Dice un conocido adagio que quien no conoce su historia está condenado a repetirla. Pero no debemos entenderlo en su sentido literal. Esta expresión de saber popular encierra, como toda síntesis, elementos de verdad que suelen tergiversarse si se asumen de forma simple.
Es evidente que la historia, como tiempo pasado, no puede repetirse, ni el paso del tiempo alterarse o cambiar de dirección. Por eso, hay que poner el acento más bien en la importancia de poder conocer, analizar y reflexionar sobre los procesos de tiempos anteriores, con el objetivo de rescatar de ellos enseñanzas, lecciones y aprendizajes que se conviertan en herramientas útiles para tomar decisiones en el presente. Dicho de otro modo; para no repetir la historia habría que identificar las regularidades, continuidades y dinámicas que han hecho parte de los procesos sociales del pasado, para construir un contexto de análisis más amplio en el cual insertar nuestro presente, para entenderlo con nuevas luces y mejores elementos de interpretación. No hacerlo no es desconocer la historia, en su sentido de datos pretéritos sino, esencialmente, perder la posibilidad de asumir las lecciones del acumulado histórico del devenir humano; acumulado que es nuestra única guía real para proyectar el futuro, sin que sea un salto al vacío. Es necesario atreverse a volver a ese pasado que creemos que es la historia para buscar allí claves de lectura a nuestro presente. Más si se trata de un presente tan complejo y caótico como el que en Argentina se sufre cotidianamente. Por eso, de entre los muchos saltos temporales que podrían darse, hay uno tan posible como inesperado; comparar ciertos aspectos de la muy nombrada (y no siempre tan bien conocida) civilización romana antigua con nuestra Argentina de hoy. Acá va un intento.
La antigua Roma
Mucho se ha escrito sobre el extenso conflicto social causado por el enfrentamiento entre Patricios y plebeyos romanos, hace ya unos 2.000 o 2.500 años. En esa antigua civilización, los Patricios, miembros de los sectores acaudalados y terratenientes de la sociedad, legitimados por un orden patriarcal y nobiliario, organizaron un sistema jerarquizado que les permitía sostener sus beneficios a base de acumular riqueza, monopolizar los espacios de decisión política, y definir a su antojo las formas culturales del prestigio. Por fuera de ese orden exclusivo y excluyente, creció una masa de población despojada de esas fuentes de riqueza, excluida de la capacidad de intervenir en la política y vilipendiada por formas variadas de estigmatización y discriminación: esas personas se fueron percibiendo plebeyos (o miembros de la plebe). Con el tiempo, ese orden conservador fue dinamizado por dos procesos complementarios: primero la expulsión de la monarquía etrusca que regía la ciudad y, en consecuencia, la reestructuración de un sistema de gobierno que requirió desarrollar formas de defensa y ataque militar propias como poder sostenerse. Las guerras trajeron paulatinamente la expansión por conquistas, la integración de nuevas tierras explotables, fuentes de recursos mineros, mercados de intercambio y mano de obra, principalmente esclavizada. Trajeron también nuevos intereses, los más de ellos contrapuestos y fuente de nuevos conflictos sociales. Contrario a lo que podría estimarse, todas esas fuentes de nuevos y mayores ingresos para Roma no alivianaron las condiciones de vida de los empobrecidos plebeyos, y menos saciaron las ambiciones acumuladoras de los enriquecidos patricios. Las nuevas fuentes de enriquecimiento complejizaron la estructura social haciendo que, dentro de los estratos superiores de la sociedad, aparecieran, junto a los tradicionales terratenientes, nuevos poseedores de más y mejores tierras, así como crecientes comerciantes, tratantes de esclavos, banqueros-prestamistas y triunfantes generales que se quedaban con nada despreciables botines de guerra. Pero todos estos nuevos hombres ricos, varios de ellos venidos desde los sectores plebeyos, no tenían lugar dentro de las viejas instituciones de representación política; un senado aristocrático y una asamblea dominada por las mismas familias tradicionales. Ambos entes sostenían la segregación como pilar de su funcionamiento, lo que alentó a las facciones enriquecidas de los plebeyos a luchar por un espacio para la defensa de sus intereses. Tal lucha, en no pocas ocasiones, se desarrolló gracias a la fuerza que imprimían las mayorías plebeyas, aunque en algún punto ya sus propios intereses empezaban a distinguirse de los de los plebeyos ricos. Y es que de la mano de este proceso de crecimiento económico para Roma no se evidenciaron formas de distribución social de tales beneficios. Por el contrario, el resultado fue una profundización de la brecha que separaba a los que más tenían de aquellas personas que con poco o nada contaban. Como se sabe, de allí surgió el termino proletario, para denominar a quienes solo tenían por posesión a sus propios hijos (su prole), que podían llegar a vender incluso como esclavos de verse en tal necesidad.
