A una década de su llegada al poder, el kirchnerismo opera como si estuviera inmerso en una transición eterna, como si la herencia procesista, alfonsinista y menemista siguiera intacta. La «democratización» es una forma más de esta transición eterna de un gobierno que reparte de todo -escuelas, planes, universidades- menos poder. En 1983 la notable […]
A una década de su llegada al poder, el kirchnerismo opera como si estuviera inmerso en una transición eterna, como si la herencia procesista, alfonsinista y menemista siguiera intacta. La «democratización» es una forma más de esta transición eterna de un gobierno que reparte de todo -escuelas, planes, universidades- menos poder.
En 1983 la notable revista Todo es Historia saludó la «vuelta democrática» con un número especial que exploraba la historia de la tortura en Argentina. La tapa llevaba el dibujo de un prisionero atado a una camilla y dos hombres trabajando sobre ese cuerpo, con un tambor de aceite lleno de agua al costado. Decía: «LA TORTURA: 170 años de vergüenza argentina». Y una bajada que compendiaba el avance tecnológico: «del cepo al potro, de los azotes y estaqueadas a la picana, la violación, los perros bravos…». Así, el orden establecido en 1976 aparecía como un «orden bárbaro». Estado potro. El alfonsinismo significaba la ocupación civil de un Matadero. Un monstruo que domar. No un paraíso que habitar.
Pero si en los años 80 la democracia nacía huyendo de la ESMA, el final de esa década cambió el objeto del horror: los años 90 se inician huyendo de ENTEL. Siglas diferentes, que completaban una alergia al Estado en dos de sus mil caras, pero no cualquiera de esas caras. Ese promedio de liberalismo político primero (con los derechos humanos en el centro) y liberalismo económico después (con los derechos humanos en la periferia) constituye el bloque desarmable y confundido de la herencia kirchnerista: la que piensa que el 2003 es el primer año de un nuevo ciclo posterior al de 1976/2001, con la breve transición 2002-2003, el lodazal duhaldista necesario del que brotó «el loto kirchnerista».
Por supuesto, se trata de una narrativa simplificadora. El kirchnerismo, tal como cuenta las cosas, parece haber nacido en 1983, con todas las herencias intactas: el aparato represor, Papel Prensa, el fracaso librecambista, etc. Y sin embargo, aunque son difíciles de decir, hay hechos tapados en los gobiernos previos a 2003. Menem, por ejemplo, terminó construyendo paradójicamente el disciplinamiento militar ideal para el posterior juzgamiento de derechos humanos (indultó y desabasteció a las Fuerzas Armdas a la vez) y el orden político (vía convertibilidad) con un primer gobierno civil fuerte capaz de gobernar la economía. Tal vez la democracia necesitaba eso y no importaba cómo: un gobierno sólido. El alfonsinismo fue el preámbulo del orden democrático y su hoja de ruta. Pero el 2001 barrió todos esos saldos posibles.
Con la percepción lúcida del resultado de esas décadas se produjo el primer gobierno progresista del peronismo (el «progresismo posible») que se construyó subrayando todos los días que «la transición no terminó», estirando el espejo procesista en su teoría de continuidades: Magnetto es Videla, Macri es Videla, el neoliberalismo es el genérico. Y con su intuición: una contradicción te lleva a la otra. Sin embargo, el primer gobierno de Kirchner (2003-2007) se rebeló contra enemigos del imaginario progresista que estaban fuera de la sociedad: FMI, fondos buitre, militares. Nadie se hizo cargo de defenderlos. Cuando le tocó al campo, conjeturó que el mismo imaginario ordenaba el conflicto.
Kirchner dijo: «El campo es la oligarquía» y habló de ¡comandos civiles! Pero le hablaba al país sojero que ayudó a construir. Yuyo verde: el petróleo de este orden. Y ahí empezó lo que hoy conocemos: un kirchnerismo de segunda generación peleando en el centro de la sociedad contra una parte de ella. Diría más: en el centro de la clase media, y desatando la lucha de clases (medias): Lanata versus 6,7,8.
El Estado absorbió las tensiones, trasladó a su interior el desconcierto que había dejado la crisis y produjo un sistema de regulaciones de conflictos. Un orden que promueve sus crisis. La forma de control social que consiste en producir el conflicto para luego regularlo. El Estado absorbe y devuelve el conflicto a la sociedad, en un sistema más complejo y atento a las posibilidades graduables del caos. «A Kirchner no le gustaba ningún quilombo, salvo los que él promovía», dicen quienes lo conocieron. Y la conclusión más contundente: la transición sí terminó. Nadie más poderoso que el Estado democrático es el resultado de estos años. El kirchnerismo teatraliza los dramas que puede y se hizo enorme, ocupó demasiado espacio. Pronto surgieron los cantos melancólicos del antiguo régimen: ¿cómo sacarnos de encima el kirchnerismo? Una identidad, un relato, una política reparadora llena de costos. Pero un modo de conquistar dos ansias: gobernabilidad con justicia social. Eso hizo. ¿Hay justicia social sin Estado autoritario?
