario boliviano sobre nuevas bases ni oportunistas ni sectarias. Que se plantee dar una solución a la cuestión nacional e indígena desde la perspectiva de una Bolivia obrera, multiétnica y multicultural, íntimamente ligada a la lucha de los explotados y oprimidos de toda América Latina. Por el derecho a la autodeterminación de los pueblos originarios. Por una Bolivia obrera, campesino, originaria y popular. Por una Bolivia Socialista.

Notas

1. René Zavaleta Mercado, La formación de la conciencia nacional, Cochabamba, Amigos del Libro, 1990, p. 166.

2. Tal es la postura, por ejemplo, del pequeño grupo MST, hermano del PST (U) de Brasil. Por su cuenta declaran resuelta justamente la discusión estratégica que hay que enfrentar: «Por su carácter de clase, por la transparencia objetiva de sus fines, más claramente que otras revoluciones producidas en estos años en el continente, la revolución boliviana viene a reestablecer temas vitales discutidos y abandonados por gran parte de la vanguardia mundial tras la caída del Muro de Berlín. Así, hoy, gracias a esta revolución, empieza a revalidarse el tan discutido rol de la clase obrera como sujeto social de la revolución», El Chasqui Socialista 195

3. Por «debacle de 1985» nos referimos al despido en masa de 20.000 trabajadores mineros de la COMIBOL.

4. Como veremos más abajo, la revolución de 1952 iniciada el 9 de abril de ese año tuvo como centro una insurrección obrera y popular, que quebró al ejército de la oligarquía y dejó a la clase trabajadora a las puertas de tomar el poder.

5. Dejamos sentado que al escribir desde Argentina seguramente este trabajo contiene una serie de inexactitudes, errores y límites que sólo se podrán corregir y/o precisar al compás de la experiencia militante en la misma Bolivia. Este texto será asimismo parte de un trabajo mayor dedicado al «Octubre boliviano», de próxima edición en forma de libro y que tiene también el objeto de contribuir a fundamentar el trabajo político de Socialismo o Barbarie en Bolivia.

6. Mediante ese «Decreto Supremo» se ordenó el cierre de las minas y otras medidas privatizadoras.

7. Tres medidas caracterizaron el proceso: la nacionalización de las minas, la reforma agraria y el voto universal. Pero el hecho de ser tomadas en los marcos del régimen social capitalista impidió la realización de las verdaderas potencialidades de la revolución.

8. V.I.Lenin, Caracterización del romanticismo económico, en Obras Completas, Tomo II, Buenos Aires, Cartago, 1971. Esto no niega que esté muy presente en Marx y Engels la idea de que el comunismo moderno debe rescatar valores y/o formas de organización social cooperativas del «comunismo primitivo», destruidos por una civilización que se basa en la propiedad privada y el individualismo. Esto mismo es lo que intenta destacar Michel Löwy en su sugerente reivindicación de la tradición del romanticismo revolucionario, aunque lo haga en una clave demasiado romántica: «En la medida en que el socialismo es una tentativa de crear un modelo nuevo de civilización, es también una tentativa de reestablecer o reencontrar (…) elementos del pasado pre-capitalista que fueron destruidos por la modernidad burguesa. Es eso a lo que llamo el elemento romántico del marxismo, presente en el propio Marx y en parte de la tradición marxista del siglo XX», «Marxismo: resistencia y utopía. Entrevista con Michel Löwy», en Marxismo, modernidad y utopía, 2000.

9. Álvaro García Linera es hoy por hoy el intelectual de izquierda con más predicamento en el país. Proviene de la tradición del tupakatarismo (corriente indigenista) y hace parte de un núcleo de intelectuales que tienen a su cargo la Editorial Muela del Diablo. Combinan elementos teóricos posmodernistas, posmarxistas y autonomistas en la veta de Toni Negri.

10. Álvaro García Linera, «Democracia liberal versus democracia comunitaria», en El juguete rabioso 96, 20-01-04.

