Una de las aspiraciones más corrientes de algunos gobernantes, principalmente de aquellos países que no han alcanzado los estándares convencionales del desarrollo -subdesarrollados suele denominárselos equivocadamente-; es superar dicha condición y pasar al selecto grupo de los que gozan prosperidad, éxito y bienestar, basados en la acumulación de riqueza material y económica. En esos términos, […]
Una de las aspiraciones más corrientes de algunos gobernantes, principalmente de aquellos países que no han alcanzado los estándares convencionales del desarrollo -subdesarrollados suele denominárselos equivocadamente-; es superar dicha condición y pasar al selecto grupo de los que gozan prosperidad, éxito y bienestar, basados en la acumulación de riqueza material y económica.
En esos términos, nadie que se precie de un mínimo de patriotismo y amor por su país, se podría poner en contra del propósito de construir un futuro promisorio para el conjunto de la sociedad. Mucho más si históricamente se ha sufrido los rigores que impone la dependencia, el colonialismo, la explotación y el sometimiento, cuyos orígenes, modalidad e intereses en juego todos conocemos.
La actual coyuntura de bonanza que atraviesa el país, marca una oportunidad excepcional para llevar adelante este tipo de aspiración aparentemente justificable. Por eso se explicaría que muy rápidamente se ha pasado de aquella fase de innumerables canchas de césped sintético, tinglados y otras obras que sembraron cemento a todo lo largo y ancho del país, a la fase de las megaobras y los proyectos faraónicos de gran enverdadura e inversión. Sin embargo, ellas no han podido evitar siquiera la tentación de aquellos gastos totalmente dispendiosos e inútiles (que van desde aviones, automóviles modernos y lujosos, caballos para las FF.AA, o joyas que se regalaron a dignatarios asistentes a una Cumbre), hasta gastos en ámbitos tan poco tradicionales como la instalación de fábricas de papel y cartón, o la adquisición de embarcaciones (que por lo demás también implicaron estafas).
Tal es este nuevo imaginario de grandeza y espectacularidad que se va instalando paulatinamente, que hasta un nuevo diseño arquitectónico (mestizo-criollo lo han denominado), o las obras municipales de diverso tipo que se lucen en varias ciudades, no han quedado al margen de esta especie de fiebre monumental. No por nada y muy sintomáticamente, el mismo Vicepresidente Alvaro García Linera no se cansa de repetir que para el cumplimiento del segundo centenario nacional, el 2025, Bolivia se constituirá en una potencia continental.
Sin embargo, a la luz del proceso de cambio y transformaciones en el que nos embarcamos como resultado de las revueltas populares de inicio del siglo, la Asamblea Constituyente y la consiguiente aprobación de la nueva Constitución Política del Estado, acaso no resulta absolutamente pertinente preguntarse si ese era el imaginario de la nueva sociedad, el Estado y la nueva economía que nos habíamos trazado como objetivo y horizonte de realización nacional (¿).
No puede pasar desapercibido que junto con ese enorme despliegue de construcciones e inversiones, entre los que puede mencionarse los más de 300 millones de dólares gastados para poner en órbita un satélite que debería situarnos a la vanguardia de las telecomunicaciones, pero que en la práctica no ha supuesto siquiera la agilización del lentísimo internet disponible y, mucho menos su abaratamiento (como mínimamente se esperaba porque también sigue siendo uno de los más caros); sucede que se están tomando medidas y se han planteado objetivos nacionales, que vale la pena revisar, en vista de las implicaciones que tienen para el futuro del país y el tipo de desarrollo que se perfila.
Para muestra basta un botón. Se ha aprobado una ley de minería, antinacional y entreguista, que a tiempo de garantizar la permanencia y las multimillonarias utilidades de grandes empresas transnacionales, también propicia la explotación salvaje de los recursos minerales, así como las graves disputas, conflictos sociales y daños ecológicos y ambientales que cotidianamente se conocen. Por otra parte, la misma ley facilita todos los canales para que se explote de la misma forma salvaje, aquellas áreas no tradicionales como el Precámbrico y la Amazonía en las tierras bajas de nuestro país, que guardan metales, piedras preciosas y minerales estratégicos que no se encuentran en otros lugares del mundo. Casi simultáneamente, se han puesto en vigencia las nuevas leyes de bancos e inversiones, por las que no solo se garantiza seguridad jurídica a las inversiones (nacionales y principalmente extranjeras), sino que se criminaliza y penaliza cualquier tipo de manifestación social que pudiera considerarse atentatoria a los intereses del capital. También por ley se ha legalizado la quema y chaqueo de más de 4 millones de hectáreas de bosques y biodiversidad que productores agropecuarios (principalmente terratenientes y grandes empresas agroindustriales) ilegalmente realizaron en el pasado, con lo cual no solo se consolidan propiedades que debieron haberse revertido al dominio de la nación, sino que se les ofrece otorgarles otra serie de facilidades (incluida la producción con transgénicos) para que anualmente amplíen la frontera agrícola, nada menos que en un millón de hectáreas adicionales. Es decir, se propicia expresamente la restauración del latifundismo y el exterminio del campesinado, yendo totalmente en contra de los postulados de defensa de los derechos de la Madre Tierra, el establecimiento de una relación armoniosa con la naturaleza y, lo que es peor, anulando toda posibilidad de garantizar soberanía y seguridad alimentaria para el país, a costa de adscribirse al espejismo de obtener enormes ganancias por la negociación financiera de commodities y la exportación agroindustrial, que en pocos años acabará con los bosques y nos heredará yermos desérticos.
No menos puede decirse del proceso de industrialización adoptado (cuyo propósito es la sustitución de la matriz primario exportadora), pero que se está concentrando en los derivados de los hidrocarburos, cuando sintomáticamente grandes empresarios internacionales ya han decidido dejar de invertir y retirar capitales de la explotación de hidrocarburos y recursos fósiles, no precisamente porque tengan una gran sensibilidad por el cambio climático originado en la emisión contaminante que provoca el uso de esta fuente energética, sino porque ya saben que los hidrocarburos se consumirán totalmente en un tiempo relativamente corto y que, por tanto, se requieren garantizar otros espacios de inversión y nuevas fuentes de acumulación capitalista. Es decir, están abandonando aquellas tradicionales industrias, fuentes energéticas y tecnologías que dieron base y sustento al surgimiento y expansión de aquel capitalismo industrial que conocimos (hoy cada vez más obsoleto y caduco), pero que irónica y paradójicamente nuestro gobierno busca ansiosamente atraer, reproducir y replicar, sin que al parecer se dé cuenta que, al cabo de unos pocos años, no habrá hecho otra cosa que anclar al país en un sistema decrépito y en decadencia, con la desventaja de haber adoptado un modelo industrial, tecnológico y económico que el propio capitalismo está desechando ya, en vez de construir y desarrollar aquel nuevo paradigma que germinaba y el mundo captó esperanzadamente como el socialismo comunitario para Vivir Bien en armonía con la naturaleza.
El asunto se agrava, cuando en ese delirio de grandeza (que por cierto pudiese ser bien intencionado, al punto de empedrar el camino al infierno), se decida incursionar nada menos que en la energía nuclear (con fines pacíficos se justifica). Para el efecto, se ha previsto invertir nada menos que 2.000 millones de dólares (iniciales) y emprender una aventura de esta catadura; todo por emular y disponer de una fuente de energía tan peligrosa, que demanda cantidades inimaginables de agua que el mundo necesita para vivir y no enfriar reactores y, sobre todo que es económica, climática y humanamente tan costosa, en vista de los graves desastres provocados en países que se reputan de una gran capacidad, conocimiento científico y recursos… y que por cierto, ya han decidido desechar, habida cuenta precisamente de la abismal y espantos diferencia entre costos y beneficios, que ya se ha establecido de la manera más trágica para la humanidad.
En fin, parecería como si desde el Estado se buscase perfilar un referente imaginario típicamente capitalista, un modelo nacional a seguir en el futuro francamente retrógrado; que muestra a Bolivia como una potencia continental en abundancia, pero que sin embargo no contempla siquiera lo efímero que siempre han sido los periodos de bonanza, y que por más abundancia que aparezca, los recursos disponibles siempre son finitos y limitados. Peor aún, sabiendo que muy a pesar de lo que podría arguirse para sustentar esta opción que nos devolvería a la penosa tarea de hacer más de lo mismo en beneficio de la restauración de un sistema que nos agobia y además esquilma; no es ni siquiera compatible ni mucho menos responde al mandato constitucional y el modelo de sociedad y Estado que se ha delineado en la Carta Magna. Es decir, no existe ni siquiera el argumento de la descalificación o rechazo a las observaciones realizadas contra el tipo de Nación que se quiere deslizar bajo el argumento de la bonanza circunstancial y los delirios de grandeza, porque sencillamente se trata de argumentos contenidos en la Constitución Política.
Arturo D. Villanueva Imaña es sociólogo. Cochabamba – Bolivia.
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