Contrariamente al relato contado por la derecha política y mediática, que busca borrar el pasado, la historia boliviana muestra -como también ocurriera en toda América Latina-, la profunda relación entre dictadura militar, autoritarismo civil y democracia restringida desde la segunda mitad del siglo XX. ————– Dos filósofos alemanes, de corrientes ideológicas radicalmente distintas, advertían hace […]
Contrariamente al relato contado por la derecha política y mediática, que busca borrar el pasado, la historia boliviana muestra -como también ocurriera en toda América Latina-, la profunda relación entre dictadura militar, autoritarismo civil y democracia restringida desde la segunda mitad del siglo XX.
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Dos filósofos alemanes, de corrientes ideológicas radicalmente distintas, advertían hace más de un siglo sobre la naturaleza de la práctica política en la sociedad burguesa y su relación con la mentira, la manipulación y el engaño. Friedrich Wilhelm Nietzsche afirmaba que «hay hombres que enturbian las aguas para que parezcan más profundas» y Carlos Marx que la política es «alienante y alienada».
Pues bien, de la validez de ambas tesis filosóficas se encargan de constatar todos los días dirigentes de partidos de la oposición, pensadores y analistas que escriben en los principales medios de comunicación que decididamente han tomado una posición en contra el proceso de cambio y el gobierno del presidente Evo Morales. Cualquier hecho sirve para alimentar una matriz de opinión que apunta a borrar las prácticas profundamente dictatoriales y autoritarias del viejo bloque dominante en el poder, en algunos momentos disfrazadas de democracia restringida. Es más, apuntan a querer desmontar la idea de ampliación de la democracia que efectivamente se hizo práctica en el proceso inaugurado, por empuje del pueblo, en enero de 2006.
La muerte de Luis García Mesa también sirvió para tratar de convertir la mentira y la manipulación en realidad. La muerte del dictador fue aprovechada por estos actores -viejos y nuevos- para asociar las prácticas del régimen militar instaurado en julio de 1980 con las prácticas del gobierno actual. Desde editoriales hasta columnas de opinión se refirieron a los peligros que acechan hoy a la democracia por parte de un presidente indígena que asentado sobre el «autoritarismo» -según dicen- busca perpetuarse en el poder, en contradicción con la Constitución Política del Estado y los valores de la democracia.
Y cuando se lee y escucha ese tipo de línea editorial y opiniones, hay que hacer mucho esfuerzo para contener la indignación que provocan quienes, respaldados por sus medios y el manejo de las redes-, han puesto -como ocurre con toda política burguesa-, los hechos históricos y políticos desde sus intereses y visiones de clase. Pues bien, tal como lo hiciera el filósofo de Tréveris, de quien se recuerda en mayo los 200 años de su natalicio, hay que colocar de pies lo que el relato conservador ha puesto de cabeza.
En octubre de este año Bolivia cumplirá 36 años de un retorno complejo a la democracia. Por supuesto que hablar de democracia -como categoría sometida a las leyes de la dialéctica-, sin explicar sus contenidos y la coyuntura del momento, poco o nada aporta a esclarecer los hechos históricos y políticos. Pero tampoco se puede analizar y caracterizar a la «democracia» sin hacer referencia a los sujetos y su lucha.
Por esta razón, quizá convenga hacer las siguientes puntualizaciones:
En primer lugar, la historia boliviana es demasiado rica en ejemplos que muestran la profunda relación dialéctica entre dictadura y democracia desde las prácticas del bloque dominante en el poder. No sin fundamento el intelectual y líder socialista Marcelo Quiroga Santa Cruz -asesinado en 1980-, sostenía que en el período que abarca a la década de los 70, la clase dominante tenía una puerta de acceso al poder: el golpe militar, y una puerta de salida: las elecciones convocadas bajo sus reglas de juego. Con esa caracterización se significaba que la recuperación de las garantías y libertades democráticas representaba la expresión de la incansable lucha de «los de abajo», pero también que el repliegue de los militares a sus cuarteles obedecía a una modificación táctica de los EEUU y sus aliados locales para no poner en riesgo la reproducción de su dominación.
La lucidez teórica y política de Quiroga Santa Cruz permite salir de la camisa de fuerza que los actuales intelectuales y medios de comunicación de la derecha le han puesto a la muerte de García Mesa, y abrir la puerta de la historia para refutar las manipulaciones y esclarecer la verdad. En un célebre texto escrito poco antes de su última participación electoral, titulado «¿Tercera elección, cuarto golpe?», Quiroga Santa Cruz puso de manifiesto la estrecha relación de la clase dominante con las dictaduras militares y las aperturas democráticas en función de las relaciones de fuerza de ese momento. Así explicaba la naturaleza de las elecciones generales a las que se convocaron durante tres años consecutivos y los golpes de Estado que le sucedieron como respuesta a manera de desconocer y revertir el ascenso popular expresado en la victoria de la izquierda reformista de la UDP y del propio partido socialista del que era su máximo líder.
El resultado de las tres elecciones (1978, 1979 y 1980) no era un accidente. A pesar de la sistemática propaganda anticomunista (un casillero donde se metía a lo progresista también), la llamada «democratización» de América Latina a partir del cambio de la estrategia de EEUU con Carter como titular del gobierno temporal de la Casa Blanca, chocó con los cálculos imperiales y oligárquicos. Bolivia no fue la excepción, pues la población no acompañaba con su voto a los tradicionales partidos de la derecha (MNR y FSB), ni al primer candidato patrocinado directamente por dictadura de Hugo Banzer Suárez en 1978, el Gral. Juan Pereda Asbún.
