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El criptocatolicismo en Europa 51 de Rossellini

Declinaciones de su recepción por Jacques Rancière

Fuentes: Rebelión

El filósofo Jacques Rancière publicó en 1990 una colección de ensayos sobre las representaciones del pueblo en diversos artistas titulado: Breves viajes al país del pueblo, la última de las cuales se titulaba: «Un niño se mata» [1], un texto dedicado a su interpretación de la película de Roberto Rossellini Europa 51 de 1952. La película […]

El filósofo Jacques Rancière publicó en 1990 una colección de ensayos sobre las representaciones del pueblo en diversos artistas titulado: Breves viajes al país del pueblo, la última de las cuales se titulaba: «Un niño se mata» [1], un texto dedicado a su interpretación de la película de Roberto Rossellini Europa 51 de 1952.

La película en cuestión trata de una mujer burguesa que se da a la caridad cristiana para con un pueblo con respecto del cual antes era indiferente, tras recibir el shock traumático del intento de suicidio y muerte de su hijo. Destila por ello un criptocatolicismo que Rancière asume, y en eso se parece mucho a esa otra película posterior titulada Rompiendo las olas de Lars von Trier. Se trata entonces de dos películas donde el criptocatolicismo que las alienta nos remite a una serie de acciones de las que no se puede dar razón, pero el problema es el motivo, que no es otro en la lectura cristiana, que porque son posesión divina, porque son el producto del escándalo intolerable de la muerte de un dios en la Cruz, de la muerte de un niño o de la necesidad de un milagro; lo cual nos remite a una posición que ciertamente roza el absurdo y la locura, pero no porque exceda a la sociedad organizada por un movimiento de libertad, sino porque se hunde en el abismo negro de la fe y de la religión. Las lecturas cristiana, marxista o psicoanalítica cierran la posibilidad de aprehender la apertura a la que nos podría estarnos también llamando esta película.

Así, el sacerdote de Europa 51 se comporta como un fariseo, al igual que los religiosos en Rompiendo las olas; son todos ellos Caifás: no creen en quien se cree de verdad los preceptos, mientras que ellos son Jesucristo, Cristo redivivo dispuesto al sacrificio. Aquí, en este punto, al unir santidad y locura, como hace Rossellini y recoge Rancière, lo que se hace es leernos elNuevo Testamento, si es que no catequizarnos. El trasfondo sacrificial legitimado nos muestra que entre las lecturas de una obra del séptimo arte como la que nos ocupa, hay algunas que es conveniente rechazar para poder atisbar otras posibles.

Según tal interpretación teológica que estamos rechazando, la heroína de la película pasaría por los tres estadios kierkegaardianos: el estético, el ético y el religioso, por, respectivamente, el amor al hijo, el amor al pueblo y el amor universal o amor a Dios, en un proceso de escatología ascendente, el cual, secularizado, equivale al del progreso.

Por ese motivo el famoso filósofo esloveno Slavoj Zizek nos previene de tales epifanías:

«Esta lógica del acto como identificación con una máscara, como asunción de un mandato simbólico queda, sin embargo, eclipsada en los films de Rossellini por otra lógica radicalmente heterogénea que hace su aparición en los momentos de epifanía; por regla general, estas epifanías son leídas en una perspectiva cristiana, como momentos de gracia que agitan e iluminan al héroe, pero, ¿es ésta, realmente, la manera correcta de enfocarlas? Observemos con mayor detenimiento esta cuestión concentrándonos en tres films, todos los cuales están estructurados como una preparación o una reacción al momento traumático de la epifanía: Alemania, año cero (Germania, anno zero), Stromboli (ídem) y Europa 51 (ídem). Cada uno de ellos se caracteriza por cierta estructura de señuelo: ponen una trampa que debe evitarse, es decir, si los percibimos de una manera «espontánea», inevitablemente vamos por mal camino. (…) toda la historia de Europa consiste en el despliegue de las consecuencias que, para sus personajes, tiene un traumático «encuentro con lo Real» que ocurre en el comienzo mismo [2] «.