En el 2001 se fueron los partidos, en el 2003 se empezaron a diluir las organizaciones sociales y se ordenaron los sindicatos en su tarea «natural»… Esa disolución de potenciales representaciones resultó irrefrenable, entonces la reconstrucción política tuvo como lugar exclusivo el Estado. ¿Qué es la política? Operaciones de asalto.
Pero si el kirchnerismo opera como si estuviera inmerso en una transición eterna, ¿hacia dónde estamos transitando? La transición fue un concepto importante del marxismo, ya que el socialismo era la sociedad de transición al comunismo. Luego vinieron los gobiernos de transición a la democracia. Pero el kirchnerismo, ¿hacia dónde transita? ¿Hacia lo que Kirchner llamó «un país en serio»? ¿Soberanía crediticia, soberanía monetaria, soberanía de las instituciones por sobre las corporaciones? Su gestión endeble en áreas fundamentales apunta a que su clave está en el «ritmo político». Esa soberanía es clara: la del tiempo. Un proyecto que lo maneja.
En julio del 2012 se difunden las imágenes de «apremios ilegales» contra dos jóvenes en la comisaría número 11 de General Güemes, a 55 kilómetros de Salta capital. Detienen a los cinco policías implicados. Los denuncia el ministro de Seguridad provincial, con las grabaciones de los hechos como prueba. Las imágenes habían sido filmadas desde un teléfono celular por otro policía, que luego las subió a Internet. Los nombres de los jóvenes son Luis Mario Rodríguez y Miguel Ángel Martínez, de 17 y 18 años. Estaban detenidos por «hechos menores».
Ladronzuelos, los define un periodista de la radio estatal. Llegan al patio de la comisaría en calzoncillos: Rodríguez tiembla y se encorva. Está parado con el pelo mojado en el invierno rapado del calabozo a cielo abierto. A su lado, Martínez permanece de rodillas. Un policía lo sujeta de las muñecas, le lleva los brazos hacia atrás. Es una escena de Medio Oriente, de un Abu Ghraib salteño. De frente, el sargento Gordillo le pone la bolsa en la cabeza. Se percibe el know-how intacto: la eficacia del submarino seco y los baldazos de agua fría sobre el cuerpo. No va a haber marcas. «Basta, gordito», parece que le dice Martínez en el mal audio del video. Las primeras crónicas acentúan el error y reproducen esa extraña familiaridad entre torturado y torturador. Gordillo es gordito pero Martínez no lo insulta, le dice: «Ya está Gordillo». Ya está.
Martínez y Rodríguez quedaron en el medio de una interna policial que los ubicó en el encuadre de un celular con cámara y, después, en el blanco algoritmo viral de YouTube, la plataforma que permitió dar luz al caso, activar el reflejo social de su repudio y alentar la detención de los efectivos. El policía que los filmó primero desmintió, luego reconoció ante el juez Pablo Farah que subió el video. Versiones de disputas entre policías, de éste contra Gordillo, por una plata. 200 pesos.
Martínez tuvo la oportunidad de decir públicamente lo obvio: no era la primera vez que lo llevaban al patio. Hay quien dice: son rémoras de los años de plomo en el país de la libertad. ¿Qué tienen que ver los museos de la memoria con la tortura en una comisaría? ¿Existe algún hilo posible entre esos centros culturales y Gordillo? La relación de los derechos humanos y los hechos de tortura actuales -que persisten- ponen en tensión el federalismo tanto como las discusiones de co-participación. Es, en tal caso, un signo más de la inequidad territorial en la distribución del capital simbólico y cultural de los derechos humanos. Estado nacional y provincias: la polis de los derechos humanos, con sus señalizaciones, sus museos y baldosas, hace centro en la Historia, pero no puede terminar de proyectar su luz sobre el medioevo policial y penitenciario, monolítico. ¿Por qué nos sorprende que aún hoy se torture en una comisaría argentina? ¿Dónde existen las garantías para que eso no ocurra más? Una policía que casi no resuelve nada sin pasarse de la línea de lo lícito.
Hace algunos años, Videla decía en una entrevista: «En este momento en alguna comisaría de la provincia de Buenos Aires se debe estar torturando a alguien». Videla en este tiempo decidió hablar, traer el fondo de mugre del río que sólo él puede dragar. En su voz mezcla razones de Estado, lógica militar y sentido común. Su argumento es la «tortura continua». En el fondo, una conclusión: los pobres siempre sufrieron torturas. La tortura es clasista.
Pero la tortura asociada a la silueta militar tiene su propia línea de tiza: de eso ya no se habla. La larga marcha de estos años acabó por borrar con la suela lo que se escribió con mano de hierro: en las Fuerzas Armadas argentinas ya no se habla de tortura. No así. No en esos términos.
Un viejo soldado del Ejército Argentino al que conocí en Haití acepta hablar de este aspecto sensible. En 2003, en otro golpe de efecto de los primeros días de gobierno, sale a la luz un video sobre entrenamientos militares. Se veía cómo en plenos años 80 (presidencia de Alfonsín, nursery de la democracia que venía a iluminar la noche más larga) los militares todavía entrenaban bajo preceptos de la Guerra Fría y las técnicas de combate a la guerrilla. Eso incluía pruebas de tortura entre los propios soldados. Eso que escandalizaba tenía una razón de Estado que aún perdura: la formación de comandos.
«El curso -me explica- se llamaba `curso de comandos’, y lo que se denunció erróneamente era un ejercicio de campo de prisioneros. Este ejercicio era la continuación de otro ataque a un objetivo militar, y cuando éstos eran tomados prisioneros se estudiaba su comportamiento en la captura. En 1995 este ejercicio fue reducido, se sacó del programa el campo de prisioneros y se copió uno que se daba en el curso de selva de Manaos, en Brasil: menos tiempo y más exigencia. Actualmente sólo se incrementa durante un período de tiempo la presión psicológica sobre el cursante, a fin de obtener información y que éste no la brinde. No se aplican golpes o ninguna clase de tormento. Los cursos de comandos son monitoreados por profesionales médicos y psicólogos, y ante cualquier situación anómala se interrumpe el curso.»¿Pero se habla de tortura en la formación? «No, no se habla de torturas, sólo se advierte que según el tipo de operaciones para las que los comandos son formados, ellos podrán ser tomados prisioneros. El ejercicio del campo de prisioneros buscaba desarrollar el instinto de supervivencia y autopreservación física y psíquica, con la finalidad de lograr evadirse de sus captores. Hoy en los ejercicios de presión psicológica en los que son sometidos se determina su comportamiento en situaciones de stress extremo, y su capacidad de negar información vital a quien se la requiera».
Según el primer informe anual del Registro Nacional de Casos de Tortura y Malos Tratos presentado en 2012, sólo en 2011 se produjeron 791 casos sobre un total de 436 víctimas, en 6 cárceles federales, 21 unidades del Sistema Penitenciario Bonaerense y 3 institutos provinciales para adolescentes. Por el momento el Registro tiene una función testimonial, a pesar de que a fines de 2011 Diputados aprobó su implementación y la del Mecanismo Nacional de Prevención que lo contiene y lo vuelve algo más que una acumulación estadística. Sin embargo, el proyecto aún cabecea en el Senado. En tres décadas de democracia partes del Estado siguen siendo un potro indomable.
En diez años, el kirchnerismo repartió todo menos poder: repartió planes, contratos, cargos, escuelas, universidades, hospitales. Todo menos poder. Los torturados de Salta tienen un protector, pero lejos. En este sentido el gobierno es como Batman: baja sobre el problema que elige, pero en el medio no hay nada. Su poder también reside en la exclusividad de ese poder. De allí es que está rodeado por más consumidores de poder que productores de poder. Sólo concebido en esa autoridad altísima se explica porqué echó del templo a políticos y sindicalistas con proyección. Y se rodeó de «cuadros y base». Le faltan siempre políticos.
Pero también el kirchnerismo, insistimos, reescribe la lengua marxista: troca la idea comunista de «revolución permanente» por el republicanismo sucio de la «transición permanente». Lo que la lógica de la 125 fijó: si el campo es la oligarquía pero lo cuentan como si fueran Los Ingalls, entonces hay que ir por quienes lo cuentan: ¿Qué te pasa, Clarín? Y si Clarín es el monopolio de sentido, entonces habrá que serruchar la rama que lo sostiene: el Poder Judicial en el cielo de las cautelares. ¿Y con quién se lidia? Con la ensalzada Corte Suprema que supieron concebir. Un problema, entonces, empieza a ser la herencia del primer gobierno kirchnerista de «paz y amor», en el que se tomaron algunas «decisiones apresuradas» (la fusión de Cablevisión por ejemplo). Porque durar diez años tiene algo de morderse la cola.
Un gobierno de intensidad al que no le importan las estadísticas, que destruyó el INDEC, que prioriza el porvenir inmediato en el que todo obstáculo se puede «democratizar». Ese estilo es su perdición. Sin sintonía fina, con la «democratización» ocurre como con la Ley de Medios: mucho bosque y pocos árboles. Un canto en la rama: «pluralidad», «multiplicidad», «radios comunitarias», riman bien, pero lo que debe regular el Estado es la aplicación de una ley que desciende a un nido de víboras de un negocio cuya única criatura bíblica se llama Magnetto, pero que esconde otras, muchas de ellas «amigas» del Palacio… El kirchnerismo, en esa ley, centró su dialéctica de la democracia, llena de relato y silencios. Democratizar, en conclusión, será hacer la transición infinita.
Sopla el viento en Vaca Muerta. El Estado en el desierto espera cumplir el augurio: la estimación de las reservas de petróleo que posee ese perímetro de suelo neuquino. Lobby en busca de recursos, muchos. La esperanza huraña en ese pozo palpitante: la naturaleza está de nuestro lado, gran sentimiento argentino. Al costado del camino. Soja y petróleo.
Kirchnerismo: diez años luz de Sociedad & Estado.
Fuente: http://www.eldiplo.org/167-kirchnerismo-balance-de-una-decada/diez-anos-luz?token=&nID=1