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Las inversiones extranjeras

De Cagliostro a Ménem: ¿mito o realidad?

Fuentes: Rebelión

En la Francia del siglo XVIII, vivió el famoso médico y ocultista José Bálsamo, más conocido como Conde de Cagliostro, que poseía (según él mismo afirmaba), un elixir maravilloso de su propia fabricación, que curaba todos los males. Los del cuerpo y los del alma. Así, pudo engañar a todos aquellos que querían ser engañados. […]

En la Francia del siglo XVIII, vivió el famoso médico y ocultista José Bálsamo, más conocido como Conde de Cagliostro, que poseía (según él mismo afirmaba), un elixir maravilloso de su propia fabricación, que curaba todos los males. Los del cuerpo y los del alma. Así, pudo engañar a todos aquellos que querían ser engañados. Cualquier problema, el paciente se tomaba unas gotas milagrosas y listo. El enfermo se recuperaba enseguida.

Con las «inversiones extranjeras», le pasa a nuestros «economistas» y a la mayoría de la opinión pública -diestra y mañosamente manejada-, lo que le pasaba a los cándidos con los remedios de Cagliostro. Creen, o por lo menos eso dicen, que si hay «inversiones» en el país, este crecerá, aumentará la riqueza, las fuentes de trabajo y todos viviremos mejor. De ahí la sanción de la inicua ley 21.832 sobre inversiones extranjeras (1976, t.o.1993), donde con el pretexto del artículo 20 de la Constitución Nacional, que equipara a los extranjeros los derechos de los naturales, eleva al mismo rango a los «inversores extranjeros» que quieran «colocar» su dinero en el país, pudiendo estos disponer de la manera que quieran del mismo y retirarlo cuando lo consideren pertinente, sin ninguna clase de obligaciones por su carácter. Su única «obligación» sería la ganancia, y desmedida en la gran mayoría de los casos, porque sino nadie arriesgaría su dinero en nuestro suelo a partir de 1976.

Las «inversiones» en un país de organización capitalista son indudablemente necesarias. También, claro, en un país de economía socialista o comunista. En aquel sistema las proporcionarán los particulares, sociedades o empresas y en estos últimos, directamente el Estado. Pero en la República Argentina ¿cuáles inversiones son útiles y cuáles no? Los extranjeros que invierten no lo hacen desde luego, ni por nuestra bonita cara, ni para ayudar al país, ni para ganar dignamente un 5 o un 10% anual (sueño atribuído por Charles Dickens al inglés promedio). Lo hacen -y nadie puede ser tan tonto como para no darse cuenta- para ganar todo el dinero que se pueda en el menor tiempo posible. Esto es como una ecuación matemática y algo tan seguro como las leyes astronómicas de Juan Kepler.

Entonces… ¿le convienen o no al país las «inversiones extranjeras»? Dilema. Se puede afirmar que convendrían o no según las condiciones y circunstancias en que se hagan. Se puede estar de acuerdo con esto último, pero… ¿no sería más conveniente buscar la capitalización del país en base a una recaudación fiscal óptima y al aprovechamiento del ahorro interno, aunque lleve tiempo para ello? Eso, más evitar a toda costa la fuga de los capitales originados en el país, tendría que ser el basamento de una política económica de prosperidad y de plena ocupación. ¿Por qué no siempre fue así y se buscó invariablemente la solución de nuestros problemas económicos en el extranjero? No sólo con las «inversiones» sino también con las doctrinas económicas. Claramente explica esto Manuel Ortíz Pereira (citado por Norberto Galasso en «Testimonios del precursor de FORJA», Centro Editor de América Latina SA, Bs.As.,1984, pag.40) ya en la década de 1930: «En cuanto a la obsesión de los argentinos por los libros y los autores extranjeros, no hay modo de describirla… los escritores, los oradores, los pensadores argentinos piensan con la cabeza de los autores extranjeros, citándolos, trayendo sus precedentes, copiando sus planes, esforzándose, en fin, por no decir, ni hacer cosas que no se hayan dicho o hecho en el exterior».

Sin ir tan lejos como al empréstito que tomara la provincia de Buenos Aires en 1822 de la Banca de Londres Baring Brothers, se puede afirmar que a partir de 1870 fue habitual tomar empréstitos en el extranjero, para paliar urgencias fiscales, sin reparar que era mucho más conveniente recurrir al ahorro particular y a un eventual -aunque costoso- ahorro fiscal. Es que estábamos imbuídos -y aún lo estamos- de las ideas liberales del S.XIX, manifestadas principalmente por Juan B. Alberdi en su «Bases, etc.» de 1853, que completara con su «Sistema económico y rentístico de la Confederación Argentina» (ver el capítulo «Los capitales son la civilización argentina»): cuanto más nos prestaran, más progresaríamos y más nos respetarían en el extranjero (supremo objetivo). Error que se viene repitiendo desde entonces, pese a que muchos patriotas denunciaran esta falsa y perjudicial manera de entender las cosas. Pero eran y son pocos. Así Carlos D’Amico en su «Buenos Aires, sus hombres, su política», (Edit.Americana, Buenos Aires l967,pág.168), afirmaba entre otras cosas hacia 1890: «Todas las proclamas sobre las ventajas que el país reporta con la introducción de capitales extranjeros son mentiras calculadas para sacarle al argentino crédulo e indolente, hasta el último peso que le haya producido su tierra, como el suave movimiento de las alas del vampiro sirve para sacar hasta la ùltima gota de sangre de su víctima dormida». Circunstancia que apreció el colombiano José María Vargas Vila, cuando visitó la Argentina cuando las Fiestas del Centenario de Mayo y apreció claramente quién era verdaderamente el dueño del país: «…entregar así, el suelo de la Patria para que lo beneficie el extranjero, es una rara forma de patriotismo que yo no me creo en el deber de aplaudir; la conquista por el oro extranjero, es más ultrajante que la conquista por el plomo extranjero; y un suelo vendido al extranjero u ocupado por él, no da derecho a ningún orgullo, sólo da derecho a una gran tristeza…» (en «Mi viaje a la Argentina»).

Volviendo a Manuel Ortíz Pereira, manifiesta en su libro «Por nuestra redención cultural y económica», (Buenos Aires, Peuser, 1928, pág.46): «Los economistas y los financistas argentinos nada piensan, nada hacen sin tener por delante la visión de los capitales extranjeros, y están lejos de sospechar que esos capitales aplicados a las actividades económicas o financieras de la Argentina, sirven para enriquecer a los extranjeros que viven y disfrutan sus rentas en cualquier parte menos en el país. En el país sólo actúan como empleadores de los argentinos en las tareas mecánicas, subalternas y mal remuneradas tendientes al enriquecimiento de ellos». Igualmente, Raúl Scalabrini Ortiz pudo decir hacia 1940: «…el imperialismo económico encontró aquí campo franco. Bajo su perniciosa influencia estamos en un marasmo que puede ser letal. Todo lo que nos rodea es falso o irreal. Es falsa la historia que nos enseñaron. Falsas las creencias económicas con que nos imbuyeron. Falsas las perspectivas mundiales que nos presentan y las disyuntivas políticas que nos ofrecen. Irreales las libertades que los textos aseguran… Todo lo material, todo lo venal, transmisible o reproductivo es extranjero o está sometido a la hegemonía extranjera». Se pueden seguir y seguir en el mismo sentido a diversos autores, hasta llegar a la actualidad. Pero una situación así como la descrita, de 1940, que parecía  superada, ahora se vuelve a mostrar plena de vigencia, gracias a los gobiernos que se sucedieron a partir de 1976 y en particular al del Innombrable (es decir, Carlos Saúl Menem), con su carga plena de corrupción.

A estas alturas, no podemos seguir equivocándonos. Por cada dólar o euro -que real o ficticiamente- se «invierte en el país», se llevan diez, veinte y aún más. Ya Perón había dicho en una oportunidad, que si el inversionista en la Argentina no gana en un año el capital invertido, le parece mal negocio.

Debemos tener en claro, que estas «inversiones» sólo nos pueden dar una solución temporaria y significa únicamente un parche para el momento. Migas para hoy y hambre para siempre. Como bien ha quedado demostrado desde 1976 a la fecha, con el neoliberalismo económico que se aplicara, apátrida, destructivo y corruptor.