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Crónicas de la nueva Bolivia

Fuentes: Rebelión

La Paz                                                                                                 El ensordecedor ruido de la carga de dinamita anuncia inequívocamente  que otra manifestación ha llegado o sale de la Plaza de San Francisco en el centro de La Paz. Siempre hay una marcha, manifestación o actividad político cultural en aquel reducto histórico. Por las tardes […]

La Paz                                                                                                

El ensordecedor ruido de la carga de dinamita anuncia inequívocamente  que otra manifestación ha llegado o sale de la Plaza de San Francisco en el centro de La Paz. Siempre hay una marcha, manifestación o actividad político cultural en aquel reducto histórico. Por las tardes se puede ver a los activistas desplegando carteles a tres colores con la consigna «Bolivia cambia: Evo cumple«; en un intento comunicacional por contrarrestar la hegemonía mediática y su discurso apocalíptico con el deambular político boliviano que la mayoría del pueblo ha escogido en las urnas.

Hoy comparten espacio público con otros hombres y mujeres- también históricamente excluídos- que entre carreras de un lado para otro, con tacones y plataformas a cuestas, han colgado su declaración de intenciones: «Las identidades sexuales y genéricas participan en la construcción de la nueva Bolivia«. Al costado del lienzo decenas de adolescentes con sus rostros cubiertos escuchan atentos la información sexual que emana desde los altavoces mientras en sus rodillas sostienen el cajoncito de madera y sus tintes para el calzado. Cien metros más abajo los mineros, que perdieron su fuente de trabajo en 1985 después de la privatización del estado, han decidido sentarse en plena avenida del Prado a la espera de alguna iniciativa gubernamental que termine con aquel ostracismo laboral al que han estado sometidos desde entonces. Por los cerros que circundan la ciudad han proliferado las viviendas que se equilibran en el abismo geológico de la sobrevivencia económica. Abajo, a 3.600 metros de altitud  el caos vehicular y el bullicioso deambular no se detiene ante las movilizaciones sociales de los pequeños transportistas, de los trabajadores de la salud, los docentes, minusválidos, estudiantes, mineros, las Mujeres Creando, las identidades indígenas y sexuales, las asambleas barriales, la juventud urbana popular, los campesinos, comerciantes callejeros….; todos están en la calle reivindicando, defendiendo, criticando, organizándose, tendiendo puentes en el tejido social a nivel horizontal. En fin, todos están en las calles fortaleciendo el movimiento social porque hay un compromiso de hacer por vez primera en Bolivia los sueños realidad.

Y allá van.

            Las clases altas, blancas, mestizas, con dinero, que se han privilegiado del poder eternamente, hoy más que nunca se refugian en la zona sur de la capital. Prefieren los barrios residenciales con todo incluido de Calacoto, San Miguel o Achumani, antes que el Prado, el panóptico de San Pedro, la plaza San Francisco, Tembladerani, para no hablar de la ciudad de El Alto. Están nerviosos; algunos se han apresurado a vender grandes extensiones de suelo agrícola improductivo ante el miedo de una expropiación estatal ya anunciada por Evo. No se sienten participes de ningún proceso y aducen persecusión y revanchismo social ahora que son minoría política real. No quieren entender que siempre lo han sido ante el 65 o 70% de indígenas bolivianos. Otra cosa es que históricamente esa minoría haya gobernado para su beneficio y asumido todas las regalías de un estado benefactor con la clase política empresarial dominante. Que se  acostumbró a mandar a sus hijos a estudiar al extranjero para que luego retornen con acento gringo y así auto renovar a la clase dirigente, empresarial y profesional que nunca le ha temblado la mano a la hora de exprimir a sus connacionales en la miseria más absoluta (64%).

