El resultado de los diez días que estremecieron a Macri no podía ser otro: continuidad de la tensión cambiaria, incertidumbre económica, aumento del descontento social y agudización de la crisis política. Apoyado en la «épica del ajuste» y en Trump, el gobierno necesitará de dos bienes escasos en Olivos y en la Rosada: tiempo y […]
El resultado de los diez días que estremecieron a Macri no podía ser otro: continuidad de la tensión cambiaria, incertidumbre económica, aumento del descontento social y agudización de la crisis política. Apoyado en la «épica del ajuste» y en Trump, el gobierno necesitará de dos bienes escasos en Olivos y en la Rosada: tiempo y política.
Primero, la efímera palabra del presidente es desautorizada de inmediato por lo que eufemísticamente llaman «los mercados»; después, otra letanía evangelizadora más extendida sufre la misma suerte. Los especialistas en comunicación política discuten: el primer mensaje fue demasiado corto y el segundo, excesivamente largo. Analizan el comportamiento kinésico y la postura corporal, el manejo de los tiempos, los silencios y el cambio de escenario: de la malograda toma al aire libre en la Quinta de Olivos a una majestuosidad dramática en el Salón Blanco de la Casa Rosada. En el medio, un fin de semana salvaje de reunionismo eterno, nombres para eventuales cambios del gabinete que rebotaron por todos los rincones del «círculo rojo» y el estallido de mil internas en la coalición oficial que alimentaron el morbo de la patria zocalera.
El editorialista estrella de un diario hasta ayer ultraoficialista relata que «durante cuarenta y ocho horas, Olivos fue una especie de asamblea universitaria, con un presidente que no estuvo presente todo el tiempo, más bien estuvo ausente y en muchos casos jugando al paddle, al fútbol o mirando el partido de Boca». La estudiantina entrada en años del Cardenal Newman en sesión permanente con los experimentados rosqueros de la ex Franja Morada poniéndose el país de sombrero en un domingo de sol.
La memoria agita inmediatamente el fantasma del último que -con diferencias específicas- fue el género próximo: «Fernando de la Rúa era vislumbrado además por los medios de comunicación como un presidente que vivía por fuera del ámbito de los acontecimientos», narra Julián Zícari en su oportuno libro «Camino al colapso. Cómo llegamos los argentinos al 2001», de reciente publicación por ediciones Peña Lillo y Continente.
El resultado de los diez días que estremecieron a Macri no podía ser otro: la continuidad de la tensión cambiaria, la incertidumbre económica, el aumento del descontento social y la agudización de la crisis política.
Las nuevas medidas anunciadas por el presidente y luego ampliadas por su ministro Hacienda, Nicolás Dujovne, no convencieron a nadie y enfurecieron a muchos: déficit cero para el año que viene, reducción del presupuesto para obra pública, nueva baja de los subsidios al transporte (o su transferencia a las provincias) con los consecuentes tarifazos y tímida reinstalación de unas retenciones sui generis que afectan al corazón de proyecto cambiemita: las patronales del campo. Un impuesto que Macri se impone aplicar sin convencimiento y al que califica de «malo, malo, malo, malísimo y malo». El combo configura un duhaldismo culposo y de bajas calorías que no persuade a los ricos que encabezan la rebelión cambiaria y que exigen del Gobierno una combinación imposible: ajuste + volumen político.
Las nuevas resoluciones se agregan a la dinámica del plan que -con devaluación permanente, tasas de referencia monetaria por las nubes (que enfrían la economía) e inflación récord- viene erosionando la base social que permitió la epopeya de 2015 y la confirmación de 2017.
El macrismo en tiempos de cólera cambiaria pierde cada vez más entre los de abajo, no disuade a los de arriba y comienza peligrosamente a enervar a los del medio.
Desde el punto de vista político, la reestructuración de un gabinete más compacto implicó cambiar el decorado y los muebles de lugar, con menos de los mismos y… más de lo mismo. Lo que amagó con transformarse en un despliegue acuerdista y consensual, terminó en un deslucido repliegue sobre sí mismo. No por virtud, sino por necesidad ante la negativa de todos los que fueron convocados a última hora para sumarse a la imprudente aventura de embarcarse en un Titanic que se hunde en cómodas cuotas. El cambio desordenado dejó a ministros con un supuesto mayor poder institucional, pero con un disminuido poder político: Marcos Peña sigue siendo el rey en la jefatura de Gabinete, pero está desnudo porque debió entregar a sus más fieles colaboradores (Mario Quintana y Gustavo Lopetegui); Dujovne es flamante superministro de Economía, porque Carlos Melconian no aceptó el convite (o desde el Gobierno no aceptaron sus condiciones, para el caso es lo mismo); la mayoría son PRO puros: los radicales no aportaron a ninguno de los suyos para integrarse al mejor desbande de los últimos cincuenta años.
La frutilla del postre la colocó el resquebrajamiento del blindaje mediático y especialmente el nuevo divorcio en puerta que encara indolente el reempoderado patovica dueño de gran parte de la palabra pública: el Grupo Clarín. Si bien no es «periodismo de guerra» (aún sigue peleando su guerra anterior), es periodismo de riña con editorialistas que castigan al Gobierno como si toda la vida hubieran sido opositores y no pilares que vienen bancando este proyecto y lo siguen desde Cemento.
El resultado de conjunto es un gobierno que se diluye, no transmite ninguna épica o pretende enamorar con una ilusoria «épica del ajuste», mientras un país escucha atónito el sermón increíble de un presidente de apellido Macri que reta a la sociedad porque vive «por encima de sus posibilidades». Como si él y su clan hubieran sufrido siempre el calvario de vivir por debajo de las suyas.
El relanzamiento que no fue, mostró a un hombre abrumado que reparte culpas a diestra y siniestra y que dejó en evidencia una debilidad espantosa.
En este escenario pesadilla la pregunta obligada es: ¿quién sostiene a Macri?
Aquí es donde se revela que la mayor fortaleza propia es la gobernabilidad prestada que le otorgan los otros. El pirómano Donald Trump le concede quince minutos de conversación, pero no logra que el FMI libere fondos frescos y acuerde rápidamente un nuevo programa. El organismo exige dos cosas que Macri no tiene: tiempo y política.
La dirigencia sindical y el grueso peronismo, por su parte, aunque toman distancia traman su «hay 2019», mientras el 2018 nos quiere llevar puestos a todos y todas. Como pasó tantas veces en la historia de este país, ante un agotamiento prácticamente irrecuperable de estas características, la sobrevida se la pueden otorgar quienes disfrazan su capitulación o hasta su complicidad con la más elegante «responsabilidad». Con una perversa e inconfesable lógica interna que puede resumirse en: «que Macri haga el trabajo sucio y después -siempre desde mil escalones más abajo que nunca se recuperan- habrá que hacer el control de daños».
Pese a esto, «los mercados» siguieron golpeando por imponer sus intereses con mucho más convicción que la que demuestran los que presuntamente deberían defender a los trabajadores y a las grandes mayorías.
Si como afirmó Danton: «es de temer que la revolución, como Saturno, acabará devorando a sus propios hijos»; la revuelta de «los mercados» parece dispuesta a devorarse lentamente a uno de los suyos.
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