El 28 de marzo de 2001, Juan Chávez Alonso, don Juan para sus hermanos y compañeros, tomó la palabra en el Congreso de la Unión junto a los comandantes zapatistas y otros dos delegados indígenas. Vestido con sombrero, su inseparable chamarra, gabán purépecha y botas de trabajo, se dirigió a los legisladores con su voz […]
El 28 de marzo de 2001, Juan Chávez Alonso, don Juan para sus hermanos y compañeros, tomó la palabra en el Congreso de la Unión junto a los comandantes zapatistas y otros dos delegados indígenas. Vestido con sombrero, su inseparable chamarra, gabán purépecha y botas de trabajo, se dirigió a los legisladores con su voz de sabio, serena, pausada y firme.
«Somos los indios que somos -les dijo-. Somos pueblos, somos indios. Queremos seguir siendo los indios que somos; queremos seguir siendo los pueblos que somos; queremos seguir hablando la lengua que nos hablamos; queremos seguir pensando la palabra que pensamos; queremos seguir soñando los sueños que soñamos; queremos seguir amando los amores que nos damos; queremos ser ya lo que somos; queremos ya nuestro lugar; queremos ya nuestra historia, queremos ya la verdad.»
Los diputados y senadores reunidos ese día en San Lázaro hicieron como que escuchaban, aunque no oyeron nada. Días después, acordaron una reforma constitucional sobre derechos y cultura indígenas que incumplió los acuerdos pactados entre los zapatistas y el gobierno federal en febrero de 1996.
Para don Juan el incumplimiento de los acuerdos de San Andrés fue una traición del Estado mexicano a los pueblos indios. Una más. Una deslealtad similar a la reforma al artículo 27 constitucional con la que se legalizó la apertura al mercado de tierras de la propiedad social.
En el Congreso Nacional Indígena (CNI), la organización india más amplia y representativa del país, don Juan fue, hasta su fallecimiento, el pasado 2 de junio, un hermano mayor. Fue una de las más importantes autoridades morales del movimiento indígena nacional; en su nombre habló en múltiples foros y conferencias, recorrió el país y viajó al extranjero.
Nacido en la comunidad de Nurío, en Michoacán, hace 71 años, casado y padre de siete hijos, técnico agropecuario, agricultor especialista en educación indígena, investigó y reflexionó sobre su pueblo, la nación purépecha. Fue un sabio. Se expresaba fluida y articuladamente en castellano y en purhé. Siempre estaba dispuesto a escuchar y a explicar con enorme paciencia lo que se le preguntaba.
Con los pies puestos en las raíces de su comunidad y la mirada divisando el horizonte zapatista, don Juan fue un formidable traductor cultural entre dos mundos. Escucharlo era un acontecimiento. Simultáneamente representante comunitario y líder nacional, sus pláticas eran verdaderas cátedras en las que, para referirse al mundo indígena, hablaba simultáneamente de historia de los pueblos originarios y de México, hacía reflexiones lingüísticas, analizaba conceptos jurídicos, descifraba la destrucción ambiental en clave de barbarie capitalista, explicaba cuestiones agrícolas y emitía agudos juicios morales.
Sus conferencias eran una original mezcla de experiencias personales, recuperación de la historia no escrita de los pueblos indios, y de análisis sobre las relaciones de explotación y opresión étnica y de clase. Músico y poeta, sus discursos parecían en ocasiones ser obra de un predicador laico, de un celebrador de la palabra.
Cuando, en septiembre de 2003, en Cancún, el agricultor coreano Lee Kyung Hae se inmoló para protestar contra la destrucción de la agricultura campesina por parte de la Organización Mundial del Comercio, el CNI le organizó un emotivo funeral. En un auditorio colocaron dos fotos del señor Lee, en las que lucía sonriente, pulcramente vestido de traje y corbata, sin seña que evidenciara desesperación. Una cruz de parafina derretida y veladoras prendidas, adornadas con pétalos de rosas rojas, parecían formar su cuerpo. Un rectángulo de flores y otro más de veladoras enmarcaron el altar. Tres copas de copal remataron y aromatizaron el icono sagrado con el que se le rindió homenaje. Juan Chávez fue uno de los dos notables indígenas que oficiaron el rito. Con un señorío y solemnidad que envidiaría el más capaz de los ministros de culto, el purépecha preparó el terreno para que la tierra y la naturaleza acogieran al mártir.
Don Juan conoció de manera directa la experiencia de ser trabajador migrante del otro lado de la frontera. «Sin salidas, se nos están yendo los muchachos, los hijos, los nietos -decía-: desde los 13 o 14 años se van a cruzar la línea internacional. Van a la muerte allá en el desierto, al maltrato del Servicio de Inmigración de Estados Unidos. Los muchachos se van porque no hay salidas. Y con su salida se desintegran las familias y las comunidades. Allí está el etnocidio, la muerte cultural de los pueblos y también la devastación de los recursos naturales.»
Crítico implacable de los gobiernos de todos los colores, recibió amenazas, represalias e intentos de soborno. Nunca se amilanó. «Son ellos, los gobiernos -aseguraba-, los que siempre han tendido como perdedores a las comunidades indígenas de todo México y como beneficiarios a los caciques, a los ricos y a los poderosos. Los gobiernos son los responsables directos de la creación de conflictos entre pueblos, son los que históricamente han arrebatado la tierra a los indígenas para entregarla a los acaparadores, a los ejidatarios que no tienen arraigo en la tierra y la venden o la rentan a los grandes empresarios y a los saqueadores de este país.»
Zapatista hasta el último segundo de su vida, don Juan advirtió, una y otra vez, la estrecha relación entre los rebeldes del sureste mexicano y el movimiento indígena nacional. «El EZLN y el CNI -explicaba- somos ya una sola fuerza nacional. La palabra armada que se hace escuchar desde enero de 94 es por nosotros aceptada, defendida y respetada, en razón histórica del supremo derecho de los pueblos a la rebeldía. El EZLN enarbola hoy las demandas que por siglos nuestros pueblos han visto negadas por los gobiernos. El CNI hace suyas estas demandas…»
Sembrador incansable de otro futuro, don Juan proponía: Soñemos juntos y hagamos nacer la semilla de la esperanza porque ésta es la hora de los pueblos indígenas, de la democracia, libertad y justicia
. Con la muerte, el país perdió a uno de sus más grandes hombres: el que trabajó como muy pocos para hacer realidad la llegada de la hora de los pueblos indios.
Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2012/06/05/opinion/019a1pol