«Evo es un pendejo, carajo». Al principio pensé que el taxista paceño me daría el primer comentario agrio sobre aquel aymara que había sorprendido al mundo con su victoria electoral histórica del 53,7%, el 18 de diciembre de 2005. Pero no, aquella expresión Méjico-boliviana, quería dejar claro que el presidente no estaba calentando el sillón presidencial sino que encabezando, desde primera fila, la transformación del país. Aquel hombre que conducía con soltura en el caos de la avenida Pérez hablaba con entusiasmo de la asamblea constituyente, de la nacionalización de los hidrocarburos y las empresas estratégicas, de la alegría que sintió el día en que vio por televisión a Evo con su chompa artesanal recorriendo Europa. «si se hubiera puesto un traje sería un hijo puta«, se le alcanza a escuchar antes de que un carro policial nos corte el paso ante la última marcha del día que viene con algarabía calle abajo.

Un nuevo contrato social. Eso es lo que se está creando en la Bolivia que nunca existió para el mundo y que hoy renace de las cenizas del capitalismo periférico auspiciado por el Banco Mundial y El Fondo Monetario Internacional. En las dos últimas décadas, a través de sus políticas neoliberales y la complicidad de la clase política nacional, subastaron el país con una oleada de privatizaciones que acentuaron aún más la dependencia económica boliviana; los sucesivos gobiernos corruptos despachaban a sus ministros a mendigar por el mundo financiero algún crédito para paliar la debacle de un país que había vendido todo a bajo precio a empresas transnacionales o grupos económicos locales, estos últimos, nunca han invertido un dólar en el desarrollo productivo del país sino que han preferido las inversiones especulativas y guardar sus patrimonios en cuentas, de paraísos fiscales. Para principios de 2000l Bolivia esperaba en silencio su estadillo social, pero los focos mediáticos estaban puestos en la crisis Argentina y en la dolarización de la miseria en Ecuador que provocó una estampida social hacia Estados Unidos y España. Se hizo común ver la silueta de presidentes huyendo por el tejado del palacio de gobierno para encaramarse a un helicóptero que los llevaría lejos del reguero de sangre que tiñó las calles de Argentina, Bolivia, Ecuador y Perú.

 Mastico unas hojas de coca y le doy un trago a la cerveza mientras leo la noticia del día en el subterráneo de un bar frecuentado por errantes a media noche.  Gonzalo Sánchez de Lozada poseía más de diez identidades falsas, además de material del registro civil en blanco, timbres y otra serie de documentos; papeles que no pudo incinerar el ex presidente que huyó frenéticamente desde Santa Cruz rumbo al paraíso latino VIP de Miami, el 17 de octubre de 2003. Bolivia no sería la misma después de entonces; el encuentro del mundo indígena y campesino con las masas empobrecidas de las grandes urbes desató una toma de conciencia de que podían, por vez primera, ser protagonistas sociales de su futuro. Y ahí estaba Evo Morales y el Movimiento al Socialismo (MAS) y su compromiso de llevar a cabo una revolución social a través de la vía democrática.

            Y sólo me faltó una rápida mirada para saber que aquel rostro curtido – donde se mezclaban la pluma y la sobrevivencia eterna – y de cabellera negra que rozaba los hombros, pertenecía a Jorge Campero. Premio nacional de poesía (2000 y 2001), pero por sobre todo, poeta comprometido con las pulsaciones del interior social en donde no hay un ellos si no que un rotundo nosotros. «Ahora es cuando carajo» repetiría una y otra vez mientras nos emborrachábamos en el bocaisapo.

 

El Alto

            Los niños con medio cuerpo fuera del ómnibus vocean los recorridos en cada barrio de la ciudad de El Alto durante todo el día. A eso de las ocho la actividad para y luego viene el silencio, que sólo rompen los chiflidos del viento que se llevan al barranco las historias de ese millón de habitantes que no pudieron llegar a La Paz y tuvieron que conformarse con construir sus sueños a catorce kilómetros del centro de la capital boliviana, a cuatro mil metros sobre el nivel de un mar que la mayoría nunca ha visto, en la soledad del altiplano. Uno de los lugares más pobres de Latinoamérica y del planeta según muchos informes de desarrollo humano. Una ciudad parida por la historia y la urgencia de sus habitantes que desde hace más de veinte años le vienen ganando terreno al llano altiplánico; desde la toma de terreno y los pequeños refugios de plástico negro, al adobe, para luego edificar el ladrillo en los metros cuadrados que cada familia ha podido ganarle a la vida.