Para Zizek el traumático encuentro con lo real es lo que hace que el abismo que se traga a un niño en Alemania año cero, donde también se suicida un niño, y en Europa 51, devore igualmente a la madre y al espectador. Se deja atisbar que es un acontecimiento irrepresentable el que mueve los hilos como un Gran Otro. Sin embargo, a Zizek, la rejilla teórica marxisto-lacaniana que con magistral soltura desarrolla, le impide centrarse en ese abismo del acontecimiento que tan acertadamente señala. Con lo cual, nos quedamos de su comentario con la advertencia de que si cedemos al criptocatolicismo, vamos por mal camino.

Para subvertir la interpretación criptocatólica, cuando nos dice Rancière que «el pueblo es un encuadre», no podemos menos que recordar la famosa escena de Viridiana (1961) en la que Buñuel reproduce La última cena. En ella vemos cómo el surrealismo supera con creces al neorrealismo, al ser ya eminentemente ateo y transgresor, centrado en liberar al inconsciente de las trabas yoicas y superyoicas sin engolfarse en ningún diagnóstico clínico ni encuadrar el cuadro en ninguna teoría racional.

Buñuel en dicho film nos habla sin tapujos de un pueblo que es zafio, mezquino, cruel, vil, que cuando no roba, asesina, como no puede ser menos, dadas las condiciones de existencia en las que se encuentra; mientras que la tonta que lo quiere salvar no será sino una enajenada, alguien que habría que encerrar en un psiquiátrico, y no una santa. Otra cosa sería verla como un(a)outsider, algo que se dejaría leer si se le quitase la tendencia católica que impregna al film.

El texto de Rancière en el que nos centramos pertenece, como hemos dicho al comienzo, a un libro que se llama visitas al país del pueblo, pero según la película, parecería como si para captar al pueblo bastase con coger el tranvía y apearse en los suburbios; mientras que quizá el pueblo, también debiera permanecer como algo irrepresentable o, al menos, como en Buñuel, impresentable.

Rancière nos dice que «el pueblo representado es un cuadro en el que se ha encerrado a muchos (…) están apiñados, al calor, son solidarios», con lo cual deja patente que tiene una concepción beatífica del pueblo. No en vano nos recuerda que la heroína de Rossellini está inspirada en esa famosa cristiano-obrerista que era Simone Weil y en «su año en la fábrica». Pero los santos nunca son verdaderos rompedores del status quo. No lo son a menos que se tornen místicos y, por tanto, que se manifiesten como panteístas, es decir, ateos, ya que si Dios es la Naturaleza ya no hay Dios, como ocurre en Spinoza o en Francisco de Asis, pero no en la Irene de Rossellini vista desde el prisma vaticano. El propio Rossellini realizó una espléndida película sobre el místico de Asis, Francisco, juglar de Dios (1950), un santo al borde de ser declarado herético, y otras varias para la televisión sobre un buen número de filósofos, sobre esos seres siempre exteriores, siempre saliéndose del cuadro.

Cuando Rancière habla del gesto del Emperador Marco Aurelio pidiendo la atención de la plebe, allí sí que casi roza una mística, pero una mística nada proletaria, nada atea ni anárquica, sino la del respeto popular hacia la realeza, la reaccionaria. Por eso nos habla de ese «gesto que apacigua y vuelve atento al pueblo» y que su heroína realiza y lanza al final de la película como una «bendición». Un gesto magno ante lo cual, el cura, que ya está con el pueblo aunque farisaicamente la había negado antes, se quita el sombrero; como no dejará de recordar Juan Manuel de Prada en el coloquio que Garcí realizó tras emitir la película que comentamos.

La bendición final de Europa 51 y el milagro que aparece como colofón de Rompiendo las olas, imprimen a esas películas una retrospectiva al Vaticano que nos parece que raya en el adoctrinamiento religioso, en un condicionamiento subliminal de masas cinéfilas no atentas a lo que en el fondo se les está contando [3].

