Creo que en política, los que han sufrido una derrota, y aún no encuentran el camino para superar sus efectos, deben darse y dar explicaciones sobre el revés sufrido, reflexionar sobre el modo de convertirlo en una experiencia aleccionadora con miras a una recuperación futura. En ningún caso pedirlas a quienes no secundaron sus propósitos, […]
Creo que en política, los que han sufrido una derrota, y aún no encuentran el camino para superar sus efectos, deben darse y dar explicaciones sobre el revés sufrido, reflexionar sobre el modo de convertirlo en una experiencia aleccionadora con miras a una recuperación futura. En ningún caso pedirlas a quienes no secundaron sus propósitos, menos en tono airado, increpándolos por no haber tenido la supuesta lucidez de acompañar al proyecto derrotado, sea en el plano electoral o en otro tipo de acciones.
Escribo esto pensando en la actitud de muchos compañeros kirchneristas, adoptada desde el mismo día de las últimas elecciones presidenciales, y en general sostenida y acentuada hasta ahora. Casi desde la jornada siguiente a que Mauricio Macri asumiera como presidente, se agregó un nuevo tópico para estigmatizar a quienes lo votaron, y también a los lo hicieron en blanco, estos últimos una pequeña minoría, cuya magnitud e influencia se magnifica a veces, a conciencia o por desconocimiento. Me refiero a la exhortación constante, cada vez más urgida e hiriente, a que los «macristas» se arrepientan del terrible error cometido. Se lo piden, mejor, se lo exigen, al modo de la dolorosa contrición que requiere una iglesia de sus feligreses descarriados.
Se lo hizo desde el comienzo, sin esperar a nadie para que haga su experiencia y reflexione. Todo lo contrario. «¿Entienden ahora lo que hicieron, el mal que nos causaron a todos?» «Querían el cambio, ahora jódanse, lástima que nos jodemos junto con ustedes», «Cómo pueden ser tan necios, todavía lo siguen apoyando. ¿No tuvieron bastante con todo esto?» «Hundieron al país, ahora pueden estar contentos». Se podría alargar el listado de finos hallazgos político-culturales por varias carillas. Todo el tiempo, proferidos desde antes de diciembre de 2015 hasta la fecha. Muchas veces se desciende al insulto, directo, sin tapujos, preguntándose cómo pueden ser tan «imbéciles», «egoístas» o «ignorantes».
Y todo esto sin distinciones de ningún tipo. No se diferencia entre la cuarta parte apenas de la sociedad que sufragó por Macri ya desde las PASO, los que lo hicieron en la primera vuelta, y quienes lo votaron in extremis, muchas veces con serias vacilaciones, pero huyendo de la boleta con el nombre de Daniel Scioli, al que una buena parte sufrió durante ocho años como desastroso gobernador de la provincia de Buenos Aires, y casi todos recuerdan como el frívolo millonario que entró a la política aupado por Carlos Menem. Estos «detalles» no importan, parece. Para la mirada ofuscada, todos son culpables, todos igualmente «macristas». No valen las distinciones entre el militante del Pro a jornada completa desde hace años, y el que votó en 2007 y 2011 por CFK, y no lo hizo por Scioli por variadas razones, muchas de ellas comprensibles, dignas de ser examinadas. ¿O acaso era un espejismo la inflación por arriba del 20% anual? ¿Lo era el bajo nivel de crecimiento de los últimos años? ¿Era inmotivado dierto hartazgo con los modos de ejercer el gobierno en el lapso 2003-2015, o con con el poco sentido de la realidad de quienes minimizaban la inflación o peroraban sobre que Argentina tenía menos pobreza que Alemania.? Que haya otros motivos para el voto a Macri menos válidos y comprensibles, no invalida a estos otros.
Tampoco se juzga necesario diferenciar entre el próspero burgués, o los que aspiran a serlo, que sostienen la mirada clasista y reaccionaria de siempre, disfrazada de condena ética y «republicanismo», de los descontentos sólo en parte con el rumbo de la década ganada, que en la segunda vuelta supusieron que cualquier cosa era mejor que candidatos que no representaban lo que para ellos era lo mejor del kirchnerismo, pero encarnaban con claridad aquello que no querían que continuara. No se salvan del menosprecio los trabajadores con salarios aceptables, «privilegiados y egoístas», que se supone priorizaron la promesa de suprimir el impuesto a las ganancias, y otros optimismos vaporosos, en vez de responder a esa «identidad peronista», que se cree albergan siempre igual a sí misma. En cuánto a los «pobres de toda pobreza» que terminaron por ingresar en la urna la boleta de Cambiemos, bien se opta por ignorar de modo olímpico su existencia, bien por cubrirlos con improperios que, de estar en boca de otros, serían juzgados como síntomas del peor gorilismo. Balcón francés en el teatro de los réprobos merecen los que «facilitaron el triunfo de la peor derecha», negándose a considerar el balotaje como una lucha a brazo partido entre la burguesía «antinacional», y el proyecto nacional y popular, extrañamente encarnado en el dueño de «La Ñata». Ya en miradas algo afiebradas, aparece a veces la conjetura de que muchos de esos «pseudoizquierdistas perversos», hicieron campaña por el voto en blanco, y en la privacidad del «cuarto oscuro» se pronunciaron arteramente por Macri.
