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Del discurso de la inseguridad al asesinato de Lucas González

Discursos de odio y represión policial

Fuentes: Le Monde Diplomatique

La magnificación mediática de un hecho de inseguridad crea un clima que lleva al asesinato de civiles, casi siempre jóvenes de los sectores populares, por parte de las fuerzas de seguridad.

Recientemente, las barbaridades pronunciadas ante el homicidio de Roberto Sabo, el kiosquero de Ramos Mejía, alimentaron el ambiente social que luego llevó a la ejecución de Lucas González por parte de la Policía de la Ciudad. Daniel Feierstein había anticipado este círculo vicioso en su libro La construcción del enano fascista, del que aquí reproducimos un fragmento.

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No pueden ignorarse las vinculaciones de las redes de criminalidad y narcocriminalidad con las fuerzas de seguridad y los aparatos políticos locales o nacionales, y su incidencia en el manejo de distintas “sensaciones” de inseguridad, que se corresponden con una creciente capacidad de modular y controlar los niveles de criminalidad (y por lo tanto, también las sensaciones de inseguridad) reguladas por estas redes articuladas desde el comercio de estupefacientes, formas de criminalidad que cobran mayor intensidad en la afectación de las poblaciones más humildes y vulnerables, que ocupan los territorios de disputa de la mayoría de estas bandas. A su vez, esta nueva criminalidad opera con niveles de violencia que difieren cualitativamente de la situación existente hasta fines de los años 80. (1)

Sin embargo, lo paradójico es que este conjunto de cambios en diversos órdenes de la vida solo suelen figurar en los discursos de la derecha (y muy en especial de las nuevas derechas), tanto en su clamor por recuperar las “identidades perdidas” (que son vistas de un modo esencialista y nostálgico, intentando volver a un “mundo perdido” a partir de la profusión de las “nuevas identidades”) como en su deriva punitivista, que propone el ataque letal a los “causantes de la inseguridad”.

En el campo progresista, revolucionario o en los organismos de derechos humanos, estos temas apenas aparecen como cuestionamientos fragmentados a los viejos órdenes tradicionales en los modos de construcción de identidad o en tanto necesidad de contener el desborde creciente del aparato punitivo y su afectación a los sectores populares, pero no se suele ir mucho más allá en la comprensión de los fenómenos de cambio.

Es innegable la necesidad de confrontar social y políticamente con el creciente aumento internacional, regional y local de la punitividad y capacidad de lesión de las fuerzas de seguridad, con niveles alarmantes de prisionización, de utilización del ajusticiamiento por parte de las fuerzas de seguridad (por ejemplo, con el aumento inusitado del “gatillo fácil” o los “escuadrones de la muerte”), con el endurecimiento insensato de penas a delitos comunes, con la pérdida de toda proporcionalidad en las modificaciones recurrentes a los códigos penales o con las propuestas de baja de la edad de imputabilidad y, más en general, con la violación general de derechos de las poblaciones más humildes y la destrucción creciente de las condiciones de encierro del sistema penitenciario. El trabajo de numerosas organizaciones alrededor de estos temas (entre las que cabe destacar al CELS, la CORREPI, la Garganta Poderosa, entre tantas otras en todo el país, así como también numerosos grupos de investigación sobre la temática en las universidades públicas de todo el territorio nacional) es destacable y fundamental como parte de la confrontación con las violencias de Estado y como acción imprescindible del campo popular.

Sin embargo, los discursos que circulan socialmente sobre las transformaciones y sus vinculaciones con lo que se ha dado en llamar “criminalidad común” (incluso entendida y construida muchas veces como eje de la “inseguridad”) han tendido a hamacarse entre dos polos (“punitivismo” o “garantismo”) que, más allá de sus objetivos, tienden a una simplificación. El posicionamiento ético y político de estos dos discursos es polar, con lo cual que ambos terminen simplificando no implica que simplifiquen igual ni que resulten equivalentes. No es homologable en modo alguno la estigmatización de la población de los barrios populares como “delincuente”, el recorte de la visión de la “inseguridad” solo a las prácticas de la “criminalidad común” y las propuestas que solo ofrecen violencia como respuesta al compararlos con discursos y prácticas que, ante la alarma por el ejercicio desbocado de la violencia punitiva, se preocupan por la defensa de las víctimas directas de la misma.

Avance del fascismo

Pero, más allá de estas diferencias ético-políticas, ninguno de los dos discursos está logrando capturar la complejidad de las vinculaciones entre sistema productivo, modelos de identidad, modelos de familia y comunidad, características de la criminalidad y los efectos de todo ello en las transformaciones de la subjetividad que pueden estar alimentando el crecimiento del fascismo.

Las lógicas “punitivistas” se hacen visibles en declaraciones de las figuras políticas que estuvieron a cargo del área de Seguridad en la última década, desde Sergio Berni hasta Patricia Bullrich, acompañados de otros políticos de relieve y con antecedentes reiterados en las campañas electorales previas, muy en especial en la provincia de Buenos Aires, de la mano de Carlos Ruckauf, Daniel Scioli, Francisco de Narváez, Sergio Massa y María Eugenia Vidal.

El eje de estos planteos, que suelen ser similares independientemente de la fuerza política que los encarna (aunque tienden a ser cada vez más y más extremos), postula apenas la constatación de un “crecimiento de la inseguridad” que se suele vincular a la mayor magnitud y capacidad de acción de las “organizaciones criminales”, muy en especial aquellas articuladas con el narcotráfico.

Sin embargo, al no tomarse en cuenta en el análisis las condiciones objetivas y subjetivas de surgimiento de estas prácticas, sus vinculaciones con los cambios en el orden productivo ni los profundos y crecientes vínculos de estas organizaciones con las fuerzas de seguridad y el aparato político territorial, la única respuesta, reiterada una y otra vez, pasa a ser oponer a dicho crecimiento la necesidad de combatirlas con “mayor firmeza”, entendiendo por lo general dicha firmeza como una creciente autonomización de las fuerzas de seguridad con respecto al poder político institucionalizado, relajando o eliminando los sistemas de control y tendiendo a culpar recurrentemente a los “garantistas” (entre los cuales se suele incluir a jueces, fiscales y organismos defensores de los derechos humanos) como los responsables de impedir una firme y necesaria represión del delito.

No es homologable en modo alguno la estigmatización de la población de los barrios populares como “delincuente”, el recorte de la visión de la “inseguridad” solo a las prácticas de la “criminalidad común” y las propuestas que solo ofrecen violencia como respuesta…

Con expresiones como “dejar trabajar” o “dejar las manos libres” a las fuerzas represivas, estas políticas no suelen lograr avance alguno en el control de los índices de criminalidad, más allá de continuar incrementando la violencia en toda la sociedad. Este discurso no solo es patrimonio de numerosos sectores políticos —se encuentra claramente en el macrismo, pero también en numerosos sectores del peronismo y de otras fuerzas políticas— sino que también es eje de campaña de un periodismo que comprende la cuestión de la inseguridad a partir de una díada con la “voluntad de represión”, por mucho que ninguna de las lógicas punitivistas haya logrado bajar los índices de criminalidad ni su nivel de violencia, que parecieran encontrarse en un lento y persistente crecimiento.

Estos llamados al aumento de la violencia represiva como respuesta ante el “aumento de la inseguridad” suelen ser acompañados por importantes sectores de la población hasta el momento en que se produce, casi inevitablemente, el asesinato de “inocentes» (2) por parte de unas fuerzas de seguridad cada vez más más autonomizadas (3) y autorizadas a utilizar con menos resguardos la fuerza. Estos hechos de violencia policial desbocada afectan, por lo general, a sectores medios proletarizados o a trabajadores y población de los barrios populares, que en algunos casos reaccionan de modo organizado con marchas y reclamos masivos, y tienden a generar en este caso cierta condena social de las fuerzas de seguridad y un silenciamiento temporario del reclamo punitivo, al verse confrontado con los efectos letales de la represión.

Sin embargo, dicho reclamo represivo suele reactivarse unos meses después, ante la difusión de algún hecho luctuoso de inseguridad (por lo general, algún secuestro extorsivo que culmina con la muerte del secuestrado, una salidera bancaria que genera víctimas fatales, el asalto a mano armada a algún hogar o comercio televisado en vivo, o cualquier otro hecho de criminalidad fuertemente amplificado por los medios de comunicación). Y así es como todo vuelve a comenzar.

Ciclo

Este ida y vuelta entre el aumento del punitivismo, la autonomización del uso de la fuerza letal por parte de las fuerzas de seguridad, la producción de algún hecho de violencia policial que restringe por un tiempo el reclamo y su reinicio unos meses después, constituye un ciclo que se remonta, cuanto menos, a finales de los años 80 (4) y se ha reiterado sin pausa desde aquel momento.

Pero la complejidad no termina tampoco de ser capturada por parte de quienes se agrupan alrededor de la “defensa de derechos” de los agredidos por la violencia estatal. Desde estas miradas, se suele insistir muchas veces en el planteo de que el aumento de la criminalidad se trataría de una “sensación” (5) subjetiva, que sería apenas el efecto de una “criminología mediática” (6) o que se trata de una consecuencia de las transformaciones económicas o del desempleo masivo, sin que ello permita pensar, en la mayoría de los casos, en transformaciones efectivas en los modos de afectación de los lazos de solidaridad por parte de cambios significativos de los modos de la criminalidad, más allá del motivo de los mismos. Al centrar el análisis en las críticas al punitivismo postulado por las fuerzas reaccionarias y en los efectos del gatillo fácil policial ansioso y atizado por los medios de comunicación presiona a los políticos para lograr aumentar la represión) (7). De este modo, se termina ignorando el análisis de las transformaciones en los modos de la criminalidad y la posible legitimidad de un reclamo popular en relación con ello, no comprendida ni como populista ni como demagógica.

Asimismo, trabajos como los de Gabriel Kessler (8) sugieren que estas lógicas de análisis y estigmatización de una “demagogia punitiva” popular tienden a asumir que las grandes mayorías serían partidarias de las salidas más represivas cuando, por el contrario, los trabajos etnográficos distinguen miradas mucho más complejas sobre la cuestión, concluyendo que los apoyos al punitivismo surgen más bien ante la imposibilidad de la estructura política de ofrecer otras alternativas, o frente a la negación lisa y llana del problema y la necesidad de su abordaje.

Es muy distinto plantear que el fenómeno que busca enfrentar el punitivismo no existe (esto es, que se trata de algo imaginario, de una “sensación”, de una construcción mediática, de una manipulación política, de un efecto de medidas económicas) que asumir que la problemática es real y animarse a plantear salidas distintas que no solo se concentren en denunciar los abusos cometidos por las fuerzas de seguridad o por el sistema penitenciario, o incluso las injusticias de las medidas económicas, sino que intenten asumir la necesidad de llevar a cabo acciones que puedan confrontar la problemática en su conjunto. La acción de los organismos de derechos humanos y de los cuadros políticos “progresistas” se ha centrado a lo largo de estas décadas en identificar, denunciar y combatir los abusos de las fuerzas de seguridad y de las agencias penitenciarias, o la creciente desigualdad. Ello es una parte muy necesaria del problema, muy en especial en un contexto de aumento feroz de la capacidad represiva y de la distribución regresiva del ingreso, pero de ninguna manera puede ser la única.

Notas:

1. Ubicar estos cambios a fines de los años 80, además de que resulta el momento en que lo constatan los diferentes registros, se vincula con la comprensión de las transformaciones de fondo en las relaciones sociales impuestas por el genocidio en la Argentina de los años 70 y, vinculado a ellas, las transformaciones económicas y sociopolíticas generadas a partir de la crisis del gobierno de Raúl Alfonsín, la hiperinflación de 1988 y 1989, las rebeliones carapintadas y la profundización y rigidización de una fracción muy significativa de la población (millones de habitantes de los grandes conurbanos) que quedan definitivamente excluidos no solo del mercado formal de trabajo sino de cualquier inclusión posterior en el mismo, así como de los bienes básicos necesarios para la reproducción. Estas fracciones serán el espacio de crecimiento y reclutamiento tanto de la “criminalidad común” como del narcotráfico, pero también darán lugar al surgimiento de las organizaciones de desocupados, piqueteros e infinidad de grupos políticos territoriales. Cada vez con más fuerza, también se articularán con políticas asistencialistas y clientelares que, aunque preexistentes, cobran otras formas y envergadura a partir de este momento.

2. Quizás sea redundante aclarar, pero necesito hacerlo, que solo se reproduce en este párrafo la lógica que se construye como parte del sentido común en relación con la evaluación del uso de la violencia letal de las fuerzas de seguridad, caracterización que no comparto en modo alguno, más allá de que afecte tanto a quienes efectivamente llevaron a cabo acciones criminales como a los que son conceptualizados como “inocentes” por haber sido confundidos con los “supuestos delincuentes”. La vida siempre debe ser prioritaria por sobre la propiedad. La alteración del carácter prominente de la vida como bien a resguardar, que comienza a aparecer cada vez más en el imaginario neoliberal, implicaría el quiebre de construcciones de las distintas culturas humanas a lo largo de milenios en donde solo el honor había logrado en algunos casos erigirse como bien supremo por sobre la vida, lo cual ahora comienza a ser aplicado para la propiedad privada, que en los discursos más punitivistas pareciera transformarse en el nuevo bien supremo a resguardar, a costa de cualquier otro bien, como la vida o la integridad.

3. Existe un fuerte debate acerca de la efectiva autonomización de las fuerzas de seguridad que vale la pena consultar, por ejemplo, en Nicolás Dallorso, “La compleja relación entre el poder político y las fuerzas de seguridad: desafíos para el análisis de la emergencia del plan Unidad Cinturón Sur de la Ciudad de Buenos Aires” en Hologramática, UNLZ, Año VII, número 17, V2, 2012, páginas 97121. Cabría repensar esta discusión a partir de las políticas desplegadas por el Ministerio de Seguridad en la gestión de Patricia Bullrich, que dan un nuevo giro al debate.

4. Si bien se han desarrollado en la nota 2 algunos ejes de las transformaciones ocurridas durante la década del ’80 en varios de los temas tratados en este capítulo, en el ciclo específico de “autonomización y represión–asesinato de ‘inocentes’–condena social” podría tomarse como caso emblemático la masacre ocurrida en la localidad de Ingeniero Budge, en mayo de 1987, en la cual el asesinato de tres jóvenes del barrio por parte de agentes de la Policía Bonaerense desató una de las primeras movilizaciones masivas en relación con estos temas y logró la condena de los responsables policiales.

5. Si bien repetida numerosas veces durante los primeros años del kirchnerismo, la frase “la inseguridad es una sensación” se hizo famosa por la declaración de Aníbal Fernández en ese sentido, en el año 2008. Pese a haberse arrepentido numerosas veces de la misma, la frase quedó instalada en el imaginario social como una descalificación que, paradójicamente, da cuenta de una mirada bastante común de distintos sectores políticos y académicos: que no existen variaciones importantes en las tasas de inseguridad y que solo se trataría de una cuestión subjetiva, instigada por los medios de comunicación o distintos sectores políticos. De hecho, la distinción entre niveles objetivos y subjetivos de existencia de cualquier fenómeno social —y la inseguridad lo es— resulta totalmente legítima y, de hecho, existen numerosos trabajos que distinguen ambos niveles y los analizan en profundidad, como los de Gabriel Kessler o Alejandra Otamendi, entre muchos otros. Véase, a modo de ejemplo, Gabriel Kessler, El sentimiento de inseguridad. Sociología del temor al delito, Buenos Aires: Siglo XXI, 2009.

6. El concepto de criminología mediática fue desarrollado por Eugenio Raúl Zaffaroni y luego se instaló con mucha facilidad en el campo mediático, académico y político. Uno de sus desarrollos puede encontrarse en Eugenio R. Zaffaroni, Estado y seguridad pública. Algunas consideraciones básicas, Cuadernos de Seguridad, número 14, Buenos Aires: Ministerio de Seguridad, 2011.

7. Estos modos de análisis del “populismo penal” pueden encontrarse muy bien desarrollados en Máximo Sozzo (comp.), Postneoliberalismo y criminalidad en América del Sur, Buenos Aires: CLACSO, 2016.

8. Véase Gabriel Kessler y Matías Bruno, “Inseguridad y vulnerabilidad al delito” en Juan Ignacio Piovani y Agustín Salvia (coords.), La Argentina en el siglo XXI. Cómo somos, vivimos y convivimos en una sociedad desigual, Buenos Aires: Siglo XXI, 2018.

Daniel Feierstein. Investigador del CONICET y profesor UNTREF/UBA.

Fuente: https://www.eldiplo.org/notas-web/discursos-de-odio-y-represion-policial/