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El antiperonismo y los orígenes de un odio persistente

Fuentes: Rebelión

El peronismo arrostró el odio de sus opositores desde antes de delinearse como movimiento político. A su manera sacudió los cimientos de la sociedad argentina de la década de 1940 y puso en crisis al conjunto de las fuerzas sociales y políticas que actuaban en la época.

Aún hoy basta recorrer durante algunos días los grandes diarios de Buenos Aires (y muy en especial La Nación) para encontrarse con más de un artículo que atribuya al peronismo la culpa principal de un declive permanente de la sociedad y la política argentina, iniciado en la década de 1940. En muchas de esas intervenciones periodísticas se adosa bien el lamento porque el movimiento fundado por Juan Domingo Perón sigue en el gobierno, bien la profecía de su próximo final.

Ocaso que a veces se predice como total, y en otras ocasiones se circunscribe a las corrientes más “populistas”, con la esperanza puesta en la pervivencia de tendencias “racionales” o incluso “republicanas”, dentro de la heterogeneidad del justicialismo. Siempre hay al respecto alguna “esperanza blanca”.

Si hubiera que asignarle una categoría de conjunto al origen de esos diagnósticos y vaticinios, resulta insoslayable vincularlos con la añeja tradición antiperonista, cargada de diversos argumentos. Pero a menudo teñida del rechazo a la incidencia social, política y cultural de trabajadores y pobres.

Contra el enemigo, desde antes de que existiera.

Se ha escrito que el antiperonismo es incluso anterior al surgimiento de su enemigo histórico. Y en buena medida es verdad. El coronel Perón fue sujeto de fuertes críticas y atacado como posible candidato a la presidencia, tan temprano como en los primeros días de noviembre de 1943, unos días antes de que comenzara el recorrido en la Secretaría de Trabajo y Previsión, que sería su plataforma para el ascenso político.

El coronel apenas pensaba entonces en iniciar el camino de acumulación de poder que a la larga lo depositaría en la postulación para la primera magistratura y luego en la presidencia. Y está claro que a esa altura el flamante Secretario no contaba más que con un pequeño círculo de allegados. Nada que se pareciera a un movimiento de masas. Tampoco contaba entonces con una base sindical, que se conformaría de manera gradual y al principio discreta.

Hay que justipreciar algunos motivos de la precoz tirria hacia quien no tanto tiempo después sería apodado “El primer trabajador.”

Perón era funcionario de un gobierno dictatorial, el iniciado con el golpe del 4 de junio de 1943. Ese gobierno era represivo de toda oposición y autor de intervenciones, clausuras y atropellos, en particular contra los sindicatos y partidos de izquierda. Esas acciones eran asociadas por sus críticos con la posición “neutralista” frente al conflicto mundial en curso y las innegables simpatías por el Eje de una gran parte de los militares y civiles que integraban el gobierno

La dictadura del 4 de junio hizo “méritos” como la implantación de la enseñanza religiosa en los colegios, el avasallamiento de las universidades o el despido de personas de origen judío en la administración pública y en la enseñanza estatal. O acciones más coactivas y dolorosas, como el encarcelamiento de centenares de personas, tanto dirigentes como militantes de base,

Entre muchos ejemplos posibles, cabe mencionar la prohibición lisa y llana de una de las dos centrales obreras más importantes, la C.G.T. Nº 2, como directa consecuencia de la gravitación en ese espacio de sindicatos dirigidos por gremialistas comunistas. Y los sindicalistas que se abroquelaron en posiciones de izquierda fueron perseguidos sin piedad.

Lo que existía mucho antes del advenimiento del futuro presidente a la escena política era el “antifascismo”. Convergencia de instituciones, personalidades y corrientes de pensamiento con la lucha contra quienes eran percibidos como imitadores locales de los fascismos europeos. Y en muchos casos como agentes directos de las potencias del Eje, en especial de Alemania.

No desde el primer día, pero a poco andar, el gobierno militar surgido del golpe del 4 de junio de 1943, fue encarado como “fascista” o “nazifascista” por quienes habían hecho su razón de ser del posicionamiento contrario a todo lo que pudiera tener alguna relación, siquiera indirecta y tenue, con los regímenes alemán e italiano.