No es una novedad que, ante el fracaso de las previsiones propias y ajenas, frente a lo inesperado y aún impensado de un contraste, el comprensible enojo tome como objeto, en todo o en parte, no los propios yerros y deficiencias, sino la supuesta incomprensión o indiferencia de los que dieron la espalda. Que se suponga que el proyecto de sociedad al que se adhiere y la fuerza política que lo sostiene, están por encima del abstracto «nivel medio», de la sociedad en que se desenvuelven. Y que en el debe se coloquen sólo los «problemas de comunicación» o la supuesta traición de los propios que no acompañaron, o no lo hicieron con el entusiasmo suficiente. Podría hasta decirse que, al principio, ocurre casi siempre. Pero, en general, por un tiempo breve, como primera reacción a la decepción, a cierta sensación de desamparo en las horas sombrías.
A veces esa actitud se prolonga, pero sólo en una porción, que va en disminución más o menos rápida, de quienes aspiran con seriedad a recuperarse del contraste sufrido. El resto comienza, de a poco, a tomar el camino de la crítica, radical y hasta feroz, si es necesario, a quienes ahora ostentan el poder, pero acompañándola con una actitud de reconstrucción del propio campo, con la actitud de comprensión como ingrediente. El respaldo no puede ser otro que el esfuerzo de comprender y en lo posible de llevar, de nuevo o por primera vez, a la corriente a la que se pertenece, a los que decidieron tomar otro camino. Incluso cuando se juzga a esa senda como profundamente equivocada y hasta de efectos destructivos.
En otras épocas, en distintas latitudes, hubo quienes supieron hacerlo, a partir de la activa militancia y el entusiasmo por la propia causa. Los comunistas italianos, después de la segunda guerra, supieron dirigirse a los millones de trabajadores y pequeños burgueses que apoyaron en su momento a Mussolini. Aún a sabiendas de que gran parte de ellos habían asistido en silencio, a veces complacido, al encarcelamiento, la tortura, el asesinato brutal, de muchos de sus compañeros. Que incluso no eran pocos entre ellos los que habían aplaudido a rabiar, cubiertos con las camisas negras del fascismo. Allí no se trataba de un voto más o menos, sino de hechos terribles, prolongados además por más de dos décadas. Sin embargo, los hombres del P.C italiano desarrollaron su tarea militante, sin olvidar nada, pero convirtiendo sus tremendos y precisos recuerdos en un bagaje constructivo. Claro que, sabiéndolo o no, seguían el sendero de Antonio Gramsci, el que decía que era necesario «saber», pero también «comprender», y más aún «sentir». Lograron que muchos que habían sido simpatizantes o indiferentes frente a la dictadura fascista, terminaran votando a los comunistas, desde el inicio de la posguerra, o sólo unos años después, y el caudal fue subiendo hasta convertirse en dolor de cabeza para los heraldos de la guerra fría. Sabemos que con el tiempo esa tarea esforzada, casi heroica, terminó puesta al servicio de la «moderación», «socialdemocratización» y por último «neoliberalización», del PC italiano y de las organizaciones que lo sucedieron, pero esa es otra historia que la que aquí nos interesa.
Lamento que poco, o al menos en medida insuficiente, de un espíritu y una acción semejante a la que acabo de referirme se vea hoy entre los que, con diversos grados de fervor y continuidad, apoyaron a los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner, y juzgaron desde la primera vuelta que el voto por el FPV en octubre de 2015 era lo mejor entre lo disponible. Más bien existen hoy promesas de retorno, arropadas con un «vamos a volver…» que corre riesgo de convertirse en un llamado nostálgico, en lugar de en consigna activa y operante. Y rencores, a veces vociferantes, contra los que muestran otras inclinaciones y simpatías.
No se trata de justificar, menos de estar de acuerdo, con lo que los de la «vereda de enfrente» hacen y piensan, hicieron y pensaron. Sí de explicarse, comprender, ponerse en su lugar, diferenciar entre unos y otros, distinguiendo al que siempre seguirá el rumbo opuesto, del que puede encauzarse en otra dirección, más afín a la que se considera correcta, sin que sea necesariamente la misma que la propia.
