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Novedad editorial

«El arte de la mentira política» de Jonathan Swift

Fuentes: Rebelión

El arte de la mentira política Jonathan Swift © Ediciones sequitur, 2006   Jonathan Swift (1667-1745) Edición bilingüe Traducción: Francisco Ochoa de Michelena Formato: 115×170 Páginas: 96 Más información: [email protected]     Descripción: Inútil recordarlo: política y mentira suelen ser buenas compañeras. Parece, sin embargo, que los políticos de hoy mienten con torpeza y, seguramente, […]

El arte de la mentira política

Jonathan Swift

© Ediciones sequitur, 2006

 

Jonathan Swift
(1667-1745)

Edición bilingüe

Traducción: Francisco Ochoa de Michelena

Formato: 115×170

Páginas: 96

Más información: [email protected]


 

 

Descripción:

Inútil recordarlo: política y mentira suelen ser buenas compañeras. Parece, sin embargo, que los políticos de hoy mienten con torpeza y, seguramente, a no pocos haría bien recordar las recomendaciones que algunos sagaces británicos dejaron escritas allá a principios del siglo XVIII.

Cuando la incipiente política parlamentaria iba perfilando las modalidades de las que siguen viviendo nuestras democracias, Jonathan Swift y sus satíricos amigos descubrieron la siguiente verdad: el mentir bien a los ciudadanos no es cosa que se improvise; es un arte con todas sus reglas…

Público lector: quienquiera aprender a mentir con eficacia… y a ser engañado con elegancia.

 

 

Introducción: El cabal mentir

de Jean-Jacques Courtine

Université Nouvelle Sorbonne-Paris III

 

El saber más práctico

 

consiste en disimular

 

Baltasar Gracián

1733, Amsterdam: se publica, en traducción francesa, con firma de un llamado Jonathan Swift, un Arte de la mentira política.1 Curioso opúsculo, sin duda: no se trata en verdad de un libro sino de una oferta de suscripción a dos volúmenes de próxima publicación bajo ese mismo título. El texto del folleto promocional viene atribuido a Swift, sí, pero nada se dice del autor de esos volúmenes «en prensa». Sólo sabemos de su compromiso a «entregar el primer volumen a los suscriptores antes del día de San Hilario, si el número de suscripciones le anima a ello». No parece que así fuera, ya que los dos volúmenes nunca llegaron a ver la luz. No sabemos si los eventuales suscriptores fueron reembolsados.

Un opúsculo atribuido a Swift, que viene a abrir una suscripción a un libro finalmente inexistente, obra de un autor anónimo: ¡mejores auspicios no podía tener un Arte de la mentira política!

Ha quedado, por tanto, el breve panfleto que aquí podemos leer y cuya carga satírica sin duda responde al estilo de Swift, o también al de sus amigos Pope, Gay o Arbuthnot junto con los cuales fustigó las costumbres políticas de su época. Este arte de la mentira o «pseudología» política pretende ser, en efecto, una sátira de la vieja tradición de las artes del gobierno: por fin, celebra el autor, se ha conseguido reunir los dispersos saberes del arte de la mentira política; por fin, se ha sabido organizarlos en un sistema riguroso y racional, merecedor de figurar en la Enciclopedia y de convertirse en un elemento indispensable en «la educación del príncipe hábil».

¿Conviene engañar al pueblo por su propio bien?

El texto empieza señalando las bases fisiológicas de la mentira: el alma tiene un lado plano, que le viene dado por Dios y que refleja fielmente los objetos; también tiene un lado cilíndrico, heredado del Diablo, que los deforma sistemáticamente. Satanás, como indican los Evangelios, es el padre de la mentira. La mentira política tiene, así, su localización cerebral en el lado cilíndrico. Pero esto no es lo más importante. El tratado no se ocupa tanto de los fundamentos fisiológicos o espirituales del disimulo como de sus efectos políticos. Efectos que remiten, en definitiva, a una cuestión fundamental, presente en toda la reflexión política desde la República de Platón hasta el Príncipe de Maquiavelo: ¿conviene ocultar la verdad al pueblo por su propio bien, engañarlo para salvaguardarlo?2 El arte de la mentira política es, en efecto, «el arte de hacer creer al pueblo falsedades saludables con vistas a un buen fin».

Porque el pueblo «no tiene ningún derecho a la verdad política» como tampoco debería poseer bienes, tierras o castillos. La verdad política debe seguir siendo, como esos otros patrimonios, una propiedad privada: como pensaba Disraeli, sólo el gentleman sabe, por su propia condición, cuando conviene decir la verdad y cuando callarla o disfrazarla. El pueblo, como aquel personaje de La Fontaine, es «hielo ante las verdades y fuego ante las mentiras». La masa es crédula, miente, y puede ser engañada del mismo modo en que, como suele decirse, se engaña a las mujeres y a los niños.3 La mentira es su elemento natural, el aire que respira; así, se necesita de «más arte para convencer al pueblo de una verdad saludable que para hacerle creer en una falsedad saludable». Que sea por tanto gobernado, por su propio bien, con la mentira: así resuelve el tratado esta cuestión. Pero de inmediato se plantea otra: ¿a quién corresponde el derecho a fabricar esas «falsedades saludables»? Monopolio de la verdad, por un lado, y comunión democrática en la mentira, por otro: apartado de la verdad, el pueblo sí tiene, en contrapartida, un derecho inalienable a la mentira activa: un «debido privilegio» a cuyo ejercicio no pretende renunciar y por el que demuestra tener un «obstinado apego». Todo el mundo miente: los ministros engañan al pueblo para gobernarlo y éste, para librarse de aquéllos, hace circular chismes calumniosos y falsos rumores.

Pero consideraciones tan genéricas no podrían bastar: un arte tan necesario requiere de mayor precisión y rigor, exige que se enuncien sus normas y leyes. Así, el texto propone una clasificación de las falsificaciones políticas, distinguiendo tres tipos: la mentira calumniosa que disminuye los méritos de un hombre público, la mentira por aumento que los infla y la mentira por traslación que los traslada de un personaje a otro. En todos estos casos debe imperar una irrenunciable regla de oro: la verosimilitud. Nada peor que la exageración, «esa prostitución de la reputación». Decía Gracián: «Son las exageraciones prodigalidades de la estimación, y dan indicio de la cortedad del conocimiento y del gusto».4 El arte del engaño no se rige por los excesos y sí por un cálculo cuyas bases establece el texto: se trata de un arte sabio, del justo medio, una sutil técnica de la medida. El engaño debe mantener su proporción frente a la verdad, ante las circunstancias y respecto a los fines pretendidos. El texto se prodiga en este punto en ejemplos y recomendaciones. Así, esas mentiras que anuncian catástrofes para aterrorizar al pueblo con un futuro sombrío e inducirle a que se contente con su triste presente: deben usarse con moderación, «no deben mostrarse al pueblo objetos terribles, no sea que le acaben resultando familiares y se acostumbre a ellos». O también, esas promesas que anuncian, para los que sepan escoger el camino debido, un futuro radiante: «no sería prudente fijar las predicciones para el corto plazo: se corre el riesgo de quedar expuesto a la vergüenza y a la turbación de verse pronto desmentido y acusado de falso». Sustraer las mentiras a cualquier posible verificación o refutación; no superar nunca los límites de lo verosímil; diversificar las «falsedades saludables»: he aquí algunas de las normas esenciales de este verdadero mentir5 cuyo uso el autor prescribe a todo aquel que gobierne. ¿Quién puede dudar de la actualidad de estos antiguos preceptos?

Las enseñanzas de este Arte de la mentira política pretenden ser atemporales y universales, cosa que, sin embargo, no impide que el texto trate oportunamente de los méritos y defectos de los mentirosos de su época. Así, de los dos partidos que se disputan con dureza el poder en la Inglaterra de principios del siglo XVIII, ¿cuál, de entre los Whigs o los Tories, es más diestro en el arte del engaño? O, dando a la pregunta toda su actualidad: ¿mienten mejor en la derecha o en la izquierda? Difíciles preguntas. Aunque se adivinen las simpatías aristocráticas de Swift y de sus amigos por el partido Tory, el autor no se decanta: «ambos cuentan en sus filas con grandes genios», verdaderos artistas de la ilusión, príncipes del espejismo político. Sus fracasos, cuando advienen, se deben a que pretenden hacer tragar al pueblo demasiado de una sola vez, a que los anzuelos son demasiado visibles o el cordel demasiado grueso. La mentira se calcula, se sopesa, se destila, se dosifica. El texto arremete en este punto contra los periodistas, «folletinistas y gaceteros», esos burdos mentirosos, y contra «su escaso talento y su falta de ingenio para soltar mentiras».

Y para aquellos que hubieren mentido en demasía o demasiado mal, mermando así su credibilidad, el tratado propone una original cura de inspiración médica: ponerse en el dique seco, iniciar una severa dieta, evitando excesos verbales, y obligarse durante tres meses a no decir más que verdades, para poder recuperar así el derecho a mentir de nuevo, con toda impunidad. Bien es cierto, se lamenta el autor, que nunca ningún partido u hombre político supo soportar semejante dieta.

Pero todo esto resulta aún insuficiente: para conferir a la mentira política la dignidad que le corresponde en el firmamento de las Artes, debe ser elevada a la categoría de sistema. El texto propone entonces crear una «sociedad de mentirosos» dedicada exclusivamente al engaño político. Para llevar a cabo tan ambicioso proyecto deben cumplirse determinadas condiciones: hay que poder contar, ante todo, con una masa de crédulos dispuestos a repetir, difundir, diseminar por doquier las falsas noticias que otros hayan inventado. La función transmisora de los crédulos e ingenuos resulta indispensable ya «que no hay ningún hombre que con mejor suerte suelte y propague una mentira como el que se la cree». Esta cofradía servirá también para desarrollar en su seno una práctica experimental de la mentira, debe servir para contrastar «mentiras de prueba» (proof-lies), globos sonda que, «como una primera carga que se coloca en una pieza de artillería para probarla», permitan averiguar si dan pie al engaño. Por otro lado, conviene desconfiar como de la peste de los personajes cabales y apartar a cualquier individuo del que se tenga alguna sospecha de que puede ser sincero: «si se advierte que alguno de los miembros de la sociedad al soltar una mentira se sonroja, pierde la compostura o falla en algo exigido debe ser excluido y declarado incapaz». