Volvían a su patria, varios perdieron sus frágiles trabajos en Chile a causa de la pandemia. Eran gente en situación de urgencia, necesitados de apoyo en su retorno. No se les permitió el ingreso y fueron enviados a un campamento habilitado con carpas para cumplir su cuarentena. Les otorgaron así una condición, caritativa y de favor, de recibirlos en su propio país. Fueron un estorbo que había que mantener, indisimuladamente, en la marginalidad urbana. Nadie los fue a recibir. En el mismo tiempo, pero ya en la ciudad, el empresariado privado reunió 22 millones de bolivianos, diseñó un descomunal cheque de metro y medio y empezó el festín comunicacional y propagandístico que relieve el compromiso social de este grupo económico. Allí sí la presidenta estuvo con ellos, llegó hasta con unos minutos de anticipación.
En los últimos días, el Papa Francisco acaba de pronunciar unas palabras que pocos recogen: “Defender a los pobres no te convierte en comunista, en la defensa de los pobres está la esencia del Evangelio”. Bolivia vive un momento en el cual, amparar a los pobres, a los necesitados y urgidos en la desgracia te convierte, inmediatamente, en actor político, en un masista irredento, sedicioso y subversivo, alguien que en el desprecio que alguna sociedad le construye, no es digno ni del pan de cada día. Expresión de la polarización forzada, con ellos o a mi lado. Sin espacio a terceras posiciones.
¿Dónde principia conducta tan infame de quienes observan a sus semejantes con desprecio y desagrado? Nuestros pobres caminan entre nosotros, pero a la sola intención de pedir por la posibilidad de comer con algo de dignidad son querellados. En algo que ya se torna habitual, escuchan desde el poder y sectores de la clase bien, voces que los asocian con lo salvaje, lo delincuencial, es en ellos que quieren encontrar la síntesis de todos los vicios que perturban la sociedad. No obstante, son excusa permanente para lo político, lo electoral, la retórica y los gastos de planes sociales que pocas veces concluyen en destino.
La nueva peste moderna nos acorrala y la responsabilidad acá también es de ellos, su incivilizada desobediencia -dicen- es la que nos expone. Los sectores humildes salen en portadas de medios de comunicación, los estigmatizan, inculpan, “tenemos gente que no entiende” se escucha decir desde el poder. Vemos pobres con dificultad, con asfixia económica que les imposibilita vivir merecidamente en lo que cada jornada demanda, sectores que día tras día pierden algo más de su menguada dignidad, que se enfrentan a la pandemia con un miedo silencioso, obligado por la disyuntiva de elegir entre poder alimentarse y el riesgo de terminar en una cárcel por quebrar la disposición gubernamental. A momentos piden, expresan su dolor, gritan su necesidad, pero no los ven, son imperceptibles al poder y la sociedad bien.
Esta realidad escondida es demasiado grande. Son miles, contenidos en la periferia, esas zonas de rebeldes cuando su docilidad habitual desobedece. El poder de hoy está deshumanizado, se ha convertido en una fuerza miserable que vive ansiosa de preservar su realidad opuesta, de comodidad, de sentir complacencia ahora que el distinto fue expulsado, como en la obra de Byung Chul Han. Están mirando al otro/pobre como lo degradado. Quien está degradado no comparte la misma condición y trastorna -entienden- la sociedad. La visión despreciativa de la otredad social no termina en orillarlos a la periferia, prueba invisibilizarlos, reducirlos, ocultarlos hasta que sientan que sus sueños mismos son absurdos. Fernando Pessoa alguna vez escribió: “grandes ambiciones y sueños amplios tienen todos, pero lo que no todos tienen es la fuerza para realizarlos o un destino que se avenga a dar su apoyo”. Los pobres en Bolivia, si soñaron alguna vez, hoy les acaban de comunicar que soñar también se ha prohibido en estos tiempos de cuarentena.
Lo que es un derecho no puede tornarse en concesión, la dignidad trizada, de quien urgido por la desesperación clama el favor de su patria, se relaciona hoy intencionalmente con politización, entonces sí pueden instalarte en campamentos donde ellos, los que deciden, no se guarecerían siquiera de una leve llovizna.
En la dimensión política de la crisis sanitaria que aflige a los bolivianos, resuena una prédica de Jesús: ¿de qué le serviría al hombre ganar el mundo entero si perdiera su alma? Miles de años después, Francisco, su representante en la tierra advierte y recuerda: “seremos juzgados por cómo tratamos a los pobres”.
Jorge Richter Ramírez es politólogo