La ciudad es una extensión de casas de ladrillos de dos o más plantas a medio construir con calles polvorientas cruzada por grandes avenidas que conectan a La Paz con el resto del país.  Ahora esos kilómetros de carretera nacional que cruza la ciudad de El Alto son un hervidero comercial y de vidilla callejera. En los días más furiosos de la represión democrática, por estas calles soplaban las balas del ejército boliviano que tenía la misión de terminar con los cortes de ruta y de paso impedir que la muchedumbre indígena urbana bajara a la ciudad; decenas de muertos, centenares de heridos, agudización de la pobreza familiar, intoxicación diaria por el bombardeo policial… nada pudo detener a los alteños y su rebelión popular que no buscaban otro cambio de gobierno sino que  terminar con el modelo neoliberal boliviano y sus instituciones democráticas fundadas en la exclusión social, racial, económica, política. Los efectos colaterales del sistema transformaron a la desesperanza en rebeldía organizada;  las organizaciones sociales, las asambleas populares y el comité cívico de la ciudad no se han desactivado con la llegada de Morales al Gobierno, siguen en permanente actividad social porque saben que ellos son el motor social de este cambio histórico que recorre Bolivia.

           

Cochabamba

            La ciudad está movida. Se respira un ambiente de agitación social, como callampas los centros culturales se esparcen por las calles, incesante actividad asambleísta de la confederación de campesinos. En la Universidad de San Simón los estudiantes están en campaña para elegir a los gobiernos estudiantiles y debaten micrófono en mano sobre los problemas que estrangulan a la educación superior boliviana que no fue privatizada pero si dañada de forma considerable. La voz de Víctor Jara que emana desde los altavoces recorre las calles del campus que están saturadas de murales, afiches, carteles, globos y un sin fin de mensajes que van mucho más allá de la coyuntura estudiantil.

            Ayer domingo la plaza 25 de junio estaba tomada por una orquesta evangélica de ritmo villero mientras en el centro histórico de la ciudad, donde antes se proyectaban películas, se arremolinaban cientos de almas en pena. Desde dentro de esos mausoleos de concreto emanaban gritos histéricos de «aleluya hermano», eso sí, todo matizado con ese ritmo canuto que día a día gana adeptos en las clases populares y medias de Latinoamérica; Gente humilde, trabajadora, desesperada, que han decidido dejar de cargar la cruz católica para entrar en otro laberinto religioso. La plaza ahora está tomada por hombres y mujeres que conversan de política y se organizan para enfrentar el oleaje derechista que lleva acabo el prefecto de la capital. En la plaza se comparte información, se analiza el proceso, y por sobre todo, se busca la unidad para fortalecer al movimiento social. Los que no conversan leen con atención el panel informativo que está en el centro de la plaza a cargo de una red social juvenil: «informamos cada día para no ser engañados»  

            Hoy en día la oposición política boliviana está fragmentada y sin proyecto político. Lo que existe es una política de oposición basada en la coyuntura departamental; por un lado Santa Cruz y la vía autonómica dinamizada por la oligarquía de la tierra y el empresariado, y por el otro, en Cochabamba, Manfred Villa, utiliza su poder de prefecto para convocar paros departamentales que no cuentan con el apoyo de la población en un intento de división social que busca la guerra entre pobres. Por eso se hace un llamado a estar informados y alertas para defender las conquistas sociales conseguidas no sólo en las urnas sino que sobre todo en las calles. Saben bien de lo que hablan; aún esta fresco el recuerdo de la guerra del agua (2001) que dejó un reguero de muertes en las calles cochabambinas. Y también el largo conflicto de baja intensidad que arrasó centenares de vidas campesinas en la región del Chapare. Las familias cultivadoras de hojas de coca se convirtieron en el nuevo enemigo interno fomentado por Washington y su lucha contra las drogas. Paradójicamente desde aquel territorio – machacado por aire, tierra y las vías fluviales que llevan al amazonas- sumido en la violencia y la pobreza más extrema, surgiría el movimiento que más ha dinamizado a Bolivia en la última década: los cocaleros. Con Evo Morales a la cabeza.