No resulta nada difícil entender que el crecimiento económico de las arcas romanas no hizo más que distanciar a los ricos de los pobres. Las nuevas tierras que ingresaban al sistema de producción estaban destinadas precisamente para ello, y se requería contar con los medios materiales suficientes para garantizar su explotación; así se excluía a los pobres del beneficio de recibir tierras del ager publicus, por ser incapaces de ponerlas a producir. Eso en un momento en que el campesinado decaía por cuenta del servicio militar y la guerra. Los mejores brazos de labranza debían pasar largas temporadas empuñando las armas, lo que causaba la ruina del campesino y un beneficio para el terrateniente que, a la postre, contaba con más tierras para explotar. Hablar de medios de producción es señalar el crecimiento tanto de la demanda como de la oferta de trabajo esclavo, principalmente por cuenta de las batallas que traían prisioneros convertidos en mercancías. En ese ciclo, cada vez fueron más las familias campesinas que, despojas gradualmente de sus tierras, se vieron sin más alternativa que migrar a la ciudad a hacer crecer los cinturones de miseria y, al tiempo, a engrosas las filas de las masas excluidas políticamente y usadas tanto por los patricios como por los plebeyos ricos como muchedumbre de respaldo en sus disputas. Fueron miserables dependientes de las limosnas de los enriquecidos del sistema.
Con el pasar de los años las disputas entre los miembros de las clases altas por hacerse con espacios de poder se fueron tornando más agrias y desencadenaron verdaderas guerras civiles, a las que resultaron sumadas enormes capas del pueblo. La guerra civil significó la lucha entre patricios tradicionales que monopolizaban las instituciones políticas, y los plebeyos ricos que querían tener allí también un lugar, pero solo lo podían conseguir por la fuerza. La masa plebeya empobrecida aprendió con el tiempo y en el fulgor de las guerras, que solo con la lucha podían romperse las cadenas económicas, políticas y culturales que les ataban. Les resultó preciso aprender que, como parte de un sistema jerarquizado y complejo, los pequeños campesinos, los esclavos rurales, las familias mendicantes de la ciudad, los sirvientes domésticos, pequeños artesanos y tantos otros excluidos de la grandeza romana, tenían en común precisamente ese hecho de sostener con su trabajo las arcas de esos mismos que los sometían y denigraban, haciéndolos pelear entre ellos. Nunca fue fácil hacer coincidir los reclamos de sectores fragmentados por el sistema opresor, pero en algunas ocasiones fue posible.
Inicialmente apareció con relevante masividad un tipo de huelga que consistía en el abandono de la ciudad de prácticamente toda la población trabajadora, lo que frenaba con ese acto el esquema de producción y comercio urbano hasta no conseguir una reivindicación concreta. Luego, vieron la luz las llamadas guerras serviles, que pusieron frente a frente a los explotados y los explotadores en la lucha por sus intereses. Muchos autores proponen que esas guerras serviles no eran más que venganzas o escapatorias; que buscaban o esclavizar a los antiguos amos, o liberar un grupo reducido de su condición de explotación. Pero puede ser que la trascendencia de esas acciones no está en su evaluación dispersa, una a una, sino en la posibilidad de constituir experiencias que se nutrían una a otra, transgeneracional e interregionalmente. Y puede evaluarse también si, aunque fuese un grupo reducido el de esclavos que alcanzaba mediante la acción directa su libertad, no indicaría ello un horizonte a emular y, en ese sentido, un golpe certero a la estructura de dominación en si misma. Por todo esto, interesa acá resaltar ciertos aprendizajes de esos procesos de lucha popular. Vemos que aprendieron los oprimidos, a fuerza de batalla y muerte, que el estallido de una guerra servil traía casi de inmediato la tregua en la guerra civil, es decir, que las facciones de sectores de los estratos dominantes no tenían problema en zanjar sus diferencias y alcanzar acuerdos cuando se trataba de unificar fuerzas y poder someter con éxito la rebelión de los de abajo. Hay que atreverse a rastrear las pequeñas señales que dan muestra de la construcción de una política propia, autónoma o de clase por parte de la plebe, aún en momentos en que se les encuentra participando dentro de un conflicto que podríamos calificar como ajeno. En otras palabras, la plebe aprendió que su lucha no iba a ser siempre un ataque frontal a su enemigo de clase, sino que resultaba posible también tratar de aprovechar, a su favor, aquellos momentos de confrontación entre los de arriba; no para pensar en obtener la victoria definitiva en tal escenario, pero si intervenir allí con el fin de avanzar en la búsqueda de mejorar sus condiciones.
