Desde la lógica de quienes siendo marxistas, hemos estado acompañando a los pueblos originarios por los caminos de las autonomías basadas en los principios de la comunalidad, la democracia participativa y el principio de mandar obedeciendo, los procesos electorales que tienen lugar en países cuyos grupos gobernantes y oligárquicos asumen una posición de acatamiento subalterno […]
Desde la lógica de quienes siendo marxistas, hemos estado acompañando a los pueblos originarios por los caminos de las autonomías basadas en los principios de la comunalidad, la democracia participativa y el principio de mandar obedeciendo, los procesos electorales que tienen lugar en países cuyos grupos gobernantes y oligárquicos asumen una posición de acatamiento subalterno al modelo de mundialización capitalista neoliberal, representan mecanismos heterónomos a través de los cuales las clases dominantes, los aparatos coercitivos e ideológicos del Estado y los poderes facticos imponen a los candidatos que garantizan la reproducción de sus sistemas de explotación y dominación. Esta acción impositiva se lleva a cabo aún a costa de la transgresión de sus propios marcos jurídicos constitucionales y recurriendo a la dictadura mediática y la defraudación estructural, tradicional y electrónica para lograr violentar la voluntad popular.
La enseñanza reiterada que dejan los frustrados procesos electorales mexicanos presidenciales es que mientras no exista una correlación de fuerzas políticas y sociales, movimientos y procesos autónomos que desde abajo impongan nuevas reglas del juego, resulta desgastante y contraproducente para estos movimientos continuar participando en el ámbito electoral. No se ha destacado de manera suficiente que las experiencias latinoamericanas recientes en que las izquierdas han ganado la presidencia de sus respectivos países, Venezuela, Bolivia, Ecuador, por ejemplo, se han dado en contextos de franca ruptura del sistema tradicional de partidos, ya sea por la irrupción de masivos movimientos indígenas, ciudadanos o de variada naturaleza cívico-militar.
¿Por qué entonces en México, a los repetidos y monumentales fraudes electorales, siguen las mismas rutinas de esperar otros seis años más para lograr, ahora sí, el cambio verdadero, confiando en que la naturaleza autoritaria, corrupta, impositiva y tramposa del sistema imperante cambie y reconozca el triunfo de una izquierda moderna y bien portadita? No es posible continuar delegando nuestra representación y las esperanzas de cambio en el protagonismo de una izquierda institucionalizada, divorciada de las luchas anti sistémicas y de las que tienen lugar en contra de la guerra social, por la integridad y preservación de los territorios y sus recursos, contra el saqueo y la depredación capitalista.
Tampoco se trata de renunciar a ninguna forma de lucha social, incluyendo el ámbito electoral y parlamentario, ni a la forma partido como instrumento organizativo al servicio de la transformación social, siempre y cuando elecciones y partido tengan a los trabajadores y a los pueblos su propósito y razón de ser. El reciente triunfo del comandante Hugo Chávez para un nuevo periodo de su presidencia en la Republica Bolivariana de Venezuela, muestra una experiencia de participación electoral con abiertas posiciones socialistas que es refrendado por un 55% del electorado, con un 80% de participación ciudadana en el proceso.
En el otro polo equidistante, Enrique Peña Nieto ha sido impuesto como nuevo titular del ejecutivo federal para dar continuidad a las políticas neoliberales, profundizar las «reformas estructurales», como la grotesca reforma laboral que acaban de aprobar, seguir la privatización de PEMEX, los turbios negocios al amparo del poder público, incluyendo el narcotráfico, y asegurar la impunidad para los crímenes de lesa humanidad cometidos durante el gobierno de Felipe Calderón. El fraude estructural del sistema político mexicano conllevó el escandaloso sobregiro en los topes económicos de campaña, la coacción de la ciudadanía por sindicatos oficialistas, patrones y sicarios, la compra de sufragios con dinero en efectivo, despensas, cemento o tarjetas de prepago, las encuestas que no miden sino norman intenciones de voto, la dictadura mediática que construye y destruye candidatos y que, de paso, se embolsa exorbitantes sumas de dinero; además de las autoridades y tribunales electorales omisos a sus obligaciones y cómplices de esas prácticas de corrupción extendida y masiva. Todo ello, más los denunciados actos de defraudación directa en las casillas, con las múltiples «técnicas» que han ganado fama universal, hicieron realidad el regreso del Partido Revolucionario Institucional a la presidencia de la República, a contracorriente de una sociedad civil indignada y un movimiento de jóvenes que pese a su fecunda toma de conciencia no pudieron revertir el golpe orquestado por el grupo oligárquico el 1 de julio del 2012.
