“No me importa lo que haya hecho con su vida, pero cambió la mía”, con esta escueta frase el siempre crudo caricaturista rosarino Roberto Fontanarrosa definía a Diego Armando Maradona, recientemente fallecido de un paro respiratorio en la ciudad de Buenos Aires, a la edad de 60 años.
Muchas conjeturas se tejieron durante décadas sobre el ídolo argentino, la mayoría relacionadas con los episodios más oscuros de su vida personal: su tóxico vínculo con su apoderado Guillermo Coppola y la “camorra” del sur de Italia, que devino en su adicción a la cocaína; sus constantes cambios de ánimo; su tortuosa relación con cierto sector del periodismo; sus continuas peleas con la cúpula de la FIFA, controlada por el brasileño Joao Havelange y el suizo Joseph Blatter en su época de jugador; su eterna pelea con el establishment mundial; su amistad personal con Evo Morales, Fidel Castro, Hugo Chávez, y Gabriel García Márquez, que le valió la etiqueta de “izquierdista”.
Al margen de estas tendenciosas vicisitudes, de las cuales se ocupa la gran prensa por estos días, a Maradona se le debe recordar por sus centenares de momentos de magia que brindó en la cancha, por las gambetas de sus comienzos en el club infantil “cebollitas” y en el modesto Argentinos Juniors, por los rivales dejados sin contemplaciones en el césped durante su paso por Boca Juniors, por callarle la boca a un puñado de jugadores veteranos que semanalmente lo ninguneaban en su primera etapa como futbolista (Gatti, Perfumo, Pasarella), por soportar los golpes más bajos, por parte de sus rivales, en el balompié “todovale” de los años ochenta europeo, por devolverle la fe a un modesto equipo del Sur de Italia (Nápoli), quien para esa época (1984) tenía por costumbre arrodillarse y sucumbir ante las poderosas escuadras del norte del país (Juventus, Milan, Inter).
Y es precisamente en esta ciudad, Nápoles, donde el mito de Maradona emergió para doblegar el ego de la Italia rica, la de las escuderías y fábricas automotrices, y lograr que los “Partenopeos” obtuvieran lo impensado hasta ese momento: dos scudettos de la Liga Italiana y una Copa de la UEFA, en una era dominada por la poderosa Juventus de la FIAT, Trapatoni, Platini, Boniek, y Laudrup; el Milan de los holandeses (Gullit, Rijkaard, Van Basten); y el Inter de los alemanes (Matheus, Brehme).
Y no es poca cosa: Maradona brilló en los años ochentas, una era aciaga para el espectáculo del fútbol mundial. La liga italiana no fue la excepción: el diez soportó casi en silencio los rigores del “cattenacio” y la inclemencia de sus adversarios, con la camiseta del Nápoli, ante la mirada cómplice de decenas de árbitros que permitían que los defensores molieran a patadas al Diego en cada cancha, en cada finta, en cada corrida. Sin embargo, aquello no impidió que los Taconi, los Zenga, los Galli, o los Illgner, y otros goleros con menos pergaminos, cayeran durante seis años rendidos a sus pies, humillados a pedir de boca cada domingo.
Mi primer mundial, de la mano del Diego
En el ocaso de aquellos años de Maradona, por los estadios del Calcio, llegó la Copa del mundo de Italia 90. Todavía me acuerdo, vívidamente, como seguía aquella gesta global con ojos totalmente nuevos. Me quedaba atónito al ver cómo toda mi familia le hacía fuerza a todos los equipos que se cruzaron con la selección Argentina en esos siete juegos. Fue un campeonato de principio a fin mediocre, timorato, defensivo, saldado con el promedio de gol más bajo de toda la historia de los mundiales (2,2 por partido).
Juego a juego fui testigo de los insultos de mis congéneres contra Argentina, apoyando rabiosamente a Camerún, Unión Soviética, y Rumania en la primera ronda. Luego, con más ahínco, los improperios se dirigieron hacia Maradona en los octavos de final, en aquel partido contra el Brasil de Sebastiao Lazaroni, el Brasil de la mayoría de colombianos amantes del hipócrita de Pelé. Varios tiros al palo, y la mala suerte Carioca, se consumaron en una sola jugada, con un solitario gol en el extratiempo. El Diego, después de una excepcional jugada en el medio campo, habilitaba a Caniggia para vencer a Tafarel, ante el asombro de tíos, primos, y hasta abuelos.