Un análisis de larga duración nos permite reconocer en las masas plebeyas periodos de construcción de formas política alternativas, por fuera de los marcos instituidos del orden patricio: sus asambleas, sus propios templos, cadenas de mando propias dentro de las tropas que conformaban, etc. Pero también hay periodos en que la lucha pasa por integrar y ser parte de las instituciones políticas manejadas por la aristocracia de abolengo: asamblea popular, tribunos de la plebe, magistraturas e, incluso, senadores de extracción popular; participar ahí para seguir pujando por sus reivindicaciones. Fue esta una larga lucha que no puede ser medida solo a partir de sus resultados, sino que arroja toda su potencia realmente en cuanto a su carácter de proceso. Resulta histórica no por arrojar datos, sino por constituir un devenir de formas cambiantes, avances y retrocesos, errores y aprendizajes; fuente de análisis y reflexiones, herramienta para la acción…también hoy.
La Argentina de hoy
No es forzado establecer una relación de análisis histórico (no de asimilación anacrónica o simplista) entre esa lucha de las facciones de la elite romana y la degrada confrontación que en la Argentina actual enfrenta a las clases dominantes y sus representantes políticos por la contienda electoral. De un lado, los libertarios, evidenciados ahora como casta oligárquica, representantes del poder terrateniente-agroindustrial y sus socios del poder financiero (grandes beneficiarios de la timba macrista). Del otro lado, el massismo-peronismo, enarbolando el estandarte del fin de la grieta (dictado por la embajada yanqui) como epitome de la armonización entre industriales de la burguesía local y añejos adalides del modelo extractivista minero y agrario, que buscan en la estabilización del tipo de cambio su paraíso, y en el discurso peronista su garantía de estabilidad. Ambos, desde luego, cuentan con el abaratamiento de la fuerza de trabajo y con la expoliación de los bienes comunes del suelo argentino como fundamento de sus ganancias.
Pantallas televisivas y de dispositivos de envilecimiento, redes sociales de desinformación y autodenominados “expertos”, enfocan sin cesar sus esfuerzos a reforzar los sentidos comunes que nos proponen pensar que estamos vivenciando una “elección histórica”, el momento más importante de la historia de la Argentina, o que está en juego “la democracia” (aunque muy poco tiempo se dedique en esos mismos espacios a analizar de qué tipo de democracia se trata). Tanta palabrería y eslogan simplista, tanta frase sacada de contexto, dichos y desmentidas, apuntan a que el electorado pueda reconocer lo que es evidente: que Massa y Milei no son lo mismo.
Paradojas de la historia y de la puja política nos permiten decir, al mismo tiempo y sin que sea una contradicción que, en efecto, no son los mismo, lo que no significa que sean opuestos: sino que se parecen, y mucho. Ambos son resultado del mismo sistema de generación de riqueza sobre la base de la explotación de la fuerza de trabajo de otros, despojados del fruto de su esfuerzo, y de la expoliación ambientalmente desastrosa del planeta. Ambos son parte interesada en el modo de acumulación capitalista. Ambos refuerzan su experticia en mentir mediáticamente para sostener la legitimidad de un sistema en crisis; que cada día es menos convincente. La mentira se basa en no hacer un diagnóstico real sobre la crisis del sistema y sobre cómo eso nos impacta en Argentina. El carácter falaz de su discurso, más allá de otros aspectos de su paralelismo económico, resulta útil como ejemplo para ilustrar los parecidos. Milei, para empezar, sostiene su discurso (no alcanza a ser un programa político) basado en dos pilares: la corrupción y la inseguridad. Invita a creer que un sistema corrupto está estructurado sobre la base de las decisiones de los funcionarios que ocupan los cargos y, consecuentemente, sobre el uso que esos funcionarios hacen del poder estatal para beneficiarse en detrimento de la “libertad” de los ciudadanos. Esa libertad se expresaría, más bien, en las relaciones comerciales, que se estiman más libres en cuanto estén menos sujetas al control del Estado y sus funcionarios corruptos. Por eso, para él, libertad es sinónimo de mercantilización, y hay que insertar todo tipo de servicio público, derecho o bien común en la rueda del mercado, para que sea, supuestamente, más libre. La corrupción estatal (los funcionarios que solo se preocupan por ellos mismos) ha dado rienda suelta a la inseguridad, entendida como la vulneración a la propiedad privada. Y como el Estado no es prenda de garantía, pues habría que liberar también el porte de armas: que todos puedan defenderse con sus propias armas traería más libertad y más seguridad, nos dicen los libertarios. Cae de su propio peso la simpleza cínica de esa insensatez. Pero no se trata de una retórica patológica, sino de la variable fascistoide que, en su versión austral, asume posturas antiderechos como supuesta forma de garantizar el derecho a la libertad libertaria individualista, que no es otra cosa que la aspiración por una depredación salvaje de los mercados sin el obstáculo de los derechos colectivos.