En un buen artículo de un gran conocedor de Rancière hemos encontrado quien ha reflexionado del mismo modo que nosotros lo hacemos a lo largo de estas líneas, detectando, igualmente, el criptocatolicismo y remitiendo como contraste al Buñuel deViridiana. Como cuando nos dice, tras comparar el film del que hablamos con otro más afortunado del citado con anterioridad de Lars von Trier, con Dogville, su autor, lo siguiente:

«La moral de la historia no es simplemente, como Rancière proclama, que es imposible ser bueno en un mundo maligno. Sino que es también -como sugiere Luis Buñuel en Viridiana– la de que una sutil pero constante perversión guía subterráneamente y marchita, el supuesto bien de la devoción religiosa y de las fachadas sociales [4] «.

Habría que añadir que al aludir Rancière a Sócrates para compararlo con la heroína, nos remite antes al Sócrates de Kierkegaard, figura ética precedente de la figura religiosa de Jesucristo, que a otros. Y de manera ética aparece el personaje de Andreas, el amigo comunista que lleva a la burguesa a la conciencia de clase para curarla de su pérdida, pero sin conseguirlo. Nos remite así Rancière a un Sócrates precristiano antes que al Sócrates de un Agustín García Calvo; a ese otro que sería más bien el rompedor de todas las convenciones, el corruptor de la juventud, el que trastoca toda moral y todas las leyes de la ciudad, pero no por santo sino porque está endaimoniado, porque en él habita un daimón.

Dicho lo antecedente como lo equivocado de la película y no tanto, pero también, de la interpretación que la sigue sin contravenirla, los aciertos de la lectura de Rancière estriban en el tratamiento posestructuralista que le otorga también a la obra. Su visión es recepcionable una vez separada del criptocatolicismo, es decir, cuando se centra en el tratamiento de lo traumático y en el acontecimiento que acontece, sin más.

La heroína está perdida tras el trauma de la muerte del niño y ese «acontecimiento» que «tiene que ver con la nada», es intolerable. Es intolerable pero no es incomprensible, ya que el niño muere, quizá muere porque ha habido guerra y porque hay miseria, pero está allende toda explicación.

La muerte del niño nos remite al famoso cuadro que dibuja Chesterton cuando habla de la niña pelirroja al final de su famoso libro Lo que está mal en el mundo:

 «Hay que empezar por algún sitio y yo empiezo por el pelo de una niña. Cualquier otra cosa es mala, pero el orgullo que siente una buena madre por la belleza de su hija es bueno. Es una de esas ternuras que son inexorables y que son la piedra de toque de toda época y raza. Si hay otras cosas en su contra, hay que acabar con esas otras cosas. Si los terratenientes, las leyes y las ciencias están en su contra, habrá que acabar con los terratenientes, las leyes y las ciencias. Con el pelo rojo de una golfilla del arroyo prenderé fuego a toda la civilización moderna. Porque una niña debe tener el pelo largo, debe tener el pelo limpio. Porque debe tener el pelo limpio, no debe tener un hogar sucio; porque no debe tener un hogar sucio, debe tener una madre libre y disponible; porque debe tener una madre libre, no debe tener un terrateniente usurero; porque no debe haber un terrateniente usurero, debe haber una redistribución de la propiedad; porque debe haber una distribución de la propiedad, debe haber una revolución. La pequeña golfilla del pelo rojo, a la que acabo de ver pasar junto a mi casa, no debe ser afeitada, ni lisiada, ni alterada; su pelo no debe ser cortado como el de un convicto; todos los reinos de la tierra deben ser mutilados y destrozados para servirle a ella. Ella es la imagen humana y sagrada; a su alrededor la trama social debe oscilar, romperse y caer; los pilares de la sociedad vacilarán y los tejados más antiguos caerán, pero no habrá de dañarse un pelo de su cabeza [5]«.

Magnífico texto muchas veces citado y recordado. No podemos sino suscribirlo desde el principio hasta el final. Nos encontramos ante un párrafo que ha movilizado innumerables conciencias hacia lo micro-político, hasta el punto de vista según el cual por un pequeño, vale la pena enfrentar toda la opresión del planeta.