            Las altas esferas eclesiásticas también están nerviosas por la asunción del indigenismo. Dicen los hombres de sotana, rostro amargado y apellidos europeos que el gobierno desconoce la importancia del mestizaje en Bolivia y que hay una intencionalidad revanchista contra la población blanca, mestiza, teñida o con dinero. Acostumbrados los obispos a comer en las buenas mesas empresariales, se han aliado con la burguesía nacional y su lloriqueo infantil que habla de autoritarismo, perdida de la institucionalidad democrática y ausencia de un proyecto que involucre a los presuntos nuevos marginados. Para ello cuentan con la ayuda del Vaticano y su cabeza alemana. De ahí que no es casual que en la última visita de Ratzinger a Brasil, este haya alertado sobre «el peligro de las ideologías autoritarias que asoman nuevamente en el continente latinoamericano».Gran parte de la prensa boliviana repite hasta la saciedad que el papa no dio nombres ni de gobernantes ni países y que a priori, el gobierno de Morales se ha sentido aludido. Evo sólo ha dicho una frase «si quieren dejar de rezar y entrar a hacer política, bienvenidos sean.

            Dicen los señores de la curia católica que tienen la responsabilidad de guiar a los gobernantes y al pueblo por el buen camino. Hablan del evangelio como guía espiritual y gritan a los cuatro vientos que la libertad de expresión-de su expresión- los ampara para «decir las verdades» que otros no dicen. ¿Dónde estaban antes cuando el pueblo los necesitaba en las calles y no en las iglesias o en los despachos oficiales ofreciéndose siempre como mediadores para la continuidad de la injusticia o atragantándose de tanta comida en las recepciones diplomáticas?. Los curas de base, perdidos en el altiplano, en el oriente boliviano o en los márgenes sociales de las grandes urbes son los que a diario reciben el respeto de la gente, los otros, que intentan mantener su poder eclesiástico e influir en las decisiones de estado, deben ser reconducidos por el gobierno hacía su nicho natural, confinarlos al ámbito privado de su actividad religiosa. La separación real de poderes es hoy una necesidad para la nueva Bolivia en construcción, más aún, cuando la iglesia católica y sus representantes terrenales no están a la altura de las circunstancias.

            Basta ya de crías quinceañeras pariendo por doquier por la ausencia de medidas de planificación familiar que «atentan» contra el fundamentalismo católico en las zonas más empobrecidas del planeta. En Bolivia no sólo tienen que llover condones, pastillas anticonceptivas, de emergencia, DIU…. Es ahora cuando el proceso revolucionario debe volcarse con todo a erradicar la creencia popular de que todo hijo por nacer es una bendición divina; no más reproducción de la pobreza por ausencia de educación sexual. Basta de muertes hemorrágicas por abortos clandestinos, las entrañas de las mujeres populares e indígenas pagan su «osadía social» con la muerte, mientras las chicas de buena familia sólo recuerdan el comienzo del sopor anestésico en una clínica privada de murallas blancas. Septicemia moral.

