Como en cada cierre de ciclo anual y transición a uno nuevo, es casi obligado hacer un recuento de los acontecimientos trascendentes que han tenido lugar y avizorar los escenarios factibles para el porvenir inmediato. El balance político del 2024 para México está lleno de claroscuros y paradojas. Año electoral y de relevo presidencial que estuvo marcado por casi tres años de pasarelas (las corcholatas de López Obrador), precampañas y campañas que desembocaron en el muy previsible triunfo —con una considerable participación de electores— del partido oficial y sus aliados, no sólo en la presidencia de la República sino también en el Congreso y la gran mayoría de las elecciones estatales.
Con el triunfo contundente de Claudia Sheinbaum, inseparable del papel desempeñado por el presidente en turno como padrino y virtual fiador político de su candidatura, se imprime un hecho histórico: la primera mujer en ocupar el cargo de mayor responsabilidad política en el país. Ese significativo acontecimiento tiende a opacar, sin embargo, que se trató del proceso electoral, tanto en el nivel federal como en el de las entidades y municipios, con más violencia política: amenazas y renuncia de dirigentes políticos y candidatos, privación ilegal de la libertad y, en el extremo, desapariciones y asesinatos que afectaron a todos los partidos en la contienda. Geográficamente, fue el sureste y sur del país (Chiapas, Guerrero, Veracruz, Michoacán, Oaxaca) donde estos fenómenos tuvieron más incidencia, y Morena el partido más afectado por las intimidaciones y atentados que ensombrecieron los comicios.
Los resultados de la elección fueron muy polémicos. Si el oficialismo obtuvo ahí alrededor del 54 o 55 por ciento de los sufragios para el Congreso, la cuestionable decisión de la mayoría de consejeros del INE y del Tribunal Electoral les dio en la Cámara de Diputados una amplia mayoría, más que calificada, del 76 por ciento de los legisladores; y en el Senado, donde les faltaba a Morena y aliados un voto para tener esa mayoría, lo obtuvieron reclutando para su causa al oscuro y corrupto ex panista Miguel Ángel Yunes, y a su padre del mismo nombre, ahora incorporados a la fracción morenista en la Cámara Alta.
Si bien esto ya se ha dicho en muchísimas ocasiones, es necesario recordarlo siempre, sobre todo ante la peregrina afirmación de la presidenta Sheinbaum de que México es “el país más democrático del mundo”.
De ese modo, en el periodo del 5 de febrero en que el presidente López Obrador anunció sus 18 iniciativas de reforma constitucional y dos a leyes secundarias hasta este fin de año la Constitución ha sido modificada —y lo seguirá siendo en el futuro próximo— a conveniencia del solo partido del gobierno, sin necesidad de negociar con las oposiciones. La Carta Magna se ha vuelto así un objeto gelatinoso, moldeable al gusto del Ejecutivo y prácticamente irreconocible si la comparamos con el texto de 1917; la constitución como objeto utilitario para el grupo en el poder.
Si bien desde 2018 el gobierno morenista proclamó que su objetivo era realizar un “cambio de régimen”, el cual no era definido ni se señalaba el punto al que se pretendía llegar, ese cambio se concretó en 2024. Ha resultado en la reconstrucción-restauración del viejo régimen de presidencialismo absolutista y partido de Estado que muy bien conocimos en el pasado y al que durante tres décadas se logró debilitar, modificar y marcar algunos límites. El Morena, como nuevo partido casi único, y sus satélites del Verde y el PT, no solamente se ha nutrido de una gran cantidad de cuadros y militantes desprendidos del ya decadente PRI; ha asumido de éste el pragmatismo populista que ahora lo caracteriza, llevándolo incluso a niveles mayores que su antecedente tricolor en sus mejores tiempos. A ello se le ha agregado el componente del militarismo como un rasgo distintivo del régimen mismo, que el priismo había logrado erradicar desde 1946.