Por su parte, las izquierdas electorales mexicanas, pese a las traumáticas experiencias del 1988 y 2006, y sin que mediara una autocritica sobre su actuación pasada, no se organizaron ni organizaron a la sociedad para revertir el fraude que venía preparándose meses antes de las elecciones; entrampadas en la institucionalidad de la que forman parte, asumieron nuevamente -sin fundamento alguno– actitudes triunfalistas, mientras sus intelectuales perdieron el sentido de la crítica hacia su candidato, sus posiciones equivocas en temas fundamentales y el contenido ambivalente y gris de una campaña salvada por la irrupción juvenil que vino a darle una impronta inesperada; sus organismos partidistas se alejaron de movimientos sociales importantes, como el de los pueblos indígenas, o el que se pronuncia en contra de la guerra social encubierta en la «lucha contra el narcotráfico», o el que denuncia la abierta injerencia de Estados Unidos en nuestro país; así, firmando «pactos de civilidad» a sabiendas de que los operativos fraudulentos estaban en marcha, resultaron amorosamente indulgentes con grupos empresariales, clericales y con priistas recientemente conversos, entre ellos, quien en 1988 operó la «caída del sistema» y otro, subsecretario de gobernación, actual gobernador de Tabasco, dentro del «progresismo».
Esta sería la tercera ocasión, en los últimos años, en que el pueblo mexicano experimenta la derrota en sus esfuerzos por una transición realmente democrática, de modo que habría que preguntarse por la viabilidad de procedimientos electorales impuestos por el capitalismo neoliberal y acatados dócilmente por partidos que en cada una de estas frustraciones estratégicas no pierden del todo, como pierde la democracia de manera ignominiosa, sino que, por el contrario, ganan. Ganan gobiernos estatales, municipales, delegacionales, curules en el Congreso de la Unión y en congresos locales y reciben cuantiosas prerrogativas económicas para sostener sus aparatos burocráticos. Estos organismos partidistas, más que interesados en luchar en contra de la aceitada imposición de Peña Nieto, se apresuraron a reconocerlo, antes de que cantara el gallo, como presidente «electo».
Algunos pueden preguntarse si una eventual incorporación al voto por la izquierda institucional por parte de aquellos que han cuestionado en estas condiciones la vía electoral en nuestro país hubiese sido decisoria en los resultados a modo que nuevamente impuso el sistema. Quizás, un programa de izquierda de otra índole pudiese haber sumado más votos, pero su monto final nada tiene nada que ver con la magnitud del tercer mega fraude ni con el aparato estructural que lo hizo posible. Quienes hemos mantenido una posición crítica frente al régimen de partidos de Estado, fuimos cautos en expresarnos en contra de la opción de millones de ciudadanos que confiaron nuevamente en el posibilismo de los procesos electorales bajo un sistema esencialmente negatorio del ejercicio efectivo de la democracia representativa.
De ahí el hartazgo que se expresa en los jóvenes de #YoSoy132 y en quienes por décadas han tratado de cambiar el rumbo del país, desde muy diversas posiciones políticas e ideológicas, y algunos de ellos, a partir de todas las formas de lucha, incluyendo la armada. Es alentador que la continuidad con las luchas sociales del pueblo mexicano se exprese explícitamente desde el movimiento juvenil que irrumpió en mayo. La memoria se constituye en acervo que servirá para paliar los ataques que ya están recibiendo desde el poder.
Asimismo, desde la lógica del marxismo libertario representado en una gran pensadora y revolucionaria, como Rosa Luxemburgo, la acción autónoma de las masas es la clave para entender la lucha por la trasformación radical de la sociedad capitalista. Por ello, en un debate sobre la democracia, elecciones y socialismo en América Latina cobra una gran importancia sus planteamientos sobre la transformación socialista no como un «día decisivo», sino como un proceso que puede comenzar aquí y ahora, por el cambio en la correlación de fuerzas, en las estructuras de poder y de propiedad, en la innovación institucional, que lleve a una ruptura, en el caso mexicano, del régimen de partidos de Estado como el que se ha impuesto por tercera ocasión a los afanes del pueblo mexicano por transitar por la vía electoral hacía una supuesta transición democrática.
El socialismo -señalaba Luxemburgo– no puede ser realizado por decretos ni es un cambio de gobierno llevada a cabo por una minoría, sino una trasformación radical de la antigua sociedad, en todos los planos, por la acción autónoma de los trabajadores. Advirtió y critico los procesos de burocratización de la socialdemocracia partidaria y los sindicatos. En este sentido, Rosa Luxemburgo se opone a la idea del socialismo como estatización de los medios de producción sin control de los trabajadores, camino para una inevitable burocratización. Con la revolución alemana en marcha, la democracia socialista pasa a significar concretamente, para Rosa Luxemburgo, un gobierno consejista, muy similar, guardando las diferencias en tiempo y condiciones, al que se establece en la Comuna de Paris, en 1871, o en las actuales Juntas de Buen Gobierno zapatista. Los consejos, organismos de base electos por los obreros y soldados, de acuerdo al programa de la Liga Espartaco, serían la nueva forma de poder estatal para sustituir los órganos heredados de la dominación burguesa; democracia socialista significaba en aquel contexto el autogobierno de los productores. Isabel Maria Loureiro, en su libro Rosa Luxemburgo: los dilemas de la acción revolucionaria[3], identifica una idea rectora de su pensamiento que es de gran utilidad para el tema que nos ocupa: «Para Rosa Luxemburgo, así como para los movimientos sociales de nuestra época, es la participación de los de abajo de la que proviene la esperanza de cambiar el mundo…No debemos esperar nada de hombres providenciales. Cualquier cambio radical, en el sentido de un proyecto emancipador, solo puede resultar de la presión social de abajo a arriba».[4]
Por ello, el EZLN en su Sexta Declaración, más vigente que nunca, estableció con claridad su política de alianzas con organizaciones y movimientos no electorales que se definan, «en teoría y práctica, como de izquierda», de acuerdo a condiciones que evidentemente no reúnen los partidos de esa izquierda institucionalizada:
«No hacer acuerdos arriba para imponer abajo, sino hacer acuerdos para ir juntos a escuchar y a organizar la indignación; no levantar movimientos que sean después negociados a espaldas de quienes los hacen, sino tomar en cuenta siempre la opinión de quienes participan; no buscar regalitos, posiciones, ventajas, puestos públicos, del Poder o de quien aspira a él, sino ir más lejos de los calendarios electorales; no tratar de resolver desde arriba los problemas de nuestra Nación, sino construir desde abajo y por abajo una alternativa a la destrucción neoliberal, una alternativa de izquierda para México.»
Esta alternativa debe tomar en cuenta para los próximos años y para la elaboración de un programa de lucha con las características que el zapatismo ha buscado durante estos años, sin lograrlo, el análisis de la cuestión nacional, en la actual fase del desarrollo capitalista, la cual se configura a partir de tres grandes ámbitos de relaciones políticas, sociales, económicas, ideológicas y culturales estrechamente relacionadas. El primero es la forma en que las clases y sus distintos sectores conforman un sistema de hegemonía nacional, ya sea como grupo dominante o subalterno en permanente conflicto. En ese marco, es importante analizar cómo se lleva a cabo la explotación de la gran mayoría de trabajadores y la obtención de la plusvalía por un grupo dominante, que en México no pasa de uno por ciento de la población. Aquí es importante analizar, por ejemplo, los cambios que tendrán lugar con la reforma laboral en el carácter de la dominación de la fuerza de trabajo.
También, dado que la guerra social seguirá con Peña Nieto, es necesario estudiar el papel del Estado en el ejercicio de la violencia sistémica por la vía directa de sus fuerzas armadas, o de la disciplinada adopción de estrategias imperiales que militarizan el país y utilizan sujetos desclasados, como criminales y paramilitares, todo lo cual ha ocasionado una guerra con cerca de 80 mil muertos, miles de desaparecidos y desplazados.
Así, no se trata de adoptar una u otra política de seguridad, combatir la pobreza, o lograr una educación de calidad, y tantas otros ofertas expuestas en el pasado proceso electoral, sin tomar en cuenta las realidades de la explotación capitalista en la transnacionalización neoliberal por la que actualmente atravesamos, en la que la polarización entre pobres y ricos, hecho inherente al sistema, alcanza niveles exponenciales, y en la que la violencia estatal-delincuencial se intensifica y masifica en países como el nuestro, donde sus grupos dominantes integran gobiernos delincuenciales que declaran una guerra interna y desmantelan el estado de derecho, colocando a la sociedad en una deriva de incertidumbre y violencia constantes. Por ello, el concepto de Estados criminales es de destacarse. El jurista italiano Liugi Ferrajoli vincula el fracaso de las democracias en todo el mundo con el triunfo de la ilegalidad, la quiebra del estado de derecho y la violación sistemática de las Constituciones nacionales, a partir de un concepto que él denomina criminalidad del poder.
