Los ingleses trajeron el ferrocarril a la Pampa para llevar a cambio cueros que utilizarían en tuberías de minas de hierro, tan necesario para la construcción de ferrocarriles. Pero cada cosa no es sólo ella y su contrario, es además infinitas cosas en que se desdobla. De aquella mano de obra que movía al ferrocarril […]
Los ingleses trajeron el ferrocarril a la Pampa para llevar a cambio cueros que utilizarían en tuberías de minas de hierro, tan necesario para la construcción de ferrocarriles. Pero cada cosa no es sólo ella y su contrario, es además infinitas cosas en que se desdobla. De aquella mano de obra que movía al ferrocarril sabemos de un hombre específico que recorrió todo el país trabajando en diversas estaciones. Su hijo, un medio indio chiquito, durante su infancia fue escuchando todos los ritmos de su tierra, algo por lo cual, avanzado el siglo, todos agradeceríamos.
¿Qué sabemos de los primeros años de aquel mestizo? Sólo adivinamos que poseía un orgullo herido, pues aplicado al estudio de los incas, una tarde lluviosa, sentado en una mesa cortada a hachazos, descubrió un pasado glorioso y ahí mismo descubrió su nombre. ¿Cómo supo que durante milenios el hombre tuvo un nombre conocido por todos, y un segundo nombre, el verdadero, la esencia de nuestro ser, que a nadie era rebelado? No lo supo como lo sabe un erudito, sintió que allí, en el libro escolar, se revelaba ante él su verdadero nombre, el nombre que marcaría su destino.
El padre, atento a la sensibilidad del pequeño para la música, lo llevó a estudiar violín con el cura del pueblo. El cura lo disciplinó en los ritmos cultos europeos, pero una tarde en que lo sorprendió improvisando una vidalita lo expulsó airado. Hay momentos que marcan nuestra vida para siempre. Sabemos, cuando suceden, que serán momentos cruciales. Nadie más podía enseñar música en aquel pueblo, pero el amor del padre por su hijo lo llevó a encontrar un maestro de guitarra un poco lejos, así que nuestro indiecito díscolo y orgulloso y sensible, trepaba por los garrones a su caballo, andaba catorce kilómetros, tomaba su clase, y desandaba el camino, un camino siempre igual y siempre diferente. Uno imagina las cosas que hablaría y cantaría a su caballo, pero no necesita imaginar que el maestro le enseñó a acomodar la guitarra de tal manera que su cuerpo hiciera de caja de resonancia.
La prematura muerte del padre lo obliga a trabajar: se hace boxeador, periodista, maestro de escuela, tipógrafo, leñador, domador y cineasta. Nos cuenta de su oficio de cineasta: «Íbamos a los pueblitos con un proyector de cine en una carreta. Desplegábamos la pantalla de tela y cobrábamos veinte centavos a los que se sentaban de frente a la pantalla. A los que debían sentarse y ver desde atrás, con las letras al revés, les cobrábamos diez centavos».
Pero su destino lo llamaba, como a todos nos llama, y él era de esos que son valientes por miedo a la cobardía. Se lanza por los caminos buscando trabajo, pero llevando a la espalda su guitarra. Luego de la quema, por el día cortaba la caña de azucar, pero por la noche cantaba en los fogones, y en esos fogones y en los ojos titilantes de sus paisanos se descubrió a sí mismo y sintió la pura verdad como gustaba llamarla.
Así como un hermoso cuento o una canción se transmite de hombre en hombre porque encuentra eco en su alma, la fama de nuestro payador se extiende por la Pampa, como se extiende un fuego alimentado por el pampero. Y como era un hombre que gustaba entender las palabras como hechos, y había participado en una revolución contra una dictadura, fue apresado por los esbirros de turno.
Antes de meterlo en el calabozo agarraron su mano izquierda, la mano con la que hace acordes un guitarrista, y se la aplastaron con una máquina de escribir, y de sólo pensar en el carácter simbólico de este castigo, uno detiene el aliento. Pero el destino, desde aquellos pasos en la sacristía donde tocara una vidala, había entretejido sus hilos de una forma misteriosa, y aunque nuestro cantor ya no pudo ejecutar ciertas notas, salió de esa tortura convencido del poder de su canto que tanto molestaba, y agradecido a la sabia naturaleza, que con ese capricho que tiene de hacer de tarde en tarde un zurdo, le había salvado la capacidad de pulsar la guitarra.
Debe exiliarse. Viaja a París, pero París, como antes Buenos Aires, pasa desatenta ante el canto del indio. Con su pasaje de regreso ya en la mano, y derrotado, acepta ir a un cumpleaños, invitado por el poeta comunista Paul Éluard. Allí el destino vuelve a arrojar sobre la mesa un arcano de contenido milagroso. Los comensales de la fiesta sienten interés por escuchar al cantante exótico, y entre esos comensales se encontraba Edith Piaf, la Divina, y algo en el indio la llevó a su miserable infancia, donde debía ganarse el pan, vestida de harapos, cantando en las oscuras calles de los suburbios. Se le acerca y le dice: «Usted no puede irse sin que París lo oiga». El indiecito la escuchó, pero no le debe haber dado suficiente valor a sus palabras, pues al siguiente día, a la mañana, en tanto miraba las formas que se dibujaban en el techo bajo de una habitación donde se lo comían las pulgas, fue sorprendido por la visita del agente de la cantante. Un afiche fue pegado con engrudo en los muros de París: «El próximo 7 de julio, en el teatro La Máscara, Edith Piaf cantará para usted y para Atahualpa Yupanqui». Y aquella noche del 7 de julio, la cantante que había desafiado a la ocupación nazi, dejó fluir su vibrato en la primera mitad de la función, y luego del entreacto, nuestro cantor, sólo y pequeñito, perdido en el escenario con su guitarra, ocupó todo el recinto entonando un canto salido de la tierra.