Otro discurso, menos simplista pero igualmente cínico, asume el programa político (ahora si una plataforma de acción de la clase dominante) de Massa. Además de ser una formula de ajuste para el pueblo, cada vez menos disimulado, asume igualmente un relato ficcional, al repetir que la crisis económica actual, de la cual el ministro-candidato ha intentado despegarse, a pesar de su rol activo dentro del presente gobierno, es resultado de una mezcla entre la sequia y la guerra en Ucrania (más una pizca de pandemia). Esto, desde un punto de vista es verosímil, pero es al mismo tiempo una cortina de humo para no explicar que el problema de fondo es la dependencia estructural de la economía argentina frente a estos eventos y, en general, ante el mercado externo. La desindustrialización y la perdida de participación de los salarios en el peso de la riqueza del país, instaladas ambas con la fuerza de la dictadura cívico-militar de 1976, se han sostenido desde entonces, reforzando una reprimarización de la economía que hace que eventos como la sequia o la guerra internacional recaigan sobre las y los trabajadores: es un problema estructural, no coyuntural. Lo mismo, en otras palabras, puede ser evaluado para explicar la vulnerabilidad del mercado interno y las reservas con respecto al dólar: no son solo los especuladores, es la dependencia frente al dólar. Por eso, la mentira de Massa se completa cuando propone resolver ese problema con más extractivismo (dependencia de divisas) y estabilización del tipo de cambio (más debilitamiento del peso y consolidación de la estafa al pueblo).
La igualación estructural entre estos mentirosos está sellada por su afiliación al sistema imperial de dominio que tiene como su principal manifestación actual en el país el recetario de disposiciones a cumplir (más tarde que temprano) por mandato del Fondo Monetario Internacional (FMI). Milei no se pronuncia categóricamente al respecto. Su discurso sobre dolarización, que solo convencía a las juventudes ingenuas, perdió pesó por su impracticabilidad (no por su carácter nefasto para el pueblo). Massa saca pecho sobre su poder de frenar los designios del Fondo, pero se advierte que eso lo hace solo por su disposición a adquirir más deuda. Al tiempo, va deslizando que su meta será el déficit cero a nivel fiscal, lo que se lograría reduciendo el gasto público. La salvación sería continuar con la receta kirchnerista de externalizar costos envenenando Vaca Muerta para explotar más hidrocarburos (con fracking) y matando de sed a los pueblos y tierras del norte para vender mas litio y oro. Todo a cambio de miserables porcentajes y enormes perdidas ambientales y sociales.
Desde luego, estas simetrías entre los candidatos no impiden reafirmar las diferencias. No olvidemos que se trata de facciones de la clase dominante. Como los Patricios y los plebeyos ricos se detestan unos a otros, aunque, como no se ha cansado de mostrar la historia, no tienen prurito en entablar acuerdos cuando de reprimir al pueblo se trata. No tienen tampoco una misma receta para ejercer su dominio. Massa, tras años de despotricar contra el kirchnerismo, parece haber aceptado su probada capacidad de disciplinamiento. La pendular ideología peronista hace de la cooptación al pueblo su principal herramienta lo que, a su vez, imprime algunas cargas o límites de lo legítimamente aceptable. Hay quienes afirmar que esa característica del peronismo lo hace un mecanismo factible para que los intereses del pueblo se cuelen dentro de las estructuras de dominio y le impongan algunas de sus reivindicaciones. Pero también parece que ocurre lo contrario. Son los intereses del sector dominante los que se cuelan dentro de las filas de los desposeídos, que terminan haciendo suyas las banderas de sus opresores (hegemonía se llama, y Gramsci la explica). Pero esa fórmula peronista difiere del mecanismo complejo que constituye el fascismo. De entre sus variadas características, rescatemos solo su dimensión ideológicamente totalitaria, expresada en discursos de odio e incapacidad de dialogo, bien expresados por Milei; su dimensión antidemocrática, que en este caso no implica solo represión policivo-militar, sino también recorte de derechos, y su pretensión de formular un enemigo interno como peligrosa alucinación que legitima la violencia, tanto del régimen como de sus fanáticos adeptos. Milei actúa de fascista rabioso que creció mediáticamente con discursos de odio contra “el comunismo”, y que ahora, por redito electoral, replica contra “el kirchnerismo”.
Las lecciones de la historia
Si no son lo mismo, más allá del interés estructural que los iguala, ¿qué conclusión podemos sacar? ¿Cuál sería la lección de la historia de la antigüedad romana que hoy podríamos rescatar? ¿Cómo intervenir en la coyuntura actual?
1. Más allá de su común beneficio dentro del sistema de explotación, los sectores dominantes han conformado facciones de intereses que, en economías complejas, muestran aspectos diferenciales. Esas diferencias se manifiestan políticamente causando enfrentamientos más o menos coyunturales. La intervención de las clases explotadas dentro de esos conflictos constituye una dimensión política ineludible de la construcción política de la clase dominada y su lucha emancipatoria. Dicha intervención no debe estar evaluada únicamente por su resultado en términos de transformación estructural, sino que debe ser analizada como una etapa dentro de una lucha mucho más amplia. Hoy, intervenir en la coyuntura de puja electoral es relevante. Tal intervención se encuentra limitada por los estrechos marcos del modelo electoral burgués y, en especial, por la afectación a las libertades democráticas que implica el sistema de balotaje. Por ello, irreal sería esperar una transformación de la crisis a partir del resultado del 19 de noviembre. Eso no es igual a decir que da lo mismo cualquier resultado.
2. La intervención debe basarse en una evaluación política construida desde las bases organizativas del pueblo; no en seguimiento de los eslóganes o las mentiras de campaña. Hay que evaluar exhaustivamente los previsibles efectos negativos que traerían consigo una u otra fórmula, sin minimizarlos ni descontextualizar. El resultado de ese ejercicio no puede medirse estrictamente en su capacidad de volcar el resultado, sino en el saldo organizativo e ideológico que pueda arrojar para la organización autónoma del pueblo a futuro.
3. El voto en blanco constituye una intervención electoral con amplia potencialidad política, esto es, factible de mermar el poder de dominio de la clase explotadora. Un masivo voto en blanco puede no cambiar el resultado del balotaje, pero sin duda constituiría un certero golpe a la pretensión de legitimidad de la facción electa y, en especial, en su capacidad de llevar adelante sus posteriores políticas de ajuste. Sin embargo, el voto en blanco, como acción política, requiere de un arduo trabajo de concientización; agitación, propaganda y educación. Inerte sería un voto en blanco como mecanismo de intervención que se agote en una decisión individual o desmovilizadora. En la actualidad, si bien hay sectores de organización popular que vienen impulsando este mecanismo de acción política, no parece que, en lo inmediato, haya alcanzado un grado de politización que permita identificarlo como herramienta de lucha y organizador de la clase. Todo lo dicho para el voto en blanco podría hacerse extensivo al hecho no votar como mecanismo de intervención.
4. Participar activamente del balotaje, sin votar en blanco, ofrece entonces dos posibilidades. Esas opciones no deben evaluar de forma prevalente la posibilidad de un triunfo de la clase trabajadora (ya que ninguna ofrece tal resultado), sino la capacidad de limitar la formulación de variables de explotación. Así, parece posible concebir la idea de un voto contra la facción fascistizante encabezada por Milei. No solamente por lo que representa su discurso explícito, del cual se desprende el imperativo para la clase dominada de enfrentar las políticas de retracción de derechos, sino, en especial, por la urgencia de confrontar con la aspiración de ese sector de la burguesía reaccionaria de construir su hegemonía sobre la base del autoritarismo legitimado en las urnas. Dicho en otras palabras, estas elecciones pueden servir para poner freno a esa aspiración de establecer legítimamente un sistema de expoliación que, al tiempo, magnifique los discursos de odio y la fragmentación de la propia clase dominada. Tal esquema, de resultar defendido por una parte del propio pueblo trabajador, habilitaría, a mediano y largo plazo, un monumental recorte de derechos y, repetimos, socavaría especialmente la capacidad de respuesta del pueblo, sembrando una profunda herida no solo en los bolsillos sino en las consciencias de muchas personas. No dejar avanzar al fascismo local en esta elección es solo una etapa de una lucha que se presagia más extensa. Como vemos, en otras regiones del mundo aparecen similares proyectos de ultraderechismo, siendo un síntoma de las necesidades del gran capital para administrar las crisis que se avecinan aquí y allá. Sepamos que, si pierden esta elección, no se van a quedar quietos.
5. Votar en contra del fascismo no puede ser “taparse la nariz y votar por Massa”, como se expresa en distintos espacios de opinión. El error de asumir esa postura significa despolitizar la intervención electoral. Votar por Massa debe ir acompañado de enarbolar paralelamente la más férrea advertencia y preparación sobre las batallas que se abren con esa opción. Eso no es contradictorio, sino que es el resultado del análisis de la coyuntura actual. Contradictorio es votar a Massa, sabiendo que es la opción “menos mala” y abstenerse de realizar cualquier tipo de crítica, aduciendo que esas críticas serían “funcionales a la derecha” (otra formula que gustan repetir acríticamente por aquí y por allá). Los plebeyos romanos, al igual que algunos legisladores de la izquierda trotskista local, usaron y usan los escenarios de la clase dominante para atacarla, pero sin limitarse a la participación exclusiva en esos escenarios. Preparaban al tiempo, y en el momento oportuno, las armas de confrontación que encontraran necesarias para etapas en las que la lucha recrudecía. Taparse la nariz para votar por Massa, y luego irse a la casa para encerrase a maldecir, a postear bravuconadas en redes sociales o a odiar con mucho encono a los macristas, sin hacer nada más, es realmente funcional al sistema de dominación. Votar a Massa no garantiza ningún derecho; eso solo lo hará la defensa activa. Una tarea del presente será seguir dando la batalla de ideas para que la rebeldía juvenil se reencuentre con el anticapitalismo.
6. Los plebeyos, y en especial los esclavos, lucharon una y otra vez, y obtuvieron mas derrotas que victorias. Pero fueron, de a poco, aprendiendo una lección. Si la batalla que proponía el enemigo se daba en campo abierto, la táctica de dispersión y retroceso se imponía. Cuando el enemigo parecía desprevenido, se le atabaca con la concentración de las fuerzas. Ninguna batalla es igual a otra, aunque el enemigo, en sus victorias, prefería repetir sus tácticas, siendo esa repetición una advertencia clara para que el pueblo cambie su táctica. Ahora, esa facción de la clase dominante que espera reeditar su mandato está repitiendo una táctica ya usada. Lo hizo en 2015 proponiendo a Scioli, pero le salió mal. Recalculó en 2019 con Alberto, y ahora se renueva con Massa. Hace años que el peronismo se transformó en eso: Scioli, Alberto, Massa. El kirchnerismo es “la jefa” tras las sombras, la trinchera conurbana o el abrazarse hasta que vuelva… ¿Y qué ganó el pueblo con eso? Nada, en cambio perdió, y por paliza. Además del desastre económico, el kirchnerismo nos legó la desmovilización que impidió resistir al ajuste macrista, y el largo sueño frente al desgobierno albertista, que posibilitó la inflación de los especuladores y el crecimiento del fascismo. ¿Vamos a seguir esperando que la dirección burguesa pendule a nuestro favor y tenga la piedad de salvarnos del hambre mientras sigue llenando sus bolsillos? Y ¿Cuáles serán las condiciones de lucha para el pueblo si se consolida el gobierno de “unidad nacional” que promete Massa? (obviamente con el pueblo por fuera de esa unidad). Nubes muy grises empañan el panorama para el pueblo.
7. Votemos contra el proyecto fascistoide, pero no repitamos el error histórico que ya cometimos al sembrar expectativas en donde nunca se van a ver frutos. Léase: si gana Massa no perdamos otros cuatro años callándonos la boca (o tapándonos la nariz, como ya nos proponen). Del menos malo no vamos a obtener nada bueno. Y aunque el triunfo de la clase no parece cercano, y aunque lograr una transformación real se vea como un sueño inalcanzable, no debemos olvidar que la historia es dinámica, y nunca se repite; siempre que seamos capaces de aprender de ella y actuar en consecuencia.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.