El segundo ámbito de relaciones es la articulación de la nación con los sistemas mundiales de control económico, político y militar del bloque imperialista encabezado por Estados Unidos; el grado de dominio que las grandes corporaciones capitalistas ejercen sobre nuestra patria y sus recursos estratégicos y naturales; el control sobre su mano de obra, tanto aquí como del otro lado de la frontera norte. Aquí corresponde analizar los resultados desastrosos en México del Tratado de Libre Comercio (TLC), en todas las esferas de la economía, en la crisis del campo, en el fin de la autosuficiencia alimentaria, en el desmantelamiento de las pequeñas y medianas industrias, así como en la creciente pérdida de soberanía en otros rubros estratégicos, como los acuerdos militares y de seguridad, como ASPAN y la Iniciativa Mérida, que ni siquiera pasaron por el Congreso para su revisión y aprobación; o en la injerencia cada vez mayor de organismos de inteligencia estadunidenses en las fuerzas armadas y aparatos de seguridad mexicanos, con la espléndida justificación de la guerra contra el narco-terrorismo. Así, demandar tratos equitativos y relaciones de mutuo respeto, como lo hizo el candidato de la izquierda institucional, o aprovechar los 3 mil kilómetros de frontera común, sin tomar en cuenta la dependencia estructural subordinada de México a Estados Unidos, resulta, por lo menos, una quimera.
El tercer ámbito remite a la composición étnica y a las relaciones de género al interior de la nación, manifiesto en la presencia histórica y permanente de diversos pueblos indígenas, en la subsistencia del racismo, el sexismo y la discriminación de variados alcances, también intrínsecos al capitalismo; en la sobrevivencia de estructuras preferentes de explotación y dominación al interior de las clases, que González Casanova ha denominado colonialismo interno, que hace posible que los más excluidos y oprimidos sigan siendo, en pleno siglo XXI, los pueblos originarios, quienes, no obstante, resisten creativamente las políticas del capitalismo con base en autonomías de facto, en las que se ejercen formas renovadas de democracia directa que la clase política desprecia olímpicamente, observando a la alteridad sólo desde la óptica del paternalismo y los sujetos víctimas.
Estos diagnósticos de los grandes problemas nacionales que enfrentan millones de mexicanos, como la guerra y sus secuelas, la pobreza e incluso la miseria de más de la mitad de la población, en tanto que productos de la sobrexplotación capitalista, así como la violencia sin límites que pretende causar terror, la impunidad de los perpetradores de toda clase de crímenes, incluyendo de lesa humanidad, la injerencia y el dominio imperialistas, etcétera, que son negados, diluidos, fragmentados, manipulados, aislados desde la distorsión cognitiva de la izquierda institucionalizada, deben ser la base de conocimiento mínimo de cualquier programa de lucha por la transformación revolucionaria de nuestra patria y el establecimiento de un socialismo democrático y libertario.
Con estas coordenadas sobre la cuestión nacional, la izquierda anticapitalista debe encontrar los caminos para su unidad en las diferencias. No obstante, la unidad se construye en el debate de ideas. Los millones de personas que apoyaron a AMLO y a la izquierda institucionalizada deberán darse cuenta que la construcción de un nuevo partido, en este caso el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), siguiendo los mismos pasos que siguió el Partido de la Revolución Democrática, esto es, integrar estructuras de dirección desde arriba y con el propósito de nuevamente participar en elecciones, sin mediar un cambio substancial en la correlación de fuerzas, reglas del juego y una profunda autocritica sobre su desempeño en los últimos años, llevará a nuevos fracasos y decepciones. Algunos analistas han referido sobre la ambigüedad en los términos del retiro de este movimiento de la alianza progresista que apoyo a su candidato en las elecciones de 2012, nueve largos días después que el Tribunal Electoral otorgara la constancia de presidente electo a Peña Nieto, el silencio de AMLO sobre el apresurado reconocimiento al nuevo gobierno de los gobernadores electos, legisladores y dirigencia partidaria, algunos de ellos en Morena, el reforzamiento del sistema de partidos de Estado, esto es, la partidocracia, que implica la creación de uno más.
