La mundialización no uniforma a los países ni aplana a las naciones. Más bien, el hondo espesor de la historia modela desde atrás las formas que en cada uno de ellos toma el proceso global. La expansión sin límites de las relaciones capitalistas, el despojo del patrimonio humano y la proletarización y desvalorización universal de […]
La mundialización no uniforma a los países ni aplana a las naciones. Más bien, el hondo espesor de la historia modela desde atrás las formas que en cada uno de ellos toma el proceso global. La expansión sin límites de las relaciones capitalistas, el despojo del patrimonio humano y la proletarización y desvalorización universal de la fuerza de trabajo exacerban hoy, en sentido negativo para los pueblos y positivo para la valorización del capital, los rasgos propios de cada país tal como éste se fue haciendo en la historia.
En Estados Unidos hoy trabajan muchas más horas semanales que en Europa occidental, y los asalariados de todos los niveles están devastados por el estrés, al mismo tiempo que en su territorio se acumulan riqueza y capitales. En México se extienden la compresión inaudita de los salarios, la crisis del campo, la pobreza ancestral y la emigración al norte. En Argentina, se acentúa la concentración de la propiedad y la renta agrarias, se desvaloriza el trabajo asalariado bajo la presión de las altísimas tasas de desempleo y se destruye la legislación del trabajo, el conjunto de normas jurídicas e instituciones protectoras conquistadas y, en cierto modo, hechas cultura desde la segunda posguerra mundial.
En este panorama, lo primero que surge del libro de Guillermo Almeyra, La protesta social en la Argentina. 1990-2004 (Buenos Aires, Ediciones Continente: 2004) es la especificidad de esta situación en el país del sur, estudiada en detalle tanto en su realidad presente como en su origen histórico, y, al mismo tiempo, la ubicación de esa especificidad argentina dentro del hoy ilimitado proceso global de expansión y valorización del capital.
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La actual expansión mundial del capital se mueve sobre dos vías paralelas: 1) la desvalorización universal de la fuerza de trabajo, mediante la flexibilidad laboral, la reducción salarial, la desprotección social y legal de los trabajadores, la incorporación a la relación salarial de más y más poblaciones rurales y la instalación global de un desempleo estructural, procesos que toman formas históricas, sociales y culturales propias de cada país; 2) la consolidación de todas las formas de la renta por apropiación privada del patrimonio común: las rentas agraria, minera, del agua (y pronto del aire), la renta urbana, la renta de la biodiversidad y de la genética, la renta de los múltiples saberes, antiguos y modernos, expropiados, patentados y subsumidos al capital.
La locomotora que arrastra a este tren indetenible sobre esas dos vías se llama violencia, una violencia nunca vista antes en su concentración y en su eficiencia.
Esta marcha hacia el desastre y la barbarie, que algunos denominan «progreso», es tal vez lo que tuvo presente Walter Benjamin cuando escribió: »Para Marx, las revoluciones son la locomotora de la historia. Pero tal vez las cosas sean diferentes. Tal vez las revoluciones sean la forma en que la humanidad, que viaja en ese tren, jala el freno de emergencia».
Lo que hace ante todo este libro de Guillermo Almeyra es ubicar aquellas dos vías en la historia, la realidad y la especificidad argentinas: por un lado, la persistente centralidad de la renta de la tierra y del poder de la oligarquía terrateniente (hoy también financiera), en un país nunca rozado por una reforma agraria; por el otro, la también persistente resistencia y cultura del trabajo bajo sus sucesivas manifestaciones históricas y coyunturales -que Almeyra describe, analiza y diferencia con cuidado-, sin que se haya roto la continuidad de esa herencia inmaterial del pueblo argentino; finalmente, el papel subsidiario (y subordinado a los señores de la tierra y al universo sin fronteras de las finanzas) de los empresarios industriales argentinos y sus voceros políticos, una burguesía industrial que, salvo en el corto interregno de los gobiernos peronistas de posguerra (1943-1955), nunca logró arrebatar a la oligarquía terrateniente el control del ejército y la marina, es decir, de los instrumentos institucionales de la violencia estatal. Muy distinta fue la historia en México, donde la revolución y la guerra campesina de 1910-1920 destrozaron al ejército de la oligarquía porfiriana y, en su segunda ola cardenista de los años 30, dieron el sustento para realizar una profunda reforma agraria y para hacer de la recuperación estatal del petróleo una causa y una movilización nacionales.
Por eso el libro de Guillermo Almeyra se apoya en dos sólidos pilares que nunca es bueno olvidar: renta de la tierra y sus señores; clase de los asalariados industriales y agrarios con sus culturas de resistencia, organización y lucha. No bastan ellos para explicarlo todo, pero sin ellos no se entiende nada.
En este marco, que es el punto de intersección entre la historia nacional (con sus dominantes y sus subalternos) y la historia universal (y no en los escuetos marcos de la dependencia, en los cuales el contrario está sólo afuera y la globalización es vista como un enemigo y no como un proceso del capital), es donde Almeyra ubica su estudio de la protesta social en Argentina en los úiltimos quince años, los del auge y, tal vez ya, declinación de la gran fiesta del capital, el neoliberalismo.