 

Sucre

            Y han venido de todos los pueblos de la provincia para verlo; para confirmar lo que relatan las emisoras de onda corta y lo que cuentan los diarios. Esta vez han dejado en casa los machetes, palos y piedras, hoy no hace falta poner el cuerpo aymara, quechua o afro americano ante el plomo militar. Son días de fiesta porque la capital histórica de Bolivia celebra los 198 años desde el grito de libertad contra la corona española. Evo Morales y su gobierno se han trasladado hasta la ciudad por tres días. A las cinco de la mañana como de costumbre se reúne con las organizaciones sociales u otro estamento que lo requiera, durante todo el día se traslada de un punto a otro de la provincia de Chuquisaca; por la tarde hace entrega de tractores en el estadio de la ciudad y también inaugura una nueva radio comunitaria (9 en todo el país) que lentamente van tejiendo una red social de comunicación paralela y cercana. Cobra fuerza el discurso regionalista que quiere que Sucre vuelva a ser la capital boliviana y que se trasladen ahí todos los poderes del estado. Un dardo venenoso que pone en peligro la consolidación de la asamblea constituyente y agrega otro foco de desgaste que será explotado por quienes no cesan en su misión de dinamitar el proceso boliviano.   

             La prensa boliviana en su gran mayoría sigue bajo la matriz conservadora ahora neoliberal que representa a esa minoría burguesa que desde las trincheras periodísticas le dan caña al gobierno y alimentan hasta la saciedad su campaña del terror. Dependiente del conglomerado español Prisa, La Razón, es el diario boliviano más virulento contra el gobierno de Evo Morales. Desde aquella trinchera periodística se defiende con virulencia los intereses de las empresas transnacionales y de los círculos de poder boliviano; si es sobre el Tribunal Constitucional ahí están ellos para decir a toda página que el gobierno socava la institucionalidad democrática al intentar reemplazar a sus miembros que vienen y han representado siempre un sistema corrupto y compuesto por intereses políticos. Otros días por la mañana el boliviano común observa con pavor el titular de la prensa seria que habla sobre un inminente brote inflacionario, entonces viene a la cabeza de la población los peores momentos de la década de los ochenta en que la inflación sobrepasaba los miles por ciento (20.000%); siempre dedican más de una página a la «injerencia» venezolana en la política interna boliviana. Y como no, columnistas, redactores, analistas, pelagatos que creen en su cuarto poder salen en masa a defender la intromisión agresiva de la iglesia católica que ahora no quiere rezar sino que hacer política.

            El niño de los grandes ojos color almendra carga en su espalda la mochila roñosa que cada día lo acompaña a la escuela pública de Sucre. Una hora en autobús para llegar al pupitre y coger la lección, un sacrificio diario para darle la vuelta al futuro impuesto por la ruralidad que sólo conoce de penurias. Y quizás él no quiere pasarse toda la vida pastoreando con las llamas y vicuñas por los mismos senderos donde han transitado sus generaciones anteriores. Me imagino que piensa que, si Evo pudo porqué él no, mientras lee con atención la biografía no autorizada sobre el presidente. Ahora en Bolivia los sueños son tan grandes como la cordillera de los andes, el salar de Uyuni o el verde amazónico. Y no se trata de grandes sueños materialistas, críos como el de Sucre sueñan con una ducha caliente por las mañanas, un desayuno para no irse con la barriga vacía a estudiar la dolorosa historia boliviana o redes de agua potable para saciar la sed y no morir por infecciones menores que se ceban con los infantes. Sueñan con no agachar más la cabeza ante blancos y mestizos que se los quieren llevar como peones a la ciudad por un plato de comida y poco más, niños que quieren ver a sus hermanitas disfrutar de la niñez y adolescencia y no cooptadas por la tradición esclavista que les tiene preparada un sin fin de penurias sociales y sexuales en la casa de los patrones, también bolivianos.