Así, se ha aplicado también una reforma castrense con la incorporación plena de la Guardia Nacional al ejército; y el día último del año la publicación de la que amplía el número de delitos —o presuntos delitos— que merecerán prisión preventiva oficiosa, sin que los jueces puedan, además, evaluar caso por caso para ver si esa medida es justificable. Esta nueva disposición contraviene los tratados internacionales en materia de derechos humanos suscritos por el país y las recomendaciones de los propios organismos de los que México forma parte.
También ha venido el régimen morenista a cumplir y perfeccionar, con la liquidación de organismos autónomos y descentralizados, fusiones y desaparición de fideicomisos entre otras acciones, con la proclama del neoliberalismo de un Estado mínimo y barato, de tal suerte que las clases propietarias no paguen más impuestos. De ahí que se ha evitado a toda costa realizar la reforma fiscal que las circunstancias exigen y hoy el nuevo gobierno ha heredado un déficit histórico que alcanza un billón 244 mil millones de pesos en 2024, que representa la cifra récord del 5.9 por ciento del PIB, y una deuda del gobierno que promedia un 55.6% del PIB. Esto es, para el servicio de esa deuda se destina el 12 por ciento (1.2 billones de pesos en 2024; 2 mil 800 millones de pesos diarios, según estimaciones de México Evalúa). La disciplina fiscal que caracterizó los primeros años del gobierno de López Obrador, incluso durante la pandemia de Covid-19, se perdió en el año electoral de 2024 elevando el gasto social y la deuda pública.
Esta situación ha llevado a los graves recortes presupuestales en salud, educación y seguridad aplicados para el año que se inicia, además de la merma al presupuesto del INE, que tendrá que organizar por primera vez la elección de los integrantes del Poder Judicial Federal. Ello mientras la inseguridad social rampante, la expansión sin precedente del crimen organizado, las persistentes y aun agravadas carencias en educación, salud, infraestructura y cultura reflejan los efectos del Estado mínimo y el predominio de las leyes del mercado en que se acrecientan año con año las fortunas de los megarricos.
A esa reducción del Estado se aúna la degradación de la democracia que se expresa en la anulación del pluralismo en el Congreso, donde se aplica sin miramientos ni deliberación el uso de la prefigurada mayoría; la sumisión del Legislativo al Ejecutivo, la inminente captura del Poder Judicial con la reforma del pasado septiembre y la desaparición de organismos como el INAI, la Cofece, la CRE y otros, creados en las anteriores décadas para regular y acotar la acción de los poderes constituidos, y especialmente el Ejecutivo.
El resultado general no es el fortalecimiento de la democracia, sino la restauración de un régimen político atroz que ya conocimos en el pasado: el del presidencialismo exacerbado, el desequilibrio entre los poderes donde el Legislativo y el Judicial carecen de independencia frente al Ejecutivo; no hay, o se nulifican, los necesarios controles y contrapesos; y un partido de régimen que sólo sirve como maquinaria electoral y correa de transmisión de las determinaciones presidenciales.
En 2024 se ha consolidado, así, el anunciado cambio de régimen, cuyo saldo no es en favor del progreso democrático sino regresivo hacia formas más o menos marcadas de autoritarismo. La idea de ser “el país más democrático del mundo” como recurso del discurso demagógico no se sostiene ni encuentra asidero alguno en la realidad.
Mientras las mayorías aceptan pasivamente el nuevo orden autoritario, la tragedia es la ausencia de un polo aglutinante de las luchas populares de resistencia a megaproyectos, al extractivismo, a la explotación y la marginación. Hay un vacío casi total a la izquierda del sistema político, cuyo espacio ha sido ocupado, en el imaginario social, por el referido pragmatismo populista que se ha instalado firmemente en el mando del país. Que el 2025 inicie el cambio de esa situación y nos muestre un mayor protagonismo de la lucha social autónoma en favor de verdaderas transformaciones.
Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH.
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