En 2007 Steven Poole publicó su libro Unspeak (Grove Press, 2007) en el que ilustró con mucha precisión lo que ya George Orwell en 1984 había anticipado con la neolengua. Con ejemplos del mundo real, Poole demuestra aquello que sólo existía en la imaginación de Orwell: el modo en que la retórica puede matizar, esconder […]
En 2007 Steven Poole publicó su libro Unspeak (Grove Press, 2007) en el que ilustró con mucha precisión lo que ya George Orwell en 1984 había anticipado con la neolengua. Con ejemplos del mundo real, Poole demuestra aquello que sólo existía en la imaginación de Orwell: el modo en que la retórica puede matizar, esconder o incluso torcer la realidad.
En la novela clásica del más importante ensayista inglés del siglo XX el Ministerio del Amor era el encargado de torturar a los disidentes, el Ministerio de la Verdad escondía los hechos y tergiversaba la información y el Ministerio de la Paz se encargaba de hacer la guerra.
Las fantasías del literato devinieron en realidad cuando se normalizaron conceptos como comunidad internacional, terrorismo y comunismo. ¿Qué significan estas palabras? Se han escrito bibliotecas para responder a esta pregunta y no existe -ni existirá- ningún consenso. Pero algunas conclusiones son evidentes: se les puede usar para defender las causas más pérfidas, o para atacar los esfuerzos más encomiables con el poder del signo y el estigma.
¿O qué es la Comunidad Internacional? este concepto borroso se ha utilizado ya demasiado para legitimar lo que no es sino infame. ¿O es que Tuvalu, Nauru y las Islas Seychelles -con un área conjunta de 500 km cuadrados- cuentan? Sí es así, si estas tres naciones con una población total de algo más de 100 mil personas encarnan a la «Comunidad Internacional» que valida y endosa el apoyo que ofrecen, por ejemplo, los Estados Unidos al racismo militar del Estado de Israel contra el pueblo palestino, entonces sólo hay dos posibilidades: el mundo ha dejado de ser lo que era o esas palabras no significan nada.
En Afganistán, Irak y Pakistán Estados Unidos no mata gente con drones, sino que «neutraliza terroristas»; en México las fuerzas del Estado no asesinan personas sino que «abaten narcotraficantes»; desde hace años los países dejaron de ser adjetivados -pobres y subdesarrollados- para ser descritos con verbos transitivos -«en vías de desarrollo»; al desempleo se le llama «flexibilidad laboral» y a la seguridad pública de ayer se le llama hoy «Seguridad Ciudadana.»
Sorprende que una técnica de manipulación tan vieja siga siendo tan efectiva. Desde finales de los 70 y principios de los 80 en el seno de la UNESCO Sean McBride produjo el Informe McBride en el que se abogaba por un Nuevo Orden Mundial de la Información y la Comunicación. ¿Cuál era su propuesta? una democratización de los flujos de información para equilibrar el modo en se representa el mundo -de ahí que el título oficial del informe fuera: Muchas Voces, Un Mundo. En aquel entonces el 80% de la información que se distribuía internacionalmente salía de agencias localizadas en Londres y Nueva York. Hoy, 30 años después, los flujos de información son más intensos pero el desequilibrio sigue y las alternativas son limitadas. Así pues, con mayor intensidad, el engaño continúa.
Así por ejemplo, con más de 100 mil muertos, 30 mil desaparecidos, decenas de miles de soldados en las calles, comunidades enteras desplazados por la violencia y el impulso de iniciativas legales articulan de facto regímenes de excepción, es difícil negar que México está en guerra.
Y sin embargo, lo niegan.
El gobierno utiliza el gastado recurso de minimizar la tragedia diciendo que no es una guerra, sino que se trata de un «conflicto interno.» Y, en un cierto sentido, lo es. Lo es en el mismo sentido en el que lo es, con sus más de 300 mil muertos desde 2011, la crisis siria -como ha explicado su presidente Bashar al Assad; y lo es también en el mismo sentido en el que lo fue el enfrentamiento entre el régimen de Saddam Hussein contra los kurdos que provocó el ataque con gas de Halabja y la muerte de 5,000 hombres, mujeres y niños en 1988. Como en esos casos y esas latitudes, en México tampoco estamos hablando de guerra, sino de «conflicto interno.» O al menos eso nos dicen.
La negativa feroz de reconocer que México se encuentra en guerra no es casual. ¿Por qué? Porque este reconocimiento abriría la posibilidad de arrebatar al Estado el monopolio de la ley al existir la posibilidad de que se active la competencia de los Convenios de Ginebra de 1949 y sus protocolos adicionales que son, nada más y nada menos, que la piedra angular del Derecho Internacional Humanitario, es decir, del Derecho de la Guerra.
Por ejemplo. La oferta de legitimación de las autodefensas en Michoacán, el reconocimiento de su derecho a estar armadas y las subsiguientes iniciativas de colaboración con ellas de parte del estado constituirían lo que se conoce internacionalmente como medidas de generación de confianza (CBM por sus siglas en inglés), cuyo objetivo es acercar a las partes y con ello, llegar a acuerdos y resolver el conflicto. Sin embargo, con estos antecedentes la aprehensión y tortura de uno de sus líderes -José Manuel Mireles Valverde- se podría leer un caso de «los actos que invitan al adversario a confiarse para luego ser inducido a creer que tiene derecho, o que está obligado a aceptar protección en virtud de las normas del derecho internacional aplicable a los conflictos armados, con la intención de traicionar su confianza, constituyen lo que se denomina perfidia.» Y eso, la perfidia -según el Art. 37 del Protocolo I de los Convenios de Ginebra- es un crimen de guerra.
En tal escenario, de súbito, el Estado y sus agentes dejarían de ser los fiscales para convertirse en los acusados. ¿Quién ordenó el arresto de Mireles? Quien quiera que haya sido, bajo las leyes de Ginebra de 1949, podría ser sido indiciado, procesado y juzgado como criminal de guerra.
Pese a que la numeralia del cataclismo diga todo lo contrario, no es casual que México viva y se mate en un «conflicto interno» que no es «guerra.» Así es, así lo ha hecho y así lo seguirá haciendo mientras sufra el miedo de llamar a las cosas por su nombre.
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