 

Potosí

            Los mejores amaneceres son aquellos que no buscas sino que llegan por sí solos, son esos en que es mejor acariciar con el ojo lo que se vive, que apretar el dedo en el obturador para acumular un recuerdo más. Después de años de viajar por Bolivia uno sabe que los amaneceres en el altiplano tienen esos colores y ese silencio hermoso que después se nostalgia. En el Oriente es el sonido de los insectos, el sol caliente a las seis de la mañana y el verde esplendor de la selva. En Potosí el sol cae de lado, llega directamente hacía el cerro Rico de plata y estaño que se ruboriza de vergüenza cada amanecer cuando el pito de la sirena interrumpe la transición, y así, desde pequeños socavones comienzan a aparecer decenas, cientos de niños que terminan su jornada minera. Mascando coca bajan por las callejuelas hacía sus casas, se asean y calzan el uniforme para ir a la escuela y así con suerte recibir una taza de leche que los tendrá que sostener en pie hasta la noche, hasta el momento de volver a la mina y perder el hambre con los chiflones de agua ardiente, hoja de coca y cigarrillos morenos que primero se ofrecen al Tío; el patrón simbólico de la vida y la muerte.

            La ciudad tiene un dejo de tristeza pese a la recuperación minera y el bullicio de sus calles y mercados. Se palpa la dejadez histórica sobre su arquitectura colonial que se tambalea por sobrevivir. El cerro Rico está más erosionado que nunca, sus penurias y tragedias lo han descascarado pero pese a ello continua majestuoso. Ayer ha muerto un niño de doce años en sus entrañas; resbaló y cayó a un socavón de sesenta metros de profunda oscuridad. Ahora su cuerpo lo velan en su humilde casa, a los pies del cerro, familiares y compañeros de trabajo- también menores- mastican coca y beben alcohol de 96º para darle el último adiós al pendejo que lo dejó todo y se perdió en la mina intentando progresar a base de picotazo limpio con la roca.              

            En la calle los secundarios marchan para apoyar las medidas de la alcaldía que intentan frenar la estampa de críos alcoholizados vagando de un lado a otro que terminan enfrascándose en riñas absurdas para calmar tanto tormento al final del día. Las chicas adolescentes encabezan la manifestación, los chicos van atrás. Las mujeres siempre están a la cabeza de todo, desde niñas comprenden que ellas no son un engranaje sino que el motor para sostener una familia bajo sus hombros; un matriarcado no de discursos sino que de hechos, en el que cargan a sus espaldas con los críos y la organización social-económica del trabajo, mientras los hombres ahogan sus frustraciones en algún boliche popular con bandera roja en el techo, que indica inequívocamente, que hay chicha fresca.

Uyuni

            En el viaje a Uyuni dos adolescentes me han pedido el libro sobre Evo Morales y en las seis horas de trayecto se lo han devorado. En voz alta han intercambiado los papeles de lector-oyente, han repasado todos los capítulos y han vertido críticas agudas sobre el contenido y la forma, pese a ello, lo han leído con atención mientras el autobús zigzaguea montañas y valles con el rumbo fijo hacía el interior del altiplano andino. Acusan al autor de tintes racistas, dicen que el libro está escrito con mala leche cruceña y se mantienen firmes en su posición de apoyo a Evo. Son universitarios del altiplano y se sienten cerca de las penurias infantiles que Morales conoció en estas tierras de altura. Una y otra vez vuelven a leer lo pasajes de la biografía no autorizada que por momentos es demasiado redundante en los asuntos minimalistas.

             En la calle central de un pueblo polvoriento, frío y de gente buena se ha instalado un pequeño escenario donde durante toda la mañana ha desfilado lo más granado del arte popular a 3700 metros de altura para celebrar el día de la madre. Entre sorteos de canastas familiares, música andina, reggaeton, poesía infantil han congregado a parte de los diez mil quinientos habitantes que por suerte o desgracia se han refugiado acá. Por la mañana temprano los conscriptos se han cuadrado y luego han salido en desbandada a sus pueblos de origen para darle un beso bien gordo a la cabeza de familia.

            Mar de sal en el altiplano boliviano;             sobresaltos de la visión acostumbrada a medir el horizonte en hectómetros de concreto.