Por su parte, el movimiento social deberá pasar de la mera denuncia de las condiciones por cierto de suma gravedad por las que atraviesa el país, a una etapa de construcción de alternativas organizativas que otorguen direccionalidad, centralidad y proyección nacional a estos esfuerzos, respetando la especificidad y autonomía de cada movimiento y organización. Esto significa, incidir en la vida política nacional por sobre la dictadura mediática que tratara de invisibilizar, estigmatizar o criminalizar cualquier movimiento opositor. La convocatoria de un Congreso Nacional Constituyente, Frente Patriótico, Junta Patriótica, o alguna otra forma organizativa que agrupe las manifestaciones aisladas de numerosas organizaciones y que proponga una unidad de acción bajo consignas en las que todos y todas puedan sentirse representados, por ejemplo, una variante de la demanda histórica que se exprese en la consigna: «paz, pan, trabajo y patria».
La incorporación de los jóvenes agrupados en el movimiento #YoSoy132 en iniciativas estratégicas como ésta, con la inventiva y persistencia que han imprimido a sus acciones contra la imposición y en contra de la reforma laboral, será fundamental para la creación de un polo opositor anticapitalista que realmente transforme nuestra realidad nacional. Aquí es importante reconocer la incapacidad de la izquierda social para encontrar formas que trasciendan los estrechos márgenes de un activismo defensivo y reactivo, sin perspectivas estratégicas, a la saga de las luchas espontaneas y sin la suficiente fuerza para contener agresiones directas como la reforma laboral.
El movimiento indígena, además de los enormes esfuerzos que dedica a fortalecer sus procesos autonómicos y a defenderse de la contrainsurgencia, el crimen organizado, la invasión de las corporaciones mineras, turísticas y de otra naturaleza, deberá reorganizar el Congreso Nacional Indígena y otras formas organizativas que permitan su participación activa en un programa nacional de lucha de los explotados mexicanos. La articulación con luchas nacionales debe lograrse, si no se corre el riesgo de ser aniquilado por las fuerzas represivas del Estado, la invasión de las corporaciones, que incluyen el narcotráfico, o el desgaste del propio movimiento que lleve a contradicciones internas insuperables.
Asimismo, el movimiento nacional anticapitalista deberá dar importancia fundamental al estudio, la preparación, lo que los antropólogos hemos llamado «fortalecimiento del sujeto autonómico», a partir de talleres, conversatorios, intercambio de saberes, círculos de estudio, que desgraciadamente fueron abandonados por muchos sectores de los movimientos populares que, en su activismo, han renunciado a la necesaria reflexión permanente, al análisis sistemático, a la elaboración teórica de sus experiencias. Aquí tienen un papel que jugar ese sector de la academia y el ámbito de la intelectualidad, que no han sido cooptados por la zanahoria de la excelencia y el premio al productivismo, que promueven el individualismo, la competencia y el abandono del compromiso ético y social.
La izquierda actual, después de las experiencias traumáticas de la burocratización del socialismo real, se define en función de que tanto es capaz de mantener una posición de congruencia ética y coadyuvar a construir poder popular en formas de democracia participativa que impida precisamente la utilización de aparatos políticos para el encumbramiento y ascenso social de unos pocos. En cada paso que se dé, es necesario asegurar la amplia participación de las masas en los procesos políticos y en la toma de decisiones sobre su direccionalidad. En la medida en que la izquierda lucha por estos elementos fundamentales, es realmente una izquierda. Si lo que va a desarrollar son programas sociales y representaciones permanentes en nombre de las masas populares, entonces, es otra cosa: eso es reformismo en el más estricto sentido del término.
De ahí la importancia de la consigna zapatista de «para todos todo, para nosotros nada», que no implica en circunstancia alguna una especie renovada de martirologio, sino que establece un distanciamiento de las formas de hacer política propias de las concepciones vanguardistas. De aquí la importancia de la crítica temprana de Rosa Luxemburgo al modelo soviético que se construía y el planteamiento de Raya Dunayevskaya sobre la suplantación de la clase por el partido y todas sus críticas al vanguardismo para la posibilidad de una verdadera revolución socialista, horizontal, participativa y en la que todos y todas tenemos un papel que jugar.
Catedra Carlos Marx. Mesa de debate 1. Democracia, elecciones y socialismo en América. Encuentro 2012, Universidad Autónoma del Estado de Morelos. Cuernavaca, Morelos, 19 de octubre de 2102.
Doctor en Antropología. Profesor-Investigador del Instituto Nacional de Antropología e Historia, delegación Morelos.
[3] Isabel Maria Loureiro. Rosa Luxemburg: os dilemas da ação revolucionaria. Brasil: Unesp, Fundação Perseu Abramo, Rls, 2003.
[4] Isabel Maria Loureiro. Ob. cit., p. 37
Fuente original: http://www.enelvolcan.com/oct2012/182-de-caminos-electorales-y-logicas-marxistas#_ftn1