Presentación en la Feria del Libro de Durango (2005)
¡Qué antiquísimo es el humor negro! En clave de sutileza socarrona, hilarante y tremebunda a la par, Martin Anso nos transfiriere andanzas y malandanzas de la narrativa popular vasca mediante un tingladillo de sublimados títeres de cachiporra. De carne y hueso. En ocasiones, resurrectos. Nos retrotrae Anso durante el acto humano más intransferible, la lectura, sin culpa ni remedio, a nuestros primeros años. Se nos sumerge en un pretérito novedoso y en ávido periplo del intelecto. No acoge, su libro: sobrecoge. Leer es adicción dinámica, y por eso durante la formalización de lo intuido a través del «tono vital», diría Zubiri, y de unas intrigas cuyo desenlace sorprende, se excitan los demonios del jardín, los esqueletos del armario crujen y la carcajada, a veces tétrica y herética, los desempolva. Ha respetado Anso escrupulosamente el mecanismo de exposición, nudo y golpe de teatro; y si extrae una moraleja, ésta resulta paródica. Pero la empatía con aparecidos granujas, hechiceras que prevarican, hidalgos indómitos y archiduquesas bobaliconas resulta inexorable.
En lo que atañe a la percepción, vigencia y eficacia lúdica de estas fabulaciones, (en euskara, «Elezaharren Bidetik» significa «Por el camino de las leyendas») la psicología complica -y explica- el fenómeno situándolo en la zona cerebral que hoy se denomina ‘arquipallium’. Junto al ‘arquipallium’ perdura el paleocótex, y Kleist distingue esta doble corteza primaria como «cerebro interno». El sistema neurovegetativo, hoy en día, no sólo sirve de ‘piloto automático’ para que el organismo funcione mientras la mente lee a Kant o juega al parchís. Ese «cerebro interno», más allá de las impresiones sensoriales, capta desde el exterior algo fundamental: los recuerdos. De ahí el refrán de que aprender es recordar. Aunque, para consumar los conceptos de tono vital y formalización que exige el ya aludido Zubiri, se precisa de un neocórtex. Éste se lo proporciona a la criatura, a nivel subconsciente, la madre. Sartre se refiere a la primera relación con el mundo social como «mundo mágico». En ello insiste Kretschmer, y asevera que en el cerebro interno, el ‘arquipallium’, se desarrolla una fase pre-lógica de pautas animistas idénticas a las de los pueblos primitivos en fase de civilización. Mundo social y mundo mágico, pues, quedan aquí íntimamente relacionados. Otro detalle es que la orfandad real u oficial, la de los segundones, movía a éstos al deambuleo y la odisea. Ulises representa el arquetipo del huérfano, y Penélope el de la madre inalcanzable.
A través de la simbiosis maternal el cerebro infantil es acuñado y, según el psiquiatra y mitólogo gallego Rof Carballo, «recibe algo de importancia ingente: el mundo de la tradición». Para Jung, nos valemos de la polarización sexual (latente como eje en muchas de las leyendas de Anso) para vincularnos «con la tradición y con la historia». Es la religación con la tribu. Insistamos con Zubiri: «La existencia humana no solamente está arrojada entre las cosas, sino religada por su raíz. La religación, ‘religatum esse’, es una dimensión formalmente constitutiva de la existencia (…) La religión no es algo que se tiene o no se tiene. El hombre no tiene religión, sino que, ‘velis nolis’, consiste en religión o religación».
No es a humo de pajas. Muchos de los cuentos que Anso ha cosechado y que giran en torno a imágenes divinales («La estatua andante» de Kanpezu o la Cruz estellesa del Castillo de Monjardín) consisten en religación pagana, con el subsiguiente sincretismo. El autor de «Elezaharren bidetik» ha recolectado de aquí, allá y acullá, en su lengua vasca, relatos de los miles de puntos cardinales de los siete ‘herrialdeak’ o provincias Euskal Herria, cuyas fronteras siempre fueron tan inconsútiles como movedizas. Incluye puntualmente trazos de Ultramar o de un folklore céltico, como la lamia normanda, que logró en sus días un puntazo en la endoculturación de unos clanes muy receptivos al respecto. En estilo asequible, coloquial y por lo mismo atractivo (escribe como si lo contara en tertulia, sin renunciar a una muy pulcra prosa euskérica) engancha al lector con hallazgos de biblioteca mayormente, confiesa. Al final resume con lealtad el origen de fuentes; pero se distancia con excesivo recato de los aunque breves decisivos conciliábulos con historiadores, comparación concienzuda de referencias y, de vez en vez, su aportación de sentido común en engarces de literatura oral filtrada por su tamiz escéptico, cáustico, puntualmente épico, antes de entregarla a la rotativa.
Nos consta que, en cierta ocasión, Anso intentó por todos los medios pasar la noche de San Bartolomé, 24 de agosto, en el palacete de Narros, de Zarautz, para verificar si, como hasta hoy se cuenta, en él y en esa fecha se aparece el fantasma de un hugonote que, huyendo en una nao de la matanza de 1572, naufragó y fue acogido, haciéndose pasar por católico, por Pedro de Zarautz, pariente mayor, coronel de 4.000 hombres y amo y señor del citado edificio. Una estocada en el pecho, recibida durante la histórica degollina, puso en trance de muerte al extranjero y, en la agonía, se confesó calvinista y falleció entre blasfemias y amenazas al Papa en el hoy conocido como Cuarto Azul. Alma en pena, cada 24 de agosto, siempre según la irrefutable fábula, provoca un a modo de furibundo ‘poltergeist’ en la antedicha estancia. La reiterada negativa de los actuales propietarios de la finca impidió a Anso pasar allí la noche de autos y referir más allá de la duda razonable si el espectro azulenco armaba el zipizape o no. Quizás sea mejor así, y que la incertidumbre se perpetúe.
En el retablo de Anso, heroicos ahorcados sacan la lengua al tirano Carlos «El Malo» y establecen una toponimia. Doncellas acosadas convierten en zombis a los obscenos gerifaltes. Lerdos que hablan a la deidad «Mari» de vos («zukaz») y no de tú («hikaz»), olvidando que al Dios cristiano se le tutea, se llevan su escarmiento. Aldeanas zaheridas urden artimañas extrasensoriales de represalia, fiando en la hagiografía panteísta. No faltan la licantropía ni otras zoomorfosis tan gratas al vulgo. Ni el unicornio de la farmacopea. El bálsamo emocional es la ya definida contraofensiva de la religación. De ahí al folletín, y al novelón seriado que hoy mitiga el síndrome de Ulises, qué coincidencia, de una inmigración inerme.
En éste su primer libro, Martin Anso nos sumerge en vodeviles y proezas de un medioevo vasco que convivía con la ultratumba, las epidemias, las guerras más encarnizadas, y que desde la reconquista, los cabildeos palaciegos (o de hidalguía rural) y matanzas intestinas llega, apocalipsis sin tregua, hasta las inmisericordes carlistadas. Trasfondo que ejerció su influjo en los movimientos románticos. No concuerda, sin embargo, la obra de Anso con el romanticismo, aunque algunos pasajes coincidan con su auge. Se interpreta mejor a través del escueto y empero elocuente románico. Consideremos que el románico fue el arte que más perfeccionó, en el Camino Jacobeo, la transmisión del mensaje cabalístico a caminantes en su mayoría analfabetos. Jaime Cobreros Aguirre, errenterriarra, investigador profundo del peregrinaje a Compostela y uno de los fundadores de los «Amigos del Románico» en Navarra, opina que «la piedra y la leyenda son los únicos soportes capaces de permanecer incontaminados de las modas de los hombres». Define: «Lo primero que resuelven los maestros constructores románicos es la bóveda, ya que era necesario un recinto cubierto enteramente por piedra viva, capaz de vibrar como un diafragma para devolver al hombre al claustro materno…» Dos y dos.
No son, por tanto, ‘góticos’ los relatos aquí referidos; sino más bien goéticos, esto es, relativos al símbolo, tan románico y tan encontrado con el materialismo cutre y desviado hoy en boga. Aquél incluye, faltaría más, deslumbrantes tesoros y arcas con soberanos de a ocho, que de ilusión también sobrevivían mariñeles y destripaterrones de antaño (y hogaño). Qué decir de los forajidos al acecho en el laberinto de veredas de la Vasconia selvática. Una gravitación cósmica electriza, en esta encrucijada pirenaica que el peregrino no podía eludir, el espinazo de las rutas hacia el Finisterre. Allí, el viejo dios Sol se eclipsa y se niega a resurgir si no se le impetra exhausto desde el borde del abismo.
Transita la lectura ensimismada de este volumen a lo largo de trapisondas sin artificio y peripecias del sector humilde, nunca humillado, de estratos sociales finiseculares que no alcanzaron la gesta, ni el drama renacentista, ni la juglaría platónica; aunque sí fueron motivo de «koblak», versos sencillos y concretos. El autor, en trayectoria inversa, ha extraído de esta lírica explícita el argumento alto, claro y regocijante pese a su contenido macabro o quizás a causa de él. En sus páginas, sirva de ejemplo, se vislumbra el tálamo de «La viuda de un día», que decide que el cadáver de su marido… No; no va este comentarista a reventarles el final de ninguno de los 59 cuentos populares contenidos en «Elezahar bidetik», compendio siempre inacabado (penelópico). En algún tramo de sus relatos, Martin Anso, periodista, columnista, reportero y bibliómano, amén de antropólogo ‘freelance’ y miembro activo de grupos de debate y combate medioambiental, puntualiza que el mito procede de hechos auténticos y que la facultad retórica colectiva fue enriqueciéndolo de generación en generación con detalles afines al devenir sociológico. Tras solazarnos con los lances que este bardo de versátil repertorio nos oferta, conviene reflexionar, ante todo, que jamás sabremos cuál de las dos ramas, la Historia o la fábula, es más apócrifa.