La rueca del destino giraba ahora tejiendo filigranas encantadoras, y algún canal abriría en nuestro cantor, pues allí mismo, en París, conoció a Nenette, la mujer que sería su amor por el resto de sus días, el oasis donde ir a beber y el albergue donde el viajero cansado encontrará refugio, comida y un tibio lecho.
No son muchas las canciones de amor de nuestro poeta, acaso por no haber tenido luego la necesidad de conquistarla. Allí, con ella, pudo sentir también la pura verdad.
Pero le cantó a otros amores, como sus ancestros:
«me dan sus fuegos cálidos zondas,
me dan sus fuerzas bravos pamperos,
y en el misterio de las quebradas,
vaga la sombra de mis abuelos»
y a su tierra
«una voz bella quien la tuviera,
para cantarte toda la vida,
pero mi estrella me dio este acento,
y así te siento tierra querida»
y le cantó a lo que más le emocionaba de su tierra
«andaré por los cerros, selvas y llanos toda la vida,
arrimándole coplas a tu esperanza tierra querida».
El cantor no miente, no tenía una bella voz, pero hay bellezas que son plenas, que nos llenan, precisamente por su imperfección, por su necesaria, para nosotros, imperfección, de igual manera que tendemos a amar, a brindarle consuelo, a un ser enfermo e indefenso. Su indefensión es, precisamente, la que permite volcarle nuestro amor sin miedo a ser atacados.
No tenía una bella voz, y más hablaba que cantaba, pero a ese algo que transmite el canto no se llega por una afinación y un ritmo perfectos, se llega a través de algo que de ninguna manera puede ser entendido por el intelecto. En vano sesudos musicólogos acumularán argumentos. Hay cosas a las que no podemos llegar si no es por nuestra sensibilidad, algo muy por encima de esa cosa llamada inteligencia.
¿Por qué nos conmueve un canto acaso más sencillo y ayuno de florituras que otro que no nos mueve un pelo? Porque el cantante no canta con su voz, o canta en verdad con su verdadera voz, una voz que surge de sus profundidades, porque alguien viene y nos lleva de la mano a lugares inexplorados por nuestra vacilante inteligencia. A eso, a ese algo en la voz a que llegan Zitarrosa, Ray Charles, Gardel, Edith Piaf, Amália Rodrigues, Rubén Juárez y John Lennon, sólo se llega a través de la verdadera tarea de los alquimistas, la transmutación del barro de nuestro sufrimiento en el oro del canto estremecedor. Allí donde escuchemos un canto conmovedor podremos cavar tranquilos que encontraremos un profundo dolor germinado en un niño prostituido como Gardel, en un niño adoptivo como Zitarrosa, o en una niña parida en la calle, al lado de una farola, como Edith Piaf.
Tengo conmigo una primera edición de Atahualpa Yupanqui (con qué poder suenan estas palabras que significan El que viene de lejanas tierras para decirnos algo) que nunca he querido vender, un libro que acaso estuviera en sus manos, pues seguramente lo trajo a este lado del Río para regalárselo a algún amigo, a algún amor. Lo guardo también por su tapa: hay una tierra con yuyos y un cerro, y una guitarra en primer plano, pero es desde la tierra de dónde surgen las manos que pulsan esa guitarra. Es una imagen maravillosa.
Y algo más tengo para decirte en la despedida, acerca del secreto de su arte. Todo nuestro sistema de dominación se basa en que creas que eres algo diferente al ser que tengas al lado, no importa si es un hombre, una piedra o un pajarito. Nuestro cantor, en su canción más bella, nos dice:
«La milonga de la pampa es buen tiento pa tenzar
el lazo de un sentimiento que nadie podrá cortar.
Cuando trompiezo me caigo y en seguida sé pensar,
que el que no nació pa sapo ha de volverse a parar.
Yo no voy a la botica la medecina comprar
pulso la guitarra y canto, con cantos me sé curar»
Y esa es una canción dedicada a ese otro amor eterno, nacido para crecer de una vez y para siempre, a ese amor incondicional. Le canta a esa otra mujer, compañera inseparable de su vida:
«Guitarra, cuando me muera, tal vez con otro te irás
pero el viento es buen amigo, y tu canto me traerá»
Una vez, y ahora sí nos despedimos, nuestro amigo interpretaba su guitarra (sus discos originales, los tengo todos en vinilo, alternan canciones cantadas e instrumentales), estaba, como te digo, interpretando su guitarra cuando una lágrima rodó por su mejilla y calló en la guitarra y rodó por la guitarra. Entonces el amante dejó de interpretar, se sacó un pañuelo del bolsillo, secó la lágrima a la guitarra, secó la lágrima del rostro, y siguió tocando.
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