Sin embargo, podemos decir sin reparos, que la utilización chestertoniana de la muerte de un niño para afianzar su catolicismo y tradicionalismo debe ser rechazada. Utilizar a los muertos para una causa ideológica siempre es algo ruin, más mezquino aún si son niños, pues éstos todavía no abrazan causa alguna ni pertenecen a ninguna ideología.

El párrafo de Chesterton es de un impacto y de una brillantez sin igual para defender la vida frente a la muerte, la revolución frente a lo establecido, la libertad frente a la sujeción. Más por eso mismo lo es más entonces para un vitalismo ateo que defiende lo humano esencial y menos para los dogmas de ninguna religión triunfante. Conviene prevención y reflexión, manteniendo distancias con toda instrumentalización de la infancia, excepto aquella loa que exclusivamente sea tendente a defender a los pequeños y los débiles contra los fuertes.

Rancière nos dice que el acontecimiento de la muerte del niño tiene que ver con la «conversión» de su madre. De nuevo aquí cae entonces con esa palabra desafortunada en el criptocatolicismo. Hay que corregirle simplemente en este punto y decir que tiene que ver con una transvaloración, con una transformación que sitúa a esa mujer en un afuera, en el afuera, este sí un lugar de ningún modo comprensible ni recuperable por la sociedad. Ella se encamina a situarse en el afuera de la libertad, por lo cual, es encerrada.

El filósofo indica que en los años 60 tuvo una interpretación, la que ahora recoge y criticamos, pero que en la actualidad, años 90, tiene otra. Es la segunda visión estético-política de la película la que nos parece más acertada, la que se sustenta en el mantenimiento de un acontecimiento como tal, esto es, como inenarrable, inaprensible e intolerable; como algo hay que dejar como tal sin invadirlo de sentido al pretender explicarlo. La heroína entonces es aquella que lanzada hacia afuera por un acontecimiento brutal acepta lo imprevisible por venir y se lanza hacia la posibilidad más que humana, manteniendo lo irrepresentable como irrepresentable. Lo representable está representado por el marido, que cree que ella le engaña, por el juez, que la juzga, por el médico y por el psiquiatra, que la diagnostican, por el sacerdote, que la rechaza e incluso por el comunista. Pues todos ellos dan razones para explicar lo que ocurre, lo que le ocurre a ella. Al principio también ella se echa la culpa de lo que ha sucedido, explicándose como culpable, como mala madre, luego pasa al comunismo cristiano redentor y, finalmente, acaba asimilando el sinsentido de lo ocurrido. Si la muerte de un niño es inimaginable, intolerable e irrepresentable, ninguna teoría puede dar cuenta de ello.

El filósofo Jacques Rancière, entonces, detecta bien, en consonancia con su pensamiento filosófico ácrata, a quienes se sitúan en ese afuera de manera súbita y de forma inexplicable; aunque son los que se sitúan en un lugar de libertad -en el cual pueden mezclarse y armonizarse con los otros- son, igualmente, a los que se encierra o a los que se interna. Son esos los que van al «manicomio, donde encerrarán a Irene por incapacidad de dar razón de su conducta», y eso porque estamos en «una sociedad que juzga y condena aquello que la supera».

No es lo mismo perderse por estar enfermo que perderse por superabundancia, por sobrepasarse, por ejemplo, en generosidad. Así lo atestigua el mismísimo filósofo-teólogo Soren Kierkegaard cuando nos habla del estadio estético, que no ya del religioso, en un párrafo que podría haber firmado Nietzsche:

«Más allá del mundo que habitamos, en un fondo aún lejano, existe otro mundo: entre ambos existe, aproximadamente la misma relación que entre la escena en un teatro y la escena de la realidad. A través de una sutilísima niebla vemos otro mundo de nieblas, un mundo más tenue y de un carácter más intensamente estético que nuestro mundo real; un mundo donde los objetos tienen un valor diferente del que ofrecen en la realidad. Y sucede que muchos seres que materialmente se encuentran en este mundo real, en realidad, no pertenecen a él, su verdadera morada está en el otro mundo. Cuando un hombre se pierde entre nosotros y llega casi a desaparecer, ello puede ser por enfermedad, o, tal vez, por un estado de salud más elevada. Tal era lo que le ocurría a «él», a quien yo, antes de conocerle, conocía ya. El no pertenecía al mundo de la realidad, aunque tenía con ésta muchas relaciones. Se internaba en la realidad muy profundamente, cada vez más adentro; pero cuando más se hundía en ella, más libre, más fuera de la realidad se conservaba, la excedía [6]«.