Las razones del rechazo popular a los partidos y candidatos de la derecha no eran gratuitas. El vínculo de los partidos de la derecha y las dictaduras militares tiene raíces profundas. El Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) y la Falange Socialista Boliviana (FSB) -dos partidos declarados enemigos antes y después de la revolución de 1952- se aliaron incondicionalmente con el entonces coronel Hugo Banzer para organizar y llevar adelante, el 21 de agosto de 1971, uno de los golpes militares más sangrientos de nuestra historia. El golpe de Estado se desencadenó en respuesta a la Asamblea del Pueblo y a la nacionalización de mina Matilde, entre otras medidas, arrancadas en el gobierno del militar patriota Juan José Torres, asesinado en Argentina en 1976. La posterior ruptura de esos partidos con la dictadura de Banzer no borra el alcance de las acciones anti-populares, anti-democráticas y anti-nacionales de esos años, ni mucho menos los libera de su responsabilidad de la participación de Bolivia como uno de los engranajes de la Operación Cóndor, una estrategia impulsada por EEUU a través de Chile y Paraguay para perseguir y asesinar a miles de activistas y dirigentes sindicales y de izquierda de la región, aunque también el vuelo del Cóndor dejó huella en Europa. En el caso de Acción Democrática Nacionalista (ADN), fundado por Banzer, participó ya en las elecciones de 1979 y 1980, y fue uno de los actores del golpe militar encabezado por Luis García Mesa y la desaparición de Marcelo Quiroga Santa Cruz, quien le estaba llevando adelante un juicio de responsabilidades ante el Congreso Nacional. Años después, tras la muerte del dictador Banzer, le correspondió a Jorge Tuto Quiroga asumir ADN y luego transformarla en PODEMOS para las elecciones de 2005.
En rigor, en la década de los 70 y la primera mitad de los 80, dada la debilidad de los partidos de la derecha para jugar un papel en la aplicación de la nueva estrategia de los EEUU para América Latina (democracia viable con Carter y Democracia Controlada con Reagan), las clases dominantes bolivianas y sus actores políticos se apoyaron en dos instituciones para reproducir su dominación e intereses: las FFAA y la Confederación de Empresarios Privados de Bolivia (CEPB), cuyas políticas y acciones iban a tono con las de los gobiernos militares o en contra de lo que fue el gobierno de la Unidad Democrática y Popular (1982-85). El autoritarismo económico se desplegó con inusitada fuerza contra Siles Suazo muy al estilo de lo que se hizo en el Chile de Salvador Allende en 1973.
Segundo, hay una estrecha relación entre autoritarismo y democracia en el período 1985-2005. No hay la menor duda que para que la democracia -restringida primero y controlada después- funcionará en armonía con los planes y las perspectivas de los Estados Unidos y la derecha boliviana en todos sus colores, el sistema político necesitaba compensar su escasa credibilidad domesticando y reprimiendo al movimiento obrero, campesino y popular. La población votaba, pero no elegía ¿cómo no llamar a eso autoritarismo? Pero además el Estado compensaba su crisis de legitimidad por la vía de la designación del presidente y vicepresidente en el Congreso Nacional y activando mecanismos de represión contra el pueblo para imponer sus políticas económicas que partían del modelo neoliberal. Decretos como el 21060 con Víctor Paz y 22407 con Paz Zamora tomaron medidas por encima de lo establecido en la Constitución y las leyes. Una muestra de autoritarismo político y económico irrebatibles.
Para la reproducción de su poder, con sus partidos escasamente representativos, las clases dominantes recurrieron a instrumentos de disciplinamiento social autoritario, como la restricción solapada a la libre sindicalización por la vía de la libre contratación y la intervención policial y militar permanente que incrementaba su intensidad con el estado de sitio. La medida de excepción fue tomada por todos los gobiernos de la «democracia de pactos» en un promedio de dos por cada periodo legislativo. El resultado de la acción abiertamente represiva del Estado fue dirigentes sociales detenidos y confinados a lugares alejados de mucho frío o calor.
En las dos décadas de democracia neoliberal, las mayores acciones de violencia estatal se dirigieron contra la resistencia del proletariado minero, contra las protestas cocaleras que se oponían a la erradicación forzosa de la hoja de coca y en la desactivación de la insurgente Comisión Néstor Paz Zamora (CNPZ) del ELN, de los cuales tres de sus miembros fueron capturados vivos y luego asesinados. Carlos Valverde fungía como Director Nacional de Inteligencia.
No menos autoritarias fueron las acciones de los gobiernos de Banzer-Quiroga (1997-2002) y de Sánchez de Lozada-Carlos Mesa (2002-2003) en su intento de derrocar a las masas sublevadas democráticamente en las llamadas «Guerra del agua» (abril 200), «febrero negro» (2003) y la «guerra del gas» (octubre 2003). Esos hechos son tocados en la superficie por los analistas y medios, evitando entrar en profundidades para no poner de manifiesto a cómplices de esos gobiernos de autoritarismo democrático, como es el caso de Samuel Doria Medina y otros que hoy levantan la bandera de la democracia que siempre la pisotearon.
En síntesis, en este «mundo de patas arriba» del que nos habla en su libro titulado de esa manera el escritor uruguayo Eduardo Galeano, la derecha pretende manipular y cambiar la historia. Lo grave, es que lo hace con la complicidad de ex militantes de la izquierda que, a pesar de haber sufrido la impunidad de los gobiernos militares, se han pasado, al campo de los que hicieron de la relación dialéctica dictadura, autoritarismo y democracia restringida su forma permanente de vida.
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