11. Álvaro García Linera: Reproletarización. Nueva clase obrera y desarrollo del capital industrial en Bolivia (1952-1998), pp. 101-103, citado en «Lecciones estratégicas de 50 años de revolución y contrarrevolución», publicación de la LOR-CI, La Paz, 1999.

12. ¿Formación social o civilización? Esta pregunta es pertinente porque los intelectuales de Muela del Diablo prefieren hablar de «civilizaciones» en vez de «formaciones económico-sociales». Hasta cierto punto, ambas categorías pueden ser integrables a partir de su diferenciado nivel de abstracción. Cuando se habla de formación económico-social se alude más a la centralidad de determinada manera de apropiarse del excedente social y de la naturaleza. Cuando se habla de civilización, se puede remitir al conjunto de las relaciones sociales (no sólo económicas) de un todo social. Sin embargo, lo que constituye un error y una recaída idealista es perder de vista que toda sociedad se basa en determinadas relaciones materiales de intercambio del hombre con la naturaleza a nivel de su formación social. Si se pierde de vista esta articulación para deslizarse al solo concepto de «civilizaciones», lo que se perderá es la formación de clase de la sociedad y se caerá en un análisis que no permitirá interpretar realmente la mecánica de clases y las fuerzas motrices de esa sociedad. Así, el hecho de que en Bolivia exista una cuestión nacional de importancia inmensa como es la cuestión indígena no puede hacer perder de vista sobre qué relaciones de producción y explotación se apoya esa misma sociedad. Es decir, sobre qué relaciones de clase. Si esto se desdibuja o desaparece, sobreviene una mirada romántica, que es justamente en lo que cae este grupo de intelectuales.

13. Luis Tapia, La condición multisocietal. Multiculturalidad, pluralismo y modernidad, La Paz, Muela del Diablo, 2002, pp. 9-37. En este mismo sentido posmoderno y/o posmarxista, ver también Pluriverso. Teoría Política Boliviana, de García Linera y otros autores. Recordemos que Laclau y Mouffe se caracterizan por afirmar que por encima de las tendencias a la polarización clasista creciente se desarrollaría otra tendencia (en sentido contrario) a la diversificación y disgregación de la sociedad en grupos heterogéneos y su expresión política en los «nuevos movimientos sociales» policlasistas, como sería el caso de las minorías étnicas y nacionales. Con todo lo reales que estas tendencias contradictorias actúan en el capitalismo de hoy, creemos que es completamente unilateral y por lo tanto falso decir que éstas rebasan a y se imponen sobre la primera.

14. Alan Rush, Latinoamérica y el síntoma posmoderno, pp. 321 y 326. Nos hemos apoyado en un pasaje particularmente, «Marxismo y modernidad».

15. Veamos lo que dice a este respecto el propio Karl Marx: «De ahí la gran influencia civilizadora del capital: su producción de un nivel de la sociedad, frente al cual todos los anteriores aparecen como desarrollos meramente locales de la humanidad y como un idolatría de la naturaleza. Por primera vez la naturaleza se convierte puramente en objeto para el hombre… El capital, conforme a este tendencia suya, pasa también por encima de las barreras y prejuicios nacionales, así como sobre la divinización de la naturaleza, liquida la satisfacción tradicional, encerrada dentro de determinados limites y pagada de si misma, de las necesidades existentes y la reproducción del viejo modo de vida. De ahí, empero, del hecho de que el capital ponga cada uno de esos limites como barrera y, por lo tanto, de que idealmente le pase por encima, de ningún modo se desprende que lo haya superado realmente… Aun más. La universalidad a la que tiende sin cesar, encuentra trabas en su propia naturaleza, las que en cierta etapa del desarrollo de el capital… propenderán a la abolición del capital por medio de si mismo» (K. Marx: Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse), Vol. 1, pp. 361-2, citado en Rush, op. cit., p. 329.