Aunque el filósofo danés recién citado mostrase predilección por la vida religiosa a lo largo de su vida y obra, bien sabía que entre los modos de existencia no religiosos también cabían seres que exceden y superan a la realidad. Unos seres que si eran tratados como locos o como enfermos habría de ser porque llevaban consigo la estética o la ética hasta sus últimas consecuencias y no por desarreglos en su mente. Algo que desde luego pretenderá para su caballero de la fe, para ese estadio con el que como venimos diciendo no comulgamos, con el que no comulgamos a menos que se torne y tome como místico.

Por tanto, es distinto lo que la película dice -expuesto a multitud de interpretaciones- que lo que la película muestra. Ese mostrarse excede tanto a la película como a las interpretaciones. Si nos atenemos a lo que dice y realizamos una interpretación cristiana, marxista o psicoanalítica, aplicando esas rejillas teóricas, impedimos que se nos muestre algo, cerramos la abertura que contiene el film. Si se quiere decir psicoanalíticamente que la madre tiene una relación de pareja edípica con el hijo y que los celos de éste generan que se trate de matar o que, a la manera marxista, es la miseria del pueblo la que provoca una torsión en el espíritu de la heroína; se acertará pero se cerrará con ello la apertura del sinsentido que planea sobre el acontecimiento.

La protagonista se llama Irene, que significa, paz, y solamente alcanza la paz cuando acepta que no hay razones para explicar lo ocurrido, pero que lo ocurrido la ha sacado fuera de sí hasta alcanzar cierta comprensión. Por eso ella no ve nada en el test de Rorschach que le presenta el psiquiatra, porque está más allá de la representación y de la interpretación y, por eso Irene, como bien dice Rancière, «se sale del cuadro».

Situada la protagonista de Europa 51 de ese modo, en el exceso no religioso sino estético-ético o místico, ya se nos permite realizar otra lectura. Nos sale de ese modo una versión más fructífera de la película. Obtenemos así una distinta lección: la que se muestra pero no se dice, soterrada, si bien enturbiada en la magna obra de Rossellini y en el comentario que le dedica Rancière.

Es esa otra lección que se muestra la que hemos querido despejar.

Notas:

[1] Jacques Rancière Breves viajes al país del pueblo. Ediciones Nueva Visión. Buenos Aires 1991. 3. «Un niño se mata», pp.89 y ss.

[2] Slavoj Žižek ¡Goza tu síntoma! Jacques Lacan dentro y fuera de Hollywood. Nueva Visión, Buenos Aires, 1994, p.51 y 55

[3] Toda obra del séptimo arte contiene lecturas ideológico-políticas sea o no premeditado el suscitarlas por el director. Véase a este respecto mi artículo: Leni Riefenstahl y la estètica fascista; prueba de la imposibilidad de un arte apolítico. En: Revista Observaciones Filosóficas, núm. 11, 2010. También accesible en la Web de filosofía La Caverna de Platón: riefensthal0304

[4] En: Jacques Rancière: History, Politics, Aesthetics. Gabriel Rockhill and Philip Watts editors. 12. «The Politics of Aesthetics: Political History and the Hermeneutics of Art», by Gabril Rockhill, Duke University Press, Durham and London 2009, p.212.

[5] G. K. Chesterton Lo que está mal en el mundo. Ed. El Acantilado, Barcelona 2008, párrafo final.

[6] Soren Kierkegaard Diario de un seductor. Biblioteca Sol. México 1944, pp.9-10.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.