CIUDAD DE PELÍCULA Hay en todo el mundo una entusiasta y feliz insistencia en la necesidad de recuperar la memoria histórica. Sobre todo en aquellos países que atravesaron dictaduras autóctonas u ocupaciones extranjeras en algunos periodos de su historia. Muchos de estos países decidieron, en algún momento de su andadura, ocultarse a sí mismos las […]
Hay en todo el mundo una entusiasta y feliz insistencia en la necesidad de recuperar la memoria histórica. Sobre todo en aquellos países que atravesaron dictaduras autóctonas u ocupaciones extranjeras en algunos periodos de su historia. Muchos de estos países decidieron, en algún momento de su andadura, ocultarse a sí mismos las cicatrices de la represión. Se inventaron una nueva identidad al hilo de las más oportunistas conveniencias políticas. Y acabaron tumbados en el diván del psicoanalista.
Recordar es descoser el tiempo impuesto de aquella red de tiempo inadmisible porque se tejió con la aguja saquera del desprecio al otro -cuando no de su exterminio- y el olvido. Hablar de la memoria es escarbar en la tierra hollada sin miramientos por la violencia autoritaria y destapar el olor a dignidad de la muerte sepultada. De esa memoria hablamos. No de otra. Hoy está de moda empatar a muertos las memorias, juntar indignidades de una y otra parte: consensuar, en suma y desde un cinismo exasperante, los argumentos del horror. Todos fueron culpables en el delirio obsceno que las dictaduras impusieron a su paso.
Ése es el discurso del consenso que se impone en todas partes: Alemania, Francia, España, Chile, Argentina… Por activa o por pasiva, el terror se impone en la sociedad inocente porque nadie es inocente cuando la violencia es imparable. Eso dicen los del consenso. Y a lo mejor tienen algo de razón. Pero sólo algo. Al final habrá de considerarse la reflexión última: quiénes invadieron territorio ajeno, quiénes dotaron a la muerte de rango institucional, qué parte de la razón era -por quién- convertida en rabia carnicera y en resentimiento perpetuo. Desbrozar la memoria necesita un punto de vista desde el que ponernos a desentrañar las trampas del lenguaje. Eso necesita.
Dejar hablar a los protagonistas de esa memoria es lo que algunos libros persiguen y en sus páginas, llenas de argumentos para comprenderlo todo, asistimos a la traumática verdad de quienes nunca pudieron contar lo que vivieron. O peor aún: aquello que no les dejaron vivir los jerifaltes del horror. Entre esos libros -hoy ya hay muchos, ya los hay- está «Después de la lluvia. Chile, la memoria herida», del periodista Mario Amorós. Es el autor un joven valenciano -de Alicante-, que vive en Madrid y ha dedicado buena parte de su vida profesional a investigar la represión en Chile tras el golpe de Estado de Augusto Pinochet el 11 de septiembre de 1973.
A veces, la recuperación de la memoria es más cosa de edad que de convicciones apriorísticas: la distancia temporal puede condicionar -para bien o para mal: todo dependerá de desde dónde se parta y con qué intenciones- las dimensiones físicas y morales del relato y el mismo autor del libro algo de eso apunta cuando dice en la primera página: «Para mí, que nací justo un mes antes del 11 de septiembre de 1973, Chile apenas era una pieza más de aquellos puzzles geográficos que tanto me gustaba completar en mi infancia, una referencia lejana en la lectura del periódico o una mención secundaria en clase, hasta que en la primavera de 1993 vi un hermoso cartel con aquellas palabras inolvidables: Trabajadores de mi patria: tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo en que la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que mucho más temprano que tarde de nuevo abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor…«.
Era el discurso de Salvador Allende un rato antes de que él mismo se diera muerte para no caer en las manos del ejército golpista. El aldabonazo -dice Mario Amorós- «que despertó una incontenible necesidad de conocer qué sucedió en aquel país del otro extremo del planeta». Claro, pues, desde ese mismo instante, el punto de vista de quien escribe. Y el de quienes vendrán luego, eso ya dicho de los testimonios.
Pocas veces -tal vez nunca- las voces de quienes se apostaron a un lado y a otro de la represión suenan tan claras como en este espléndido libro. Y por entre todos los matices que se cuelan por sus rendijas, el que más me ha impresionado como lector atento a lo que cuentan esas voces: la losa de la impunidad -como en tantos otros sitios- aplastando la regeneración democrática chilena. Se escribe cuando recuerda Natalia, hija de Erika Hennings y del desaparecido Alfonso Chanfreau, la huelga de hambre que ella y otros compañeros, hijos de desaparecidos, llevaron a cabo en agosto del año 2003 ante el anuncio del gobierno de una nueva legislación que en materia de derechos humanos dejaba las cosas como estaban: «la impunidad duele tanto como la represión».
Y en la otra parte la frialdad y el cinismo, la traición a los amigos de la familia porque el golpe militar los ha volcado de su lado o del contrario, esa otra traición que, como en el caso de Marcia Alejandra Merino, delató a sus compañeros del MIR al no soportar el destrozo de las torturas. Especial documento sobre ese personaje -ya fuera de este libro-: el magnífico documental que con el título de «La Flaca Alejandra» realizó hace unos años Carmen Castillo, otro de los estremecedores testimonios del volumen que ocupa esta reseña. Era entonces Carmen Castillo la mujer de Miguel Enríquez, líder del MIR abatido por el ejército en 1974 mientras ella quedaba gravemente herida, y hay en sus trabajos documentales posteriores ese compromiso con las causas dignísimas que le llegan de aquellos años y que nunca dejó de lado ni en el olvido.
No se acaban en esos nombres las páginas hermosas, rabiosamente hermosas, de este libro. Hay muchos más. Y el desgarro que provocan sus relatos no nos deja, precisamente, con la conciencia tranquila de los observadores a distancia. Porque la recuperación de la memoria histórica obliga a decir de qué lado estamos cuando asistimos al relato del horror. El consenso también cuenta, claro. Aquello que dije del empate protagonista en el inventario de la represión. Contra los errores y el caos sembrado por la Segunda República española se levantó el ejército fascista. Contra el desorden callejero y la ruina económica provocados por la Unidad Popular, arramblaron los fascistas chilenos y el benefactor apoyo de EEUU con las vidas de quienes defendían una justa vía chilena al socialismo. Argumentos falaces que esconden las verdaderas motivaciones para una y otra circunstancia: derrumbar la democracia y levantar en su lugar el culto a la represión y exterminio de quien piensa diferente.
- Después de la lluvia. Chile, la memoria herida
- Mario Amorós
- Ed. Cuarto Propio. Santiago de Chile, 2004. 450 pág