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Este libro es entonces, en primer lugar, un recuento de los orígenes históricos y culturales, y no sólo económicos y coyunturales, del extraordinario y original movimiento de los piqueteros en Argentina, que reciben y reinventan bajo formas nuevas la herencia secular de las organizaciones de trabajadores y, al hacerlo, conforman nuevas subjetividades en la vida, antes que en los estudios culturales,. «Lo fundamental, a mi juicio, al estudiar la protesta social y los movimientos que ella produce, es la construcción de una nueva subjetividad, la construcción y trasformación del sujeto mediante la acción colectiva», escribe Almeyra. A esta cuestión está dedicado todo el cuarto capítulo, titulado «La lenta construcción de los sujetos».
En segundo lugar, es una discusión con autores actuales como Alain Touraine, John Holloway y otros, que han escrito sobre los movimientos sociales en Argentina y con los cuales el diálogo es indispensable; una revisión de la bibliografía argentina reciente al respecto, con autores como Maristella Svampa, Sebastián Pereyra, Javier Auyero, Raúl Zibechi, Stella Calloni y otros, que han producido estudios y crónicas notables; y una polémica (a veces subida de tono, pero cada uno tiene su estilo…) con lo que Almeyra llama «modas de importación», teorías importadas «llave en mano», como las fábricas, dice, que sus seguidores cambian como quien muda modelo de automóvil para estar al día con sus vecinos o con sus pares. No resisto, por aquello de que el estilo es el hombre, a citar uno de sus párrafos sobre el tema. Escribe Almeyra:
«Es conocida la capacidad nacional de comprar buzones. La Argentina bate récords mundiales en el furor con que sigue la moda de los gurúes de importación, en particular franceses o europeos. Althusser, Poulantzas, Giddens y su tercera vía, Lacan, Baudrillard, Lyotard, Badiou, Petras, Negri y tantos otros llenaron efímeramente la cabeza y las bibliotecas de académicos y políticos que querían estar à la page y, por supuesto, jamás habían conocido el marxismo de primera mano».
El libro de Almeyra es, en tercer lugar, una reflexión política y teórica sobre los conceptos complementarios, pero no idénticos, de autorganización y autonomía, en sus formulaciones teóricas, sus manifestaciones históricas, sus implicaciones políticas y sus apariciones presentes. Estas van, sostiene Almeyra, desde la administración por los trabajadores de las empresas ocupadas en Argentina (al final del volumen hay una lista de tres páginas de empresas abandonadas por sus propietarios y recuperadas por sus trabajadores), hasta las autonomías indígenas y las Juntas de Buen Gobierno zapatistas.
Finalmente, y en cuarto lugar, toda la segunda parte de este libro es un relato sobre una historia argentina reciente, la de los años 90 del siglo XX y primeros del siglo XXI, la de los movimientos obreros y populares de resistencia y protestas donde aparecieron los piqueteros, esa encarnación trasfigurada de la experiencia y la cultura de los trabajadores industriales argentinos; donde la iniciativa de las provincias terminó por impregnar y arrastrar a la capital, el puerto de Buenos Aires, su periferia pobre y trabajadora y sus barrios de clase media empobrecida y defraudada; y donde todo esto desembocó en la gran insurrección popular de los días 20 y 21 de diciembre de 2001, que tumbó cinco efímeros gobiernos sucesivos y, sin conquistar ningún poder ni en apariencia ir mucho más lejos, metió el miedo en el alma a las clases dominantes, también más allá de las fronteras argentinas, y creó algunas de las condiciones para la actual navegación del presidente Kirschner.
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En la década larga que llevó su aparición y su organización los piqueteros, trabajadores urbanos desempleados, inventaron una nueva forma de lucha y le dieron el nombre que su historia les había legado: piquetes, como los piquetes que cerraban las puertas de las empresas en las grandes huelgas fabriles o generales de un pasado no tan lejano. Ahora, sin empleo, no podían ocupar o cerrar las empresas, es decir, no podían bloquear al capital en el lugar de producción. Decidieron entonces bloquearlo al nivel de la circulación, cortando caminos y carreteras, interrumpiendo así la comercialización de sus productos y manteniendo, en los piquetes, las propias formas de organización en lucha: reuniones, asambleas, ollas populares, turnos de vigilancia, como también lo refieren Maristella Svampa y Sebastián Pereyra en su notable estudio Entre la ruta y el barrio. La experiencia de las organizaciones piqueteras (Buenos Aires: Biblos, 2003).
Los cuatro últimos capítulos del libro de Almeyra dicen en sus títulos ese recorrido de la protesta: »La insurgencia provinciana»; »Trueque, cartoneros, piquetes: la autorganización en Buenos Aires»; «Los cacerolazos y las asambleas»; «La rebeldía».
He tratado aquí, hasta donde me lo permiten el tiempo y el lugar de esta presentación, de dar a un público mexicano una imagen y una idea aproximada del cúmulo de hechos, narraciones, experiencias individuales y colectivas, polémicas y perspectivas que conforman este nuevo libro de Guillermo Almeyra. Están en él las lecturas, los análisis y los afanes intelectuales y políticos del autor, profesor de esta Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM y de la Universidad Autónoma Metropolitana. Pero está también, filtrada por una amplia cultura de libros, residencias y viajes, una experiencia de vida.
La solapa de La protesta social en Argentina dice que Guillermo Almeyra nació en Buenos Aires el 19 de agosto de 1928. Acaba de cumplir, pues, 76 años. Aprovechemos la ocasión para felicitarlo, por su libro y por sus años.
Texto leído durante la presentación del libro de Guillermo Almeyra, La protesta social en la Argentina, el 7 de septiembre en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM