Quitar el hambre a 7.4 millones de mexicanos, el 63.2% del total de la población en pobreza extrema, que viven en los 400 municipios con los más altos índices de marginación, es el propósito central del Sistema Nacional contra el Hambre, creado por el decreto presidencial que firmó Enrique Peña en Las Margaritas, Chiapas. Hasta […]
Quitar el hambre a 7.4 millones de mexicanos, el 63.2% del total de la población en pobreza extrema, que viven en los 400 municipios con los más altos índices de marginación, es el propósito central del Sistema Nacional contra el Hambre, creado por el decreto presidencial que firmó Enrique Peña en Las Margaritas, Chiapas.
Hasta un costado del barrio tojolobal de Sacsalum llegaron las más arcaicas formas de la parafernalia del poder para reunir bajo una carpa monumental al gabinete legal y ampliado, a todos los gobernadores excepto el de Guerrero y Jalisco, al jefe de Gobierno, diputados y senadores, 122 alcaldes y una multitud de funcionarios chiapanecos con actitudes de fans ante Peña Nieto, quien tardó 30 minutos para arribar al presídium y que opositores como Marcos desean fuera presidio.
La absoluta mayoría de los 30 mil asistentes, según las cifras oficiales no avaladas por los reporteros locales que las disminuyeron a 15 mil, fueron pobres extremos e indígenas, así como algunos de sus caciques, traídos desde pasadas las siete horas del 21 de enero cuando el acto comenzó casi a las 14 horas. Un millón y medio de sus paisanos son el objetivo de la Cruzada Nacional contra el Hambre.
Con tal reedición de las formas escenográficas a las que es adicto el poder presidencial, el blanquiazul y el tricolor en plena segunda década del siglo XXI, resulta imposible no poner en duda que el programa Sin Hambre sea ajeno al asistencialismo y las prácticas clientelares que sellaron a todos sus antecesores, acaso desde La Marcha al Mar de Adolfo Ruiz Cortines hasta nuestros días.
Alinear la cruzada con el Programa Hambre Cero de la Organización de las Naciones Unidas; conformar un consejo para la supervisión y vigilancia de los resultados e invitar a éste al sector privado; cruzar 70 programas sociales de la Federación, los estados y los municipios; fortalecer las capacidades de desarrollo de las comunidades rurales y urbanas; así como la creación de brigadas para alfabetizar y apoyar programas productivos; todo ello está muy bien pero no constituye garantía alguna de que se remontará el tradicional carácter asistencialista de los programas antecesores y menos aún de que el clientelismo no haga como siempre su aporte en votos y «guardaditos» para las campañas electorales. Y si no que le pregunten a Josefina Vázquez Mota y, antes, a Carlos Rojas Gutiérrez. Allí está la Secretaría de Desarrollo Social saturada de políticos encabezados por Rosario Robles y ayuna de expertos en la materia.
Naturalmente que la anunciada implementación de mecanismos para ayudar a la gente a superar su condición de pobreza, «a través no sólo de alimentos sino con programas de empleos» y de «infraestructura de servicios para que todas las comunidades tengan agua, luz y drenaje», la alfabetización y las iniciativas para la producción, podrían hacer la gran diferencia.
Todo lo anterior, sin embargo, resultará insuficiente si no existe la indispensable voluntad presidencial y la capacidad del grupo gobernante para remontar las políticas asistencialistas y las aberrantes prácticas clientelares en el programa insignia de la política social.
Las formas empleadas en Las Margaritas, la costosísima escenografía del poder, indican que Enrique Peña Nieto está instalado en la reproducción de un pasado que amenaza con ser presente y hasta futuro, si las fuerzas del trabajo y de la cultura no revelan la capacidad necesaria para obligar a cuando menos introducir correcciones al modelo económico que en los últimos 30 años fabrica más pobres extremos, pobres a secas y multimillonarios de la aldea global.
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