Los enrolados en el “antifascismo” caratularon a Perón como “nazi” y aplicaron la misma caracterización a cualquier política que se llevara adelante por su iniciativa o con su consentimiento.

La calificación de “nazi-peronismo” se abrió paso con fluidez y los antifascistas (fueran conservadores, radicales, socialistas, demoprogresistas o comunistas, actuaran el el ámbito sindical o en el gremialismo empresario) no tuvieron la menor predisposición a otorgar algún crédito para las políticas sociales que la Secretaría de Trabajo y Previsión comenzó a desarrollar y que tomaron mayor aceleración y profundidad en torno a mediados de 1944.

Tales medidas eran rechazadas en bloque como “demagogia social”, “engaño a los trabajadores” “supuestas mejoras que iban en perjuicio de sus presuntos beneficiarios.” Y se las tomaba como una parte integrante del intento de erigir un régimen fascista en Argentina.

El embajador de EE.UU, los patrones y los partidos de izquierda.

Un capítulo insoslayable en la aparición del antiperonismo fue la desembozada intervención estadounidense, personificada por el embajador Spruille Braden. Durante unos meses de 1945 Braden encarnó el esfuerzo internacional por terminar con Perón y el gobierno militar que lo albergaba. Estaba convencido de hallarse frente a una rémora absurda: La de que se consolidara un régimen caracterizado sin ambages como “nazi”, justo cuando las fuerzas del Eje habían sido derrotadas en suelo europeo.

La emergente coalición antiperonista, carente de líderes carismáticos, encontró en el diplomático norteamericano un verdadero conductor. Como es sabido, Perón respondió asumiendo la causa de la soberanía nacional frente a la prepotencia imperialista, lo que le granjearía nuevos apoyos.

Los “antifascistas” se percibían como partícipes en el conflicto global, atribuyéndose un carácter de “resistencia” asimilable a la que se hallaba en curso en Francia y otros países europeos. Con la guerra ya acercándose a sus instancias finales, copiaron para su utilización en el país una consigna de los Aliados: La de que el final de la lucha contra los fascismos no podía ser otra que la “rendición incondicional” del detestable enemigo.

Esa frase, reforzada con apelaciones a la “aniquilación” del “nazi-peronismo”, se tornó el abordaje excluyente del nuevo fenómeno social y político. Perón, tal como Hitler y Mussolini, debía ser arrojado al basurero de la historia.

El esfuerzo antifascista convergió con los intereses que hicieron del “antiperonismo” una herramienta predilecta de las clases dominantes y de las instituciones de la sociedad civil y los partidos políticos que les respondían.

Las grandes empresas reaccionaron con un rechazo airado a aumentos de sueldos, generalización de los convenios colectivos, vastas facultades de control del cumplimiento de las leyes laborales, ampliación de vacaciones, extensión de regímenes jubilatorios, regulación del trabajo rural, creación de juzgados laborales y otras medidas sociales inspiradas desde la Secretaría de Trabajo y Previsión u otras agencias estatales.

Parte de esa repulsa se dirigía contra el mayor poderío adquirido por delegados sindicales y comisiones internas. Los patrones se sentían amenazados en el interior mismo de sus empresas.

Les venía de perillas la descalificación como “demagogia”. y la estigmatización de toda la política social como indebido “intervencionismo” estatal de corte “nazi” en las relaciones laborales. Y les resultaba muy funcional presentar como tropelías fascistas a los que juzgaban ataques al libre ejercicio del derecho de propiedad.

Los antifascistas que venían de posiciones de izquierda y en el caso de los comunistas, evocaban al marxismo como pensamiento rector, recibieron con predisposición amistosa la adhesión entusiasta de los grandes patrones y de las asociaciones que los nucleaban.

Todo era válido para “batir al nazi-peronismo”, una consigna que marcó el momento político. A despecho de que muchos de ellos habían respaldado todos los emprendimientos golpistas y fraudulentos que azotaron a la sociedad argentina desde septiembre de 1930.