Lo mismo sucedió en los penales contra Yugoslavia e Italia, cuartos de final y semifinales respectivamente, en donde tímidamente uno que otro familiar hincha de Millonarios le hacía barra al portero de los “gauchos”, Goicoechea, más no a la albiceleste, celebrando cada tiro desde los 11 pasos atajado por el ex golero albiazul con cierta vergüenza.
Maradona jugó con el tobillo inflamado esos siete partidos, infiltrado para no sentir el dolor de las patadas propinadas por los múltiples rivales que enfrentaba, acumulando el record de fouls a un solo futbolista en un certamen (45 en total). La final no fue la excepción en lo que a marcajes bárbaros se refiere. Aquella derrota Argentina, dirigida por el árbitro mexicano Edgardo Codesal, recordado por condicionar a Maradona desde los himnos, fue un festín de patadas obscenamente escalonadas por los alemanes Kohler, Bremhe, Augenthaler y Buchwald, ávidos todos de venganza por lo sucedido en la final de México 86.
Los golpes sufridos durante los seis partidos restantes hicieron mella en el rendimiento de Maradona en ese partido, quien no pudo revalidar el título conseguido cuatro años atrás de la mano de Carlos Salvador Bilardo, quien relanzó su carrera y su rol dentro de la cancha.
1990 en adelante: el ocaso de la deidad llamada D10s
Después de Italia 90 vino el declive para el dios del futbol: en 1991 dejó Nápoli, en un vuelo incógnito a media noche, después de haber dado positivo para cocaína en un rutinario control antidoping ante el Bari. En 1992, luego de la suspensión, aterrizaría en Sevilla para ser dirigido por Bilardo, su adorado tutor, en un fugaz paso cuyo resultado fueron 30 partidos y 7 goles. En 1993 vuelve a la Argentina para vestir, durante solo 8 partidos, la camiseta del Newells Old Boys de Rosario. En 1994 disputa el Mundial de Estados Unidos, el torneo del impresionante gol a Grecia en primera ronda, donde da positivo por cocaína después de aquella recordada contienda.
Podemos decir que los años posteriores de Maradona fueron absolutamente intrascendentes, en especial el periodo 2000-2018. Sin embargo, nadie hubiera podido imaginar que su reciente paso fugaz por la dirección técnica de Dorados de Sinaloa (2018-2019), equipo de segunda residente en la ciudad sede del cartel de drogas más grande de México, terminaría con un retiro voluntario que facilitaría su última llegada al banquillo técnico de un equipo.
La Plata, segunda urbe del Gran Buenos Aires, le abriría sus puertas para que Gimnasia, la segunda escuadra más connotada de la ciudad, después de Estudiantes, lo recibiera con bombos y platillos como su flamante DT. En “el lobo” Maradona logró convertir cada una de sus visitas por las canchas argentinas en una minigira de despedida no planeada, que se saldaría con homenajes en múltiples estadios del país. En el preciso momento que el ídolo de Villa Fiorillo había logrado relanzar su carrera, y alimentar el mito viviente, llega la devastadora noticia de su muerte el pasado 25 de noviembre, mismo día que partió el excéntrico delantero Galés del Manchester United George Best y el combativo líder de la revolución cubana Fidel Castro.
Podría ser demasiado precipitado cambiar su célebre frase “la pelota no se mancha” por un escueto “la pelota nunca rodará igual”, pero este año nos sorprende de forma tan desagradable que no hay que negarnos a lanzarnos al vacío, más después de la herida profunda que ha dejado la partida del Diego, la deidad de potrero que ha cambiado por completo la retina y el corazón de quienes le debemos gratitud al deporte más ingrato del mundo.
Felipe Pineda Ruiz. Publicista, investigador Fundación Democracia Hoy. Analista político. Director del Laboratorio de Innovación Política Somos Ciudadanos.