El 21 de febrero, no es el único, Bolivia es un país al cual le sobran días llenos de infamias. Pero también tuvo días y noches de mucha dignidad. El domingo 18 de diciembre del año 2005, sucede algo extraordinario para un país, que ha sido alumno sobresaliente, en aquella obscena práctica colonial, del auto […]
El 21 de febrero, no es el único, Bolivia es un país al cual le sobran días llenos de infamias.
Pero también tuvo días y noches de mucha dignidad.
El domingo 18 de diciembre del año 2005, sucede algo extraordinario para un país, que ha sido alumno sobresaliente, en aquella obscena práctica colonial, del auto desprecio, gana las elecciones generales, un indígena.
Los grandes medios de comunicación se niegan a emitir los datos oficiales. Evo Morales, había logrado el 54% de los votos. La casta oligárquica, que gobernó en casi todos los regímenes militares y democráticos de la historia del país, no lo puede creer, no lo quiere creer.
En el insomnio de aquella noche, deciden no renunciar a ningún plan para desestabilizar al nuevo gobierno. Le harán la vida imposible en el Congreso y en el Senado, bloquearán la economía y las carreteras, golpearán y matarán. Y aunque las bajas sean siempre indígenas, obreros y campesinos, las grandes cadenas de noticias, dirán que fue un enfrentamiento.
Una gigantesca deuda social postergada 180 años, aguarda a los nuevos gobernantes, que encuentran un país saqueado. La anterior administración, se ha llevado hasta los muebles.
Cotidianamente los medios hegemónicos, con esmero y «creatividad», desahucian toda acción del gobierno. Elaboran infamias suaves, delicadas, mientras apuntalan la impotencia: «se los dijimos desde el principio, ustedes no van a poder», dicen.
En realidad, la infamia comenzó mucho antes de que Evo Morales asumiera y no fue contra Evo, sino contra el país. De las 19 constituciones que ha tenido Bolivia en toda su historia, 14 constituciones consideraban al indígena, una bestia de carga, un ser invisible que pagaba impuestos y que no era destinatario de ningún derecho. No era ciudadano. No podía elegir ni ser elegido.
Así pasaron 180 años de vida republicana. El indígena, fue carne de cañón de las tres guerras de invasión que sufrió el país, y fue el chivo expiatorio para justificar los fracasos de gobernantes con bigotes de Bismarck que posaban para el daguerrotipo, cándidos e imbéciles, absolutamente desentendidos del país.
Y quizá para no olvidar, una historia llenita de infamias, Bolivia ha instituido el 21 de febrero como: «El día de la Mentira».
Diez días antes del referéndum del 21 de febrero de 2016, los grandes medios de comunicación, sacan de la manga, el certificado de nacimiento de Fidel Ernesto Morales Zapata. Un hijo no reconocido de Evo Morales.
La noticia era falsa, pero alborotó a la sociedad, inclinando la balanza en contra de un país al cual le encanta saltar al vacío. Años antes le había entregado el voto a uno de sus asesinos.
Fidel Ernesto Morales Zapata, nació de la imaginación de la embajada de EEUU.
El encargado de lanzar la primicia al mundo, fue un oscuro periodista de nombre Carlos Valverde, que años antes había integrado las fuerzas paramilitares de la Unión Juvenil Cruceñista, que estuvo en Chonchocoro, cárcel de máxima seguridad, condenado por narcotráfico y que toda su vida militó en esa derecha oscurantista boliviana.
Salvando distancias evidentes, Collin Powell y Carlos Valverde, son idénticos. Odian de corazón, todo lo que tenga que ver con el campo popular, sin ningún tipo de rubor, admitieron que habían mentido y luego, silbando bajito, se fueron a tomar unas cervezas, a la salud del Tío Sam.
El 5 de febrero de 2003, ante el Consejo de Seguridad de la ONU, el entonces, Secretario de Estado norteamericano, Colin Powell, juró por su madre que Irak poseía armas de destrucción masiva. Dos años después, confesó que había mentido.
La mentira tiene un tiempo de vida breve, pero «fructífero».
Gracias a la infamia lanzada por el imperio, yacen bajo tierra miles de soldados iraquíes. Quienes lograron sobrevivir a la carnicería, se han convertido en zombis, que jamás logran conciliar el sueño que ni están vivos ni están muertos.
Las razones de la infamia son siempre las mismas: «es por la democracia», «es para conquistar la paz».
En la era de la pos verdad, «todo se vale».
Sin embargo, la utilización de niños en la política boliviana no es reciente: Años antes, difundieron la infamia de que el Presidente y una funcionaria, tenían dos hijos, que Evo había «embarazado a la hija menor de una ministra», que el gobierno había asesinado a un niño en la localidad de Chaparina, que Evo no había querido reconocer a su hijo, Fidel Ernesto Morales Zapata.
Los creyentes de la posverdad, de tanto tergiversar han conseguido que la verdad desaparezca de la faz de la tierra. Esta nueva religión cuenta con miles de adeptos en el mundo, pero solo en Bolivia, los practicantes ortodoxos de la posverdad, reciben premios.
En abril de 2016, entre aplausos y jaranas, el afamado periodista que le inventó un hijo al presidente, recibió el Premio Nacional «Libertad de Expresión».
Un año después, Raúl Peñaranda, el periodista que excomulgó a cuatro ministros y dio la primicia brutal del fusilamiento de un bebé en Chaparina, fue condecorado con la medalla al Premio Nacional de Periodismo 2017.
Si seguimos así, las Naciones Unidas, tendrán que entregarle el Premio Nobel de la Paz, al General, Colin Powell.
En la Bolivia neoliberal, cada día morían 30 niños de diarrea.
Esa es la democracia terrateniente que pretende regresar y que cotidianamente se luce con sus exabruptos goebelianos.
Anselmo Esprella es comunicador
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.