Comunistas y socialistas, sobre todo, parecían dispuestos a olvidar todo aquello. El antifascismo, así lo decían y escribían, no podía reconocer límites de ideología, de pertenencias partidarias, de creencias religiosas, y tampoco de clase. Los señores de la Unión Industrial y de la Sociedad Rural, ahora “empresarios democráticos” podían ingresar por la puerta grande en lo que denominaban, la “Unión Nacional”. Lo mismo buena parte de los políticos de la era del fraude, ahora revalorizados como “conservadores progresistas”.

¡Estos no son auténticos obreros!

Un gesto característico de la época fue negarle la pertenencia a la clase obrera a lxs trabajadores que apoyaban a Perón. Se los calificó de “lumpenes”, “desclasados”, cuando no lisa y llanamente de delincuentes.

Cuando el origen obrero era innegable se caracterizaba a los trabajadores peronistas como “atrasados”, “carentes de perspicacia política”. Eran, se explicaba, migrantes recientes desde zonas de predominio agrario, sin antecedentes de participación sindical. Entre ellos, se decía, predominaban los jóvenes y las mujeres.

Quedaban delineados por contraposición los rasgos de los “verdaderos” trabajadores: Varones, adultos, nativos o de larga residencia en el medio urbano. Y no se admitía que existieran peronistas entre quienes cumplían con esos requisitos.

En ese clima, la movilización del 17 de octubre, irrupción insólita para la sensibilidad antifascista, fue minimizada en su masividad. Y falseada en su carácter de clase. Allí no había “auténticos” obreros o eran muy pocos, según los opositores. Y la intervención de la policía facilitando la manifestación, era considerada decisiva. Otra maniobra fascista, en suma.

En una declaración del comité ejecutivo del Partido Comunista, emitida poco después del 17 de octubre, se aprecia un pedido explícito de represión a grupos que se define como “hordas”, con la alternativa de algún mecanismo de autodefensa:

“La opinión pública exige que estos hechos sean enérgicamente reprimidos por las autoridades, debiendo aprestarse la población, mientras tanto, a defender sus hogares, su vida y su honor; todos ellos a merced de las hordas naziperonianas.”

El prisma del totalitarismo nazi enturbiaba la visión hasta el límite de la ceguera.

Perón al gobierno, pese a todo.

Celebradas las elecciones del 24 de febrero de 1946, condicionadas de múltiples maneras, pero sin fraude electoral, el coronel se impuso a la confluencia de casi todos los partidos preexistentes en su contra, en la denominada Unión Democrática. Lo respaldaban un partido estructurado y dirigido desde los sindicatos, el Laborista, y una fracción minoritaria de la Unión Cívica Radical.

Aún ante la evidencia de su triunfo electoral, el peronismo era percibido como una anomalía en la historia argentina. Un subproducto de un proceso de industrialización que había generado una migración interna “disponible” para una aventura política. Una reacción equívoca frente a una década y media de imperio del fraude. Y la negación de las que se suponía eran las mejores tradiciones nacionales, vinculándolo al régimen rosista y a la Mazorca.

La constatación de que el nuevo y odiado movimiento había llevado a la presidencia a su líder no hizo amainar el rechazo y el deseo de “extirparlo” tan pronto como fuera posible. Solamente una parte del radicalismo y los comunistas intentaron una política un tanto más contemporizadora.

El primero incorporando contenido de reformas sociales a su programa. Los comunistas con propuestas de reacercamiento a los trabajadores peronistas. En ambos casos iba incluido algún nivel de revisión sobre la política adoptada en el proceso que terminó en el resultado más detestable para ellos: Perón presidente. De todas maneras unos y otros volverían a ser arrastrados al choque frontal con el peronismo.

Un amplio abanico social y político quedaría esperando la hora de que la sociedad argentina volviera a la “normalidad”. Incluso anhelando una revancha a como diera lugar. Y que terminara de una vez y para siempre con la inesperada irrupción social y política que azotaba al país.

Tardarían en percatarse, a regañadientes, de que el peronismo era expresión de fuertes cambios en la sociedad argentina, que ya era muy diferente a la anterior a 1930. Y de que el movimiento que accedió al gobierno en 1946 estaba destinado a profundizar esas transformaciones, con todos los claroscuros de los que era portador.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.