Comenzó el año 2017, año que además de ser el motivo de varios homenajes y celebraciones dentro del movimiento revolucionario internacional, apunta a ser uno de los más sombríos en la historia reciente de México. En los primeros días, se sucedieron paros carreteros, toma de gasolineras, saqueos y protestas multitudinarias a lo largo y ancho […]
Comenzó el año 2017, año que además de ser el motivo de varios homenajes y celebraciones dentro del movimiento revolucionario internacional, apunta a ser uno de los más sombríos en la historia reciente de México. En los primeros días, se sucedieron paros carreteros, toma de gasolineras, saqueos y protestas multitudinarias a lo largo y ancho del país; expresión del hartazgo social que ha ido creciendo y acumulándose entre los diferentes estratos de la población. El motivo: el aumento injustificado al precio de la gasolina; aumento que, como todos podemos constatar, se ha aplicado de manera sistemática desde el sexenio de Felipe Calderón y que ha propiciado el encarecimiento de los artículos que conforman la canasta básica.
La estrategia contrainsurgente que se ha ido aplicando y afinando a lo largo de los últimos años no tardó en accionar. A través de la manipulación de la información, que nuevamente dividió a los manifestantes entre «manifestantes buenos» (aquellos que expresaban su descontento a través de marchas que no afectaban a «terceros») y «manifestantes malos» (que «saqueaban» cadenas de supermercados, cerraban vías de comunicación o tomaban gasolineras para regalar el combustible), se creó el escenario perfecto para desatar la represión que los cuerpos de seguridad del Estado hicieron sin la menor condena o indignación por parte de la población y buena parte de los «manifestantes buenos» que incluso llegaron a justificar la violencia en contra de los «manifestantes malos». A pesar de que en lugares como Ixmiquilpan, Hidalgo, la represión arrojó como resultado muertos y heridos, éstos han quedado en el olvido y dentro del grueso del movimiento social quedó, no obstante, la condena a aquellos «manifestantes malos» que «desvirtúan el contenido real de las protestas».
Si bien es cierto que, como parte de la misma estrategia contrainsurgente, el Estado mandata a grupos (como fue el caso de los infiltrados y provocadores que fueron señalados durante los saqueos) para que realicen acciones tendientes a escalar el conflicto de manera controlada y así desatar la represión (además de infiltrarse para ubicar organizaciones, individuos participantes y liderazgos); las expresiones espontáneas de hartazgo social de los pobladores indignados no pueden ser colocadas, condenadas, ni evaluadas en el mismo plano ni con el mismo criterio.
No es novedad la autocensura que el grueso del movimiento social organizado, o espontáneo, se autoimpone a partir del discurso que genera la estrategia contrainsurgente. Si de algo ha servido dicha estrategia es precisamente para generar discursos y prácticas que terminan por conducir las protestas sociales a un escenario en donde el peligro de la «insurgencia» sea improbable o pueda ser fácilmente eliminado. No sólo la ejecución extrajudicial, las desapariciones forzadas, el encarcelamiento, la tortura, la infiltración en los grupos y organizaciones, la provocación o la delación han generado un escenario así, sino también el rumor, la mentira y la calumnia tendientes a fragmentar al movimiento social. Asimismo, la construcción mediática de los «enemigos» de la civilidad y del Estado de derecho, encarnados en los «anarquistas», «subversivos» o «guerrilleros», etcétera, son estrategias contrainsurgentes que han tenido un fin particular: desactivar, sea físicamente o mediático-discursivamente, cualquier intento de organización que pudiese articular un movimiento que lograse impugnar de forma práctica la situación de subordinación del país a las empresas transnacionales y al imperialismo norteamericano.
¿Esto quiere decir que el Estado es el único responsable de que la indignación popular devenga en inoperante, fácilmente controlable y caiga en el círculo vicioso de la movilización, desgaste y frustración? No. A ello ha contribuido también, en gran medida, la izquierda mexicana. En otro artículo [1] hemos señalado las características que la definen, así como sus limitaciones prácticas y teóricas a la hora de proponer programas políticos a partir de una interpretación cosificada de la realidad. No repetiremos el análisis, señalaremos simplemente algo que esa misma izquierda mostró en la coyuntura a la que nos referimos.
En los últimos quince años la izquierda mexicana no ha podido articular unitariamente ningún descontento social (echando atrás alguna contrarreforma o deteniendo algún proyecto de «desarrollo» impulsado por la burguesía y la clase política entreguista mexicana), por lo tanto, en esta coyuntura se apresura a reaccionar ante los eventos que no preveía y para los cuales no tiene una respuesta. Condena o alaba desproporcionadamente los «hechos», ve enemigos o aliados de un proceso revolucionario inexistente y, además, con sumo utopismo, o con sumo desprecio, no comprende el sentido, la dinámica, los alcances y límites de la coyuntura. Está siempre a la zaga de ésta, de manera reactiva, sin trabajo entre las masas que dice representar y que pretende «guiar» y, por si fuera poco, su proyecto político (que no logra radicalizar ni articular como proyecto de realización aquí y ahora) es desconocido por esas mismas masas. Su accionar coyuntural sigue el curso de las olas, van creciendo para después romper en espuma y quedar absorbidas en la arena de la barbarie cotidiana.
Por un lado, de manera abstracta y repetida, la izquierda critica la inmediatez de la respuesta de los proletarios indignados y les exige aquello que no existe porque olvida que, al igual que su conciencia, la conciencia de los proletarios se encuentra constituida desde el horizonte de la cosificación. Pero, al no hacer nada para romper dicha cosificación, debido a su poco o nulo trabajo político, termina siendo la serpiente que se muerde a sí misma la cola. Su condena y su crítica son impotentes porque son incapaces de articularlas con el vulgo.
Por otro lado, la izquierda utópica que ve en este tipo de coyunturas el amanecer de la insurrección popular o «la chispa que incendiará la pradera» queda presa igualmente en esa interpretación cosificada de la realidad. Su escaso o nulo trabajo político con esas masas, que son inmortalizadas y alabadas como héroes, y su proyecto político plagado de deseos y fantasías no puede conectar con las posibilidades que ofrecen las condiciones reales en las que viven los trabajadores, campesinos e indígenas.
El gasolinazo, al igual que otras coyunturas que ha atravesado la realidad política mexicana en los últimos 5 años, sacudió a algunos, ilusionó a otros y al Estado mexicano le sirvió para experimentar sus políticas de contención social y para evaluar el grado de desarticulación y de respuesta del movimiento social organizado y del movimiento social espontáneo. Volvió a colar en la población el discurso contrainsurgente, escaló focalmente la protesta social para así criminalizarla generando una imagen y un discurso que ha permeado en la conciencia ya de por sí cosificada de la clase trabajadora mexicana.
Nos encontramos ante un escenario catastrófico, en donde la precarización laboral, la agresión constante hacia las colectividades rurales indígenas y campesinas por medio del despojo y el narcotráfico, el desempleo y el recorte de derechos sociales redunda en la instauración de dinámicas de pauperización que arrojan a los individuos a la lumpenización: al sicariato, al robo, secuestro, tráfico ilegal de mercancías y extorsión; actividades, todas ellas, que el mismo Estado controla y defiende al extraer cuantiosas ganancias.
¿Esta dinámica de pauperización creciente conforma subjetividades que, dada su condición miserable, de golpe, decidan llevar a cabo un proceso revolucionario? ¿Basta que exista impotencia y hartazgo en la población para que una organización «lidere» y «canalice» ese descontento hacia puertos en donde la insurrección esté a la vista? Pensamos que la respuesta a ambas preguntas es un rotundo no.
En este sentido, y en aras de formular la posibilidad de responder afirmativamente a cualquiera de ambas preguntas, es importante tener siempre presente que toda praxis (y, sobre todo, la praxis política) se define por la finalidad que pretende realizar y por los medios práctico-concretos con los que cuenta. Así, el fin queda articulado con las posibilidades reales que ofrece el contexto en el que se despliega; y para ello, debe considerar los medios con los que cuenta. En términos concretos: la finalidad de hacer la revolución y de subvertir las condiciones de alienación, miseria, opresión y explotación no pueden ser planteadas únicamente desde la lectura abstracta y voluntarista, urgentista e inmediata de ciertos sectores del movimiento social. Antes bien, requiere que esa finalidad se abra en y desde la conciencia de los trabajadores, pero no por medio de comunicados o análisis «sesudos» que mágicamente prendan en las masas y las guíen, sino por el trabajo político cotidiano, el cual implica, como momento constitutivo de la praxis revolucionaria, la formación de una conciencia crítica y consciente de las finalidades que puede emplazar y realizar.
En resumen, parece pertinente desoír la propaganda contrainsurgente y articular la protesta social a partir de finalidades reales que, aunque básicas, aseguren su realización. Todas las formas de lucha, si logran articularse en función de fines concretos y realizables, podrían poner el freno de emergencia de este tren desbocado que sigue dirigiéndose hacia la barbarie potenciada. Pero, en México, ¿qué movimiento de izquierda se encuentra haciendo dicho trabajo sin fagocitar a los grupos que podrían ser sus aliados estratégicos?
Nota:
[1] La izquierda «posmoderna» mexicana y su incapacidad para pensar y organizarse como clase: http://www.rebelion.org/
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