Parecería contradictorio decir que los actuales son días difíciles para el PRI pues, después de todo, a pesar de que perdió más de un millón de votos en las cruciales elecciones del Estado de México hace escasos dos meses, su candidato salió victorioso y Alfredo del Mazo pronto se sentará en el palacio de gobierno […]
Parecería contradictorio decir que los actuales son días difíciles para el PRI pues, después de todo, a pesar de que perdió más de un millón de votos en las cruciales elecciones del Estado de México hace escasos dos meses, su candidato salió victorioso y Alfredo del Mazo pronto se sentará en el palacio de gobierno de Toluca tan campante como lo hicieron antes que él sus copartidarios Eruviel Ávila, Peña Nieto, Arturo Montiel y tantos y tantos otros desde hace casi un siglo. Pero sí, a pesar de la victoria mexiquense, también difícil, de julio pasado, estos días son igualmente, de hecho más difíciles para los priistas.
Se trata de que ya en plena carrera para el otro julio, el de las presidenciales del 2018, el PRI enfrenta un desafío mucho mayor al que enfrentó en el Edomex. Poniendo brevemente la cuestión se trata de dos problemas peliagudos: primero, la elección de su candidato presidencial y después la de la gigantesca tarea de lograr que sea el sucesor de Peña Nieto en la silla del Zócalo-Los Pinos.
Ningún presidente priista anterior a Peña Nieto tenía una situación tan deteriorada ante el conjunto de la población como él. Y eso incluye ni más ni menos a Díaz Ordaz, a Echeverría, a López Portillo, a De la Madrid, a Salinas de Gortari y al penúltimo de ellos el mediocre y gris Zedillo, quien lleva el estigma de haber sido el presidente priista derrotado por la oposición panista en el 2000. Siete personajes nefastos, nefastísimos sin duda, pero ninguno de ellos estaba en las condiciones de Peña Nieto, odiado y rechazado por la absoluta mayoría de la población. Por ejemplo, Díaz Ordaz, el verdugo de Tlatelol-co, en el fin de su sexenio gozaba de una amplia aprobación de la burguesía, de sectores mayoritarios de la pequeña burguesía conservadora y después del 2 de octubre histórico mantuvo en completo control al país. De los demás se puede decir lo mismo eran muy repudiados por importantes sectores de la población, pero ese repudio no era tan abrumadoramente mayoritario como lo es hoy el que carga Peña Nieto con niveles de aprobación inéditos de sólo el 10 por ciento de la población o aún menos. En síntesis, el priismo mantenía una base social muy fuerte y aunque ciertamente ya estaba sometida a tendencias poderosas de erosión política, todavía le permitía victorias desahogadas.
El panorama para el PRI es hoy desolador: el triunfalismo del «Pacto por México» del inicio del gobierno de Peña Nieto se desplomó rápidamente y hoy tanto el PAN como el PRD, sus antiguos aliados buscan por su cuenta otro pacto (un posible Frente Amplio Opositor) para confrontarlo en 2018. El PRI no ha podido conseguir la mayoría necesaria con sus apoyos de la chiquillada (PVEM, PES y Panal) para lograr la aprobación de la propuesta de ley de seguridad interior, que le dé el marco de acción a las fuerzas armadas en las calles y el mando único policiaco. Ha perdido gobiernos estatales tradicionalmente priistas (¡Veracruz!) y hoy gobierna en menos de la mitad de los estados. No sólo eso, sino que las funestas consecuencias de las tropelías de varios de los gobernadores del «nuevo PRI» tan cacareado por el peñismo, son los ejemplos más conspicuos de la corrupción rampante reinante en la política oficial. El tricolor se enfrenta al desprestigio social por los escandalosos casos de ex gobernadores como Tomás Yarrington, Javier Duarte de Ochoa, Roberto Borge, Humberto Moreira y César Duarte Jáquez.
Todo esto es el asiento de lo que se puede denominar la gestación de una dura puja de las camarillas, con posibles rupturas, si las tensiones existentes no se controlan. Eso es muy evidente en las discusiones preparatorias de la próxima asamblea nacional del partido de este mes de agosto. En las mesas en que se discutirán los documentos que se presentarán a la plenaria destaca sin duda la cuestión de cómo se nominará al candidato presidencial. Para Peña Nieto una ratificación por la asamblea de la decisión de que el candidato no puede ser «externo» sino salido de las filas del partido con una militancia de por lo menos diez años y haber sido electo para un cargo, le restringe la selección de posibles «favoritos» como Meade y Nuño.
La mezquina «democracia burguesa» que ha sustituido al régimen tradicional de partido único de facto no se demostró ser un verdadero cambio cualitativo como fue notorio durante los aciagos sexenios panistas de Fox y Calderón. Para el 2018 se proyectan tres bloques burgueses cuyo enfrentamiento promete ser muy duro. Para el PRI y para el bloque panista y perredista, quienes cargan con la principal responsabilidad de la situa-ción de crisis que es la dominante en el país, es prioritario evitar el triunfo de Morena y su candidato López Obrador, que se postulan como las alternativas «creíbles» ante el fracaso de los primeros.
Los estrechos márgenes que tiene la democracia burguesa existente se hacen evidentes cuando se proyectan posibles escenarios como consecuencia de las elecciones de 2018. Un triunfo de Morena, aunque sea un partido hecho a la medida de su líder, significaría el posible desbordamiento de grandes sectores masivos que creerían que ha llegado su hora. Pero un freno, para no hablar de un fraude, que significara el mantenimiento del priismo como la fuerza hegemónica en el estado, posiblemente no sería tolerado. Una operación como la del Edomex el pasado julio, pero multiplicada por cien podría ser el detonador de un levantamiento de profundas consecuencias.
Son decisiones que tendrán que tomar los oligarcas en los próximos meses, decisiones, por supuesto, muy difíciles que determinarán cuál será el curso de la lucha en la los próximos años.
Unidad Socialista N° 65, editorial, agosto-setiembre de 2017