Esa me parece una base para hacer una política de alcance estratégico, no anclada en una coyuntura, ni obsesionada de modo lineal por un resultado electoral que todavía no se sabe cómo revertir. Tengo la impresión de que no son muchos los que empezaron ya a avanzar por ese camino. Falta, todavía, optimismo fecundo, y no automático e impostado, y sobra resentimiento, y dificultad para salir de la sensación de haber sufrido un castigo inmerecido, que no reconoció méritos ni logros. En esa dirección no se va hacia transformaciones sociales reales y profundas, y tal vez ni siquiera a la obtención de triunfos electorales, salvo tal vez resignándose a que campen a sus anchas los «políticos profesionales», esos mediocres sin otra convicción que la que indica que nunca debe ofenderse seriamente a los dueños del poder económico, social y cultural, ni otro factor de impulso que medrar en el aparato estatal y las estructuras partidarias y sindicales, en lo posible con riquezas millonarias como resultado.
De consolidarse este rumbo, que más bien parece la falta de un sendero que conduzca a alguna parte, seguro que no se contribuirá mucho, o menos de lo que sería posible y deseable, a contener y revertir el avance del gran capital en su ofensiva permanente contra los trabajadores y los pobres. Es probable que ni siquiera se alcancen resultados «felices» en las elecciones venideras. Y no sería extraño que la victoria del Pro y sus aliados se repita en 2017, 2019, incluso 2023. ¿O alguien puede decretar como imposible que la ínclita gobernadora bonaerense instaure su ya por entonces no tan juvenil sonrisa al frente de un «tercer período» de presidentes del Pro? ¿Terrible perspectiva? Sin duda.
Lo también indudable es que el modo de evitarla y, sobre todo, de que las clases populares tomen la iniciativa e impongan un camino, no ya distinto, sino opuesto, no de conciliación más o menos amable con el gran capital sino de enfrentamiento franco, y si fuera posible, así sea como ideal mediato, de destrucción de su poderío, no es el del resentimiento, la nostalgia, y menos el de la recriminación constante frente a los que se resisten a visualizar lo mismo que a otros les parece verdad clara y evidente.
Es verdad que si las peores prevenciones se hacen realidad, siempre estará disponible el echarle la culpa a «la sociedad», el repetir con falsa sabiduría que «este pueblo no da para nada muy distinto». Incluso para echar maldiciones a este «país de mierda». Lo que no dejaría de ser paradójico hecho desde el peronismo o sus cercanías, siendo que Arturo Jauretche, clasificó esa última frase entre las «zonceras argentinas» de su tan celebrado «Manual».
Esa actitud de desengaño y desesperanza será más llevadera para los que dispongan de los márgenes de supervivencia más o menos decorosa que da la pertenencia a la vaporosa «clase media», mejor si es de la que suele llamarse «acomodada» o «próspera». Intuyo, sin afirmar por carecer de elementos rigurosos para ello, que a este último sector pertenecen buena parte de los más enojados con los resultados del año pasado, y con la supuesta «pasividad» de la mayor parte del pueblo argentino frente a las políticas en curso, que solemos definir de modo impreciso como «neoliberalismo». Dicho sea al pasar, algunos de ellos muestran empeño en ver «pasividad», «desconcierto», hasta «depresión colectiva», aún en contra de la evidencia de luchas diversas y en aumento. Sería bueno alguna vez desentrañar las razones de esa acititud. Lo verdadero es que para quienes no cuentan con «colchón» económico, ni «capital» social y cultural considerable, el rumiar interminable de cuitas que se suponen injustas no es una perspectiva, no ya buena, sino siquiera de las malas.
Cabe, me parece, apostar a que el grueso de la sociedad argentina no reaccione en los modos que he venido describiendo, o los abandone más temprano que tarde. Y hasta puede ser que, en algún momento no tan lejano, asistamos a nuevos episodios de rebelión popular abierta y masiva. No descartaría para nada que muchos de los hoy «indignados» contra buena parte de quienes podrían ser sus aliados, se sumaran con entusiasmo si eso ocurriera. Y que entre ellos serían mayoría los que aceptaran, unos reviviendo antiguos fervores, otros con cierto regusto amargo, que quizás no sean los retratos de Perón y Evita ni las consignas del peronismo las que luzcan en muchas de las pancartas y las pintadas que acompañen las nuevas oportunidades creadas por la movilización popular.
¿No valdrá la pena brindar por eso, y disponerse a contribuir a su realización en la mayor medida posible? ¿No será necesario dejar de pensar y hacer en términos de «regresos» ,sino del advenimiento de lo nuevo y hasta lo inusitado?
A quince años de aquel diciembre de 2001, quizás estemos en condiciones de ir desenterrando una algo olvidada consigna que algunos, no todos ni la mayoría, alzaban por aquellos días junto al «Qué se vayan todos y no quede ni uno solo».
Decía «Que venga lo que nunca ha sido». Bellas palabras, evocación casi enigmática de un futuro tan desconocido como deseable ¿no es cierto?
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