Un poco de historia En 1989, Eduardo Kimel publicó el libro La masacre de San Patricio, en el que se investigaba el asesinato de tres sacerdotes y dos seminaristas palotinos por parte de esbirros de la última dictadura, hecho ocurrido el 4 de julio de 1976 y perpetrado en la iglesia sede de esa congregación, […]
Un poco de historia
En 1989, Eduardo Kimel publicó el libro La masacre de San Patricio, en el que se investigaba el asesinato de tres sacerdotes y dos seminaristas palotinos por parte de esbirros de la última dictadura, hecho ocurrido el 4 de julio de 1976 y perpetrado en la iglesia sede de esa congregación, cita en el barrio de Belgrano.
La rigurosa investigación de Kimel ponía en tela de juicio la actuación de las autoridades encargadas del proceso judicial, y personalmente la del juez Guillermo Rivarola. En 1995, el sinvergüenza del juez, que no había encontrado a nadie culpable por la masacre, en cambió demandó a Kimel por calumnias e injurias.
Kimel apeló y gano, pero la Corte Suprema adicta al menenismo desestimó la apelación y ratificó el fallo del juez, que consistía en una condena de un año de prisión en suspenso y al pago de una indemnización de 20.000 dólares, por parte del periodista.
Kimel siguió empecinadamente adelante y presentó su caso ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que tras 17 años de proceso falló a su favor:
Dijo entonces, Eduardo:
«Este proceso fue muy largo pero valió la pena. No por una cuestión personal, sino por lo que tiene que ver con la memoria colectiva. En estos años hubo muchos compañeros que me acompañaron, pero quiero recordar especialmente a mi esposa, Griselda Kleiner, ya fallecida. Ella estuvo al lado mío, jamás me abandonó. Era una luchadora social, cordobesa, protagonista del «Cordobazo».
De nuevo, ahora
No sé, la sensación es extraña, Eduardo. Tener que escribir una nota sobre vos hablándote en tiempo pasado. Me niego. Reconocer que estés muerto más que duro, es para mí un ejercicio casi grotesco, un algo que no tiene lógica ni explicación. Porque es un absurdo pensarte muerto. Y encima así, de repente, dejándonos a todos con tres cuartos de narices.
¿No será otra de tus humoradas, esta? ¿Una muestra más de ese, tu sarcasmo, que sabías disparar como dardos que dejaban estupefacto a tu interlocutor?
Y encima yo escribiendo una nota sobre vos, en la que quiero dejar constancia de lo mucho que te quiero y de lo mucho que te admiro como persona, como amigo, como compañero, como hermano de la vida, como hombre íntegramente comprometido con las mejores causas, como pensador de criterio, como talentoso periodista y como maestro de futuros periodistas (ojalá haya aunque sea uno que alcance alguna vez así fuese la altura de una uña de tu estatura de saber y de tu gigantesca integridad ética).
¿Ves? Hablo en tiempo presente.
Y escribo esta nota sobre vos.
La escribo consciente de que esta vez la devolución que tantas veces tuve de tu parte, esta vez no es posible. No tendré la suerte de que la corrijas y la edites antes de ser publicada; preciando la justa medida a cada párrafo, intercalando en su lugar la coma omitida, rasurando el exceso de adjetivación, o de sequedad o desmesura, o elogiando la frase que encontraste adecuada.
De vos no tengo recuerdos, me niego a tenerlos: tengo presencia, tengo ejemplos, tengo tu afecto siempre franco, renovado y explícito. Tengo el eco de tu voz profunda, casi de la de un cantor de sinagoga; la imagen de tu andar desmañado, casi a los tropezones; el sonido estentóreo de tu risa; sigo compartiendo con vos los almuerzos de los sábados, sentados a la «mesa de los periodistas» en el fondín de la calle Junín, casi Santa Fe, que servían como prólogo a tu programa en «La voz de las madres», en la cual yo también levanto una pequeña tribuna gracias a tu generosidad.
Hablando de Madres, conocí a la tuya, Eduardo. Una altiva y digna dama judía, sabedora también de genocidios, destierros y discriminaciones ¿Sabés que te compara con el soldado Carrasco? Dice que fue necesario el sacrificio del soldado Carrasco para terminar con el servicio militar obligatorio, del mismo modo que fueron necesarios 17 años de padecimientos de tu parte para que la libertad de expresión ganase la batalla de ver eliminadas las sanciones penales por los delitos de calumnias e injurias.
Tiene razón, tu vieja.
A instancias del Poder Ejecutivo, a poco de concluir el 2009, la derogación de las sanciones penales para los delitos de calumnias e injurias se convirtió e ley.
La propia presidenta Cristina la llamó Ley KIMEL. Así será conocida para siempre.
Estabas orgulloso; te llamé, te felicité, hicimos una nota celebratoria en «La voz de las Madres». Unas noches después brindamos, y los dos y otros amigos levantamos también la copa por Griselda.
Te extrañaré horrores, hermano. La vida te extrañará horrores.
Siempre que me pregunten diré: Eduardo Kimel fue un hombre justo, un hombre sabio, un tipo tierno y afectuoso que a veces encubría su ternura con un gesto huraño. Fue un hombre alegre. Y apasionado. Gran polemista. Sarcástico. Irónico. Jamás necio ni sectario.
Eduardo Kimel, serás siempre mi hermano.
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