16. Es en este contexto que se coloca el debate teórico-político estratégico sobre la evaluación del legado de Marx y las perspectivas actuales del marxismo revolucionario. ¿El proyecto socialista tiene elementos de continuidad y realización de la modernidad o es una proyecto civilizatorio enteramente nuevo? Esta es una pregunta importante que no admite respuestas simplistas. A nuestro entender, según Marx en la modernidad cabían dos proyectos: el capitalista y el socialista. El proyecto socialista debería recoger las ilusiones frustradas de la modernidad; en ese sentido tendría elementos de continuidad. Pero, al mismo tiempo, también elementos de ruptura, porque tendería a realizarse como un proyecto enteramente nuevo. Asimismo, recogería aspectos comunitarios, democráticos y libertarios provenientes de las formaciones sociales precapitalistas.

17. René Zavaleta Mercado fue uno de los intelectuales de izquierda de más trascendencia de la segunda mitad del siglo XX en Bolivia. De origen nacionalista (por unos meses ministro de Minería a principios de la década del ’60), fue girando a la izquierda, aunque sin romper nunca del todo con alguna variante movimientista. Murió a mediados de los 80.

18. Esto adquiere habitualmente la forma del cuestionamiento a las Tesis de Pulacayo, programa votado por la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB) en 1946, precisamente en un Congreso realizado en la localidad minera de Pulacayo. Su impacto fue de trascendencia histórica entre la clase trabajadora del país.

19. El MNR es el Movimiento Nacionalista Revolucionario, partido burgués nacionalista que llegó al poder como resultado de la revolución de 1952, y responsable principal de haberla traicionado, en conjunto con Juan Lechín Oquendo (dirigente histórico de la COB, también de origen «movimentista»)..

20. Álvaro García Linera, La condición obrera, pp. 22-24.

21. Organización principal de la clase obrera boliviana, fundada contemporáneamente con la revolución.

22. Es en el marco que estamos refiriendo que, efectivamente, la clase trabajadora minera no pudo, no supo cómo vencer. Y esto fue una verdadera tragedia histórica. Porque Bolivia de 1952, a contrapelo de los procesos «anticapitalistas burocráticos» de la segunda posguerra, configuró una experiencia que recuperaba los patrones «clásicos» de las revoluciones obreras y autodeterminadas del comienzos del siglo XX. Como dice Zavaleta Mercado: «Se diría que en Bolivia se cumplió un esquema de los marxistas clásicos, contradiciendo, por lo menos en cierta medida, a determinadas doctrinas sobre la guerra revolucionaria que vinieron a discurrir después en el continente. Sin duda fue el proletariado el que encabezó y dirigió, como clase, la lucha contra la burguesía capitalista, conocida como Superestado o como Gran Minería. Las huelgas salariales se hicieron huelgas políticas, y las huelgas políticas hicieron posible la insurrección popular que ocurrió, el 9 de abril y en todos los conatos anteriores, como guerra revolucionaria, en la ciudad», La formación de la conciencia nacional, pp. 121-122.

23. Idem, pp. 148-149.

24. Idem, pp. 156-157.

25. A. García Linera, folleto «Una semana fundamental», introducción, La Paz, Muela del Diablo, 2003.

26. Es decir, no se trató centralmente de un levantamiento realizado alrededor de fábricas y lugares de trabajo, sino de la ocupación territorial de calles y avenidas, el copamiento de la ciudad. Pero ninguna insurrección de trabajadores se puede reducir meramente a la ocupación de los lugares de trabajo. En todas ellas está presente la dimensión de cuestionamiento al monopolio de la fuerza y el territorio por parte del Estado. Un aspecto importante para precisar el carácter de este cuestionamiento es el interrogante de quiénes son (socialmente) los insurrectos.

27. Sobre esto, dice Silvia Cusicanqui: «De hecho, una parte de la población urbana bilingüe funciona económica y socialmente como enlace entre el campo y la ciudad. En un estudio realizado en las ciudades de La Paz y El Alto (…) [se] muestran aspectos cuantitativos y cualitativos de estos fenómenos y describen a la población emigrante como ‘cabalgando entre dos mundos’. Desde un punto de vista opuesto, las comunidades indígenas rurales viven un proceso de despoblamiento (…) En ciertas regiones, la emigración selectiva de jóvenes adultos deja en manos de las mujeres y los adultos mayores el grueso de las tareas productivas y reproductivas que requiere la unidad rural. Ciertamente, la parentela en la ciudad aportará también con bienes de consumo a sus familias y las apoyará en los ciclos de mayor demanda laboral. Sin embargo, el signo y la magnitud de la migración afectarán enormemente las posibilidades de reproducción de las unidades productivas rurales», Silvia Cusicanqui, Oprimidos pero no vencidos, La Paz, Achawasi, 2003, pp. 30-31.

28. Informe de desarrollo humano de la Región del Altiplano. La Paz y Oruro». 2003. PNUD Bolivia, pagina 84.

29. Pablo Mamani, «Levantamiento en El Alto: el rugir de la multitud». Econoticiasbolivia.com.

30. En el mismo sentido, definíamos en el periódico Socialismo o barbarie 31: «El movimiento de octubre no es un movimiento obrero absoluto. Los campesinos y los vecinos están insertos en este movimiento social y de algunas manera han reconfigurado el escenario territorial: el copamiento del territorio como instrumento de lucha y resistencia ante el Estado. Es decir, el territorio, que es chiquito en la junta vecinal, más las jurisdicciones de El Alto, más el hecho de cercar El Alto con la consigna de copar el territorio, han llevado a que aparezcan otros actores sociales. Los vecinos no estaban en el movimiento social. Pero a partir de febrero, aunque de manera más desorganizada, y ya en octubre con más fuerza, los movimientos vecinales enmarcados en lo territorial han empezado a jugar un rol importante. Ahora, el tema de lo territorial en El Alto tampoco es casual: este movimiento se constituye a partir de una memoria histórica indígena aymará que plantea el cerco, el sitio, como delimitación y reivindicación social, como instrumento, como estrategia de lucha, a la luz de Tupac Katari en la época de la colonia. Pero también se liga a la memoria histórica de lucha de los mineros y fabriles relocalizados. En 1985 en Bolivia se implementa el modelo neoliberal 21.060. Miles de trabajadores son echados de las fabricas, son expulsados de las minas. Y esos compañeros y compañeras despojados de sus puestos de trabajo son acogidos en la ciudad de El Alto. Ellos son en realidad los que constituyen El Alto. Entonces, este movimiento vecinal está cargado de estos aprendizajes, una memoria histórica sindical de la lucha de los mineros y también una memoria indígena campesina aymará».

31. Pablo Mamani, cit. La propia dinámica de clases de la revolución de 1952, todo un «modelo» de revolución obrera, es mas compleja de lo que creen las cabezas simplistas, y esto no es un menoscabo a su carácter. «La batalla decisiva por la toma del poder se libró en el valles dela ciudad de La Paz, a lo largo de tres días, a partir del 9 de abril de 1952. Una encarnizada batalla se generalizó por la ciudad entera, de Villa Victoria a Miraflores y desde Achachicala y El Alto a Sopocachi; se peleó en los techos, en las ventanas, en las colinas, desde las posiciones mas inverosímiles. Las características de clase de los combatientes de aquellos días, son, hasta hoy, objeto de controversias encendidas (…) Combatieron (…) en La Paz los mineros de Milluni y los fabriles, pero sería discutible afirmar que el éxito de la lucha se debiera a su presencia como clase. Desde el punto de vista numérico, este proletariado se perdía en medio del mar de combatientes que pertenecía en su mayor parte a las capas medias bajas y al lumpen (…) Dispersos físicamente, además de culturalmente desterrados, los campesinos hicieron su parte en los numerosos intentos de golpes de mano. Pero el proletariado minero (…) quebró el elemento territorial del Estado oligárquico no como un hecho incidental y episódico, sino de modo permanente. Los combates de Papel Pampa y San José de Oruro, del mismo 9 de abril de 1952, y la paralización de los regimientos del sur, que ya no pudieron asistir a la batalla de La Paz (…) corresponden también a estas características de la participación minera», Zavaleta Mercado, La formación de la conciencia nacional, pp. 120-121.

32. A. García Linera, La condición obrera, p. 85.

33. Idem.

34. Estos datos indican que la cantidad de trabajadores mineros aún es alta. Sin embargo, es un hecho que el proletariado minero tradicional concentrado en los grandes emprendimientos mineros de la COMIBOL hoy ha sido dispersado. Trabajando en cooperativas o como pequeños productores, la fuerza de los mineros está evidentemente debilitada en relación a cuando estos eran parte de una misma estructura laboral mayor.

35. Aunque de una manera algo unilateral respecto del posible rol futuro de los mineros, el propio García Linera da cuenta de la emergencia de una nueva clase trabajadora: «No sólo el Estado ha dejado de ser la locomotora del desarrollo económico, sino que la minería considerada como el centro articulador de la economía nacional, y en torno a la cual los mineros supieron construir un horizonte epocal y una autoconciencia de su posición estructural, ahora ya no es tal: industria, agroindustria, petróleo, telecomunicaciones, etc., son otros tantos rubros que disputan o superan la gravitación exportadora y productiva de la minería, complejizando la estructura de clases sociales y, sobre todo, quebrando el sentido de unicidad de la riqueza nacional y de sujeto nacionalizador como lo fueron los mineros. El policentrismo contemporáneo de las actividades económicas objetivamente crea condiciones de posibilidad de un posible nuevo sujeto social obrero plural en sus capacidades agregativas y simbólicas. El país en su núcleo moderno sigue y seguirá siendo minero; mas pareciera ser que nunca más será únicamente minero, y con ello, la condensación de la estructura de clase obrera tampoco dependerá exclusivamente de los mineros, aunque ellos pudieran jugar uno de los roles protagónicos», La condición obrera, pp. 115-116.

36. Desde la tradición del marxismo revolucionario, es fundamental dejar taxativamente clara esta ubicación, dado que aún hoy existen tendencias del trotskismo -como es el caso del PO de Argentina- que argumentan que el actual indigenismo sería «contrarrevolucionario» (Osvaldo Coggiola, «Sobre la Revolución Boliviana», en www.po.org.ar). Esto es un disparate. Porque al no dejar en claro si la reivindicación nacional indígena es legítima o no, tiende a confundir todo. Una cosa son las direcciones reformistas del MAS y el MIP, y otra es la justeza del reclamo nacional, que -efectivamente- solo se podrá resolver en una perspectiva revolucionaria obrera y socialista.

Otro grupo trotskista boliviano (la LOR-CI, ligado al PTS de Argentina) aunque sin llegar a las posiciones del PO, también comete el gravísimo error de subestimar completamente la importancia actual del problema nacional originario. En su documento fundacional dedican a esta cuestión decisiva sólo tres líneas y una cita. En ningún lado del largo documento, figura la caracterización del Estado boliviano (junto a su evidente carácter capitalista semicolonial) como estado opresor blanco.

37. Una vez más, debemos diferenciar entre la emergencia de la cuestión indígena y la generalización del «indigenismo». Este factor tiene que ver no sólo con cuestiones «nacionales» de Bolivia, sino con el clima ideológico internacional, marcado por la continuidad de la crisis de la alternativa socialista. Respecto al balance y las condiciones del surgimiento de la cuestión indígena, dice Silvia Cusicanqui: «La situación actual condensa (…) una compleja síntesis de múltiples contradicciones y determinaciones históricas (…) Considero que el ciclo abierto en los años 70, e incluso antes, en los años 50, parece haber llegado a su fin. Todas las promesas liberales abiertas con la revolución del 52 -la ciudadanía plena de indios y mujeres, la soberanía económica y el autoabastecimiento de bienes básicos- han mostrado fisuras y falacias hasta dejar al desnudo la estructura colonial que sustenta al Estado boliviano», Oprimidos pero no vencidos, p.23.

38. Op. cit., p. 7.

39. A pesar de que ubicamos la reivindicación nacional indígena de una manera distinta a Coggiola, creemos que este comentario crítico a la errónea perspectiva nacionalista-indigenista de Felipe Quispe es muy justo: «Todo el planteo reposa en un falseamiento (idealización) de la historia de las comunidades. En el incario, los elementos comunitarios del ayllu estaban integrados en un sistema opresivo de castas al servicio del estamento superior, los incas: la leyenda del ‘comunismo incaico’ (…) ya ha sido deshecha por la investigación histórica objetiva. El Tahuantinsuyu se asentaba sobre una economía esencialmente agraria cuya unidad constitutiva era el ayllu: conjunto de descendientes de un antepasado común, transformado luego en unidad territorial. El ayllu -que tuvo existencia anterior a los Incas- subsistió bajo la dominación de éstos y, con diversas alteraciones, se prolongó a través de la conquista española, la colonia y la república hasta nuestros días. Supone la propiedad en común de una determinada extensión de tierra, con una distribución periódica del suelo en lotes (tupus) entre cada miembro de la comunidad con cargas de familia, quien lo explota individualmente», En Defensa del Marxismo, abril 2003.

40. En este terreno tenemos una opinión similar a los compañeros de la LOR-CI, que retoman análisis clásicos del marxismo revolucionario respecto del campesinado: «(…) la reforma agraria del 52 no permitió una resolución definitiva del problema agrario. Al acelerar y provocar la penetración de las relaciones capitalistas en el agro, provocó el desarrollo de un proceso de diferenciación interna, generando sectores que tienden a transformarse en una burguesía agraria con mayores y estrechos lazos con el Estado actual. De esta manera, este nuevo campesinado se acerca a las afirmaciones hechas por Lenin y Trotsky sobre este sector social, planteando que no se trataba de un sector homogéneo sino de una estratificación de distintas capas que van desde los sectores claramente proletarios o asalariados hasta sectores que se constituían como una nueva burguesía agraria, pasando por distintas gradaciones como los semiproletarios agrícolas, arrendatarios, campesinos pobres, campesinos medios y campesinos ricos. Podemos ver la corrección de tal afirmación en el papel que cumplen los ‘rescatiris’, donde además de cumplir el papel de campesino y miembro de la comunidad, juegan el papel del capital comercial y usurario. O el arriendo de tierras de una comunidad por otra, que ante la ausencia de tierras se ven obligadas a entregar parte de su producción a los dueños de la misma. Y si bien en las comunidades del altiplano esto adquiere formas más veladas, en distintas zonas de colonización como el Chapare y el resto del Oriente las relaciones claramente capitalistas con trabajo asalariado se manifiestan en toda su amplitud», Lecciones estratégicas de 50 años de revolución y contrarrevolución, 1999.

41. Félix Patzi, «Rebelión indígena contra la colonialidad…», pp. 238-239. En AA.VV., Ya es otro tiempo el presente, La Paz, La Muela del Diablo, 2003.

42. Este análisis que venimos haciendo no quita que perdamos de vista la especificidad que existe entre la cuestión agraria y la cuestión nacional originaria. Ambas son reivindicaciones democrático-nacionales, pero de carácter distinto. La primera evidentemente alude a la cuestión del acceso a la tierra: en el caso boliviano, a las consecuencias del fracaso minifundista de la reforma agraria del 52. Por otra parte, la cuestión originaria hace a la opresión política y cultural que sufre la mayoría de la población por el solo hecho de ser indígena o mestiza. Lo que ocurre es que a partir de aquí hay un proceso de imbricación de ambas cuestiones. Porque la mayoría de la población del campo es a la vez indígena. Aunque también existe una enorme población originaria urbana. Y obviamente la mayoría de los trabajadores asalariados y mineros también es originario. Razón por la cual insistimos en que desde la tradición del marxismo revolucionario no se puede seguir creyendo que con abordar «la cuestión campesina» alcanza. Es el caso del POR, del MST, del PO (argentino) e incluso de la LOR-CI. En todos los casos creemos que no existe un tratamiento correcto o suficiente de la cuestión nacional-originaria. Aunque por otra parte, no se puede perder de vista que el problema agrario sigue requiriendo de un tratamiento específico que no hemos podido profundizar lo suficiente en este trabajo.

43. A diferencia de lo que dice Félix Patzi en Rebelión indígena contra la colonialidad, la problemática nacional no cuestiona el abordaje del marxismo: «Hablar de movimientos indígenas en la actualidad ya no es como estudiar en aquellas épocas donde el movimiento indígena era totalmente subalternizado al análisis de los movimientos que emergían desde la economía política, o sea de la lucha de clases (…) los marxistas formados a través de los manuales (…) no comprendieron la esencia de las clases sociales en Bolivia (…) En realidad las clases sociales existen no por su ubicación ocupacional de manera independiente, sino que las ocupaciones o roles están definidos a partir de la pertinencia racial y/o étnica», pp. 299 y 201. Lo cual no deja de ser una afirmación unilateralmente idealista. Porque en realidad lo que ocurre es que etnia y clase se imbrican, se fusionan de una manera en que la nacionalidad oprimida constituye al mismo tiempo las posiciones de clase explotadas. Pero esto no puede hacer perder de vista que el fundamento último lo constituyen las relaciones de producción y reproducción de la vida material.

44. La organización trotskista boliviana (fundada en 1938) de mayor tradición en ese país.

45. «Tesis política de la 10º Conferencia Nacional del POR», junio de 1953. En Liborio Justo, La revolución derrotada.

46. Álvaro García Linera, La condición obrera, pp. 116-118.

47. Idem, p. 200.

48. Guillermo Lora, Contribución a la historia política de Bolivia, tomo II, pp. 64-65.

49. Sobre esto último, es ilustrativo el hecho que en el periódico aparecido precisamente el día de la caída de Goñi (17 de octubre del 2003), el órgano del POR, Masas, titulaba: «El POR expresa el alma esencia de la historia boliviana»…

50. Chasqui Socialista 195. Dicen los compañeros del MST de Bolivia: «Así como se ha pretendido negar que lo de octubre fue una revolución, también se ha discutido su carácter de clase. Cierto que nacionalidades aymará y quechuas que hacen parte del movimiento campesino participaron con fuerza e iniciaron la insurrección de octubre. Cierto que el componente indígena originario puso un torrente de masas importante en la misma. Cierto que en El Alto se movilizaron los vecinos. Esto hace que muchos analistas caractericen lo sucedido como ‘una rebelión aymará’, como una insurrección de ‘vecinos y vecinas’, de ‘comunitarios’ y, en general, como una rebelión ‘indígena’. Pero ocurre que junto a estos sectores se movilizaron los trabajadores organizados de las ciudades, los sindicatos y las federaciones que agrupan a los asalariados de los diversos sectores como los maestros rurales, los maestros urbanos, los trabajadores de la salud, los administrativos universitarios, los mineros. En El Alto, los vecinos son un gran proporción trabajadores de distintas ramas, son obreros y mineros relocalizados, gremialistas. Los fabriles, que si bien no participaron como organización, sí lo hicieron como ‘vecinos’, tanto en El Alto como en otros lugares de La Paz. La clase trabajadora se movilizó lo mismo en Cochabamba, Potosí y Oruro. Toda ella organizada en las Centrales Obreras Departamentales y a nivel nacional junto a los trabajadores del campo en la COB. La COR de El Alto desempeñó, junto a la FEJUVE, un papel clave en la movilización». El Chasqui Socialista 195. Esta descripción-caracterización de la insurrección de octubre (mas allá de atribuirle erróneamente el carácter liso y llano de una revolución) es bastante parecida a la que estamos intentando desarrollar aquí. Sin embargo, de lo que peca en el párrafo que le sigue (que citamos en el cuerpo del articulo) es que, al «cerrar» la definición, da por resuelto justamente lo que hay que resolver: ayudar a transformar el proceso revolucionario de trabajadores y popular en curso, en revolución obrera y socialista.

51. Diferenciamos a la COB como organización de la burocracia estilo lechinista que la dirige. El secretario ejecutivo hoy es Jaime Solares, de orientación nacionalista «chavista». Esto significa que no hay que alentar la menor confianza en la actual dirección, ni creer que por exigirle a Solares que «tome el poder», como es la practica habitual del propio MST, éste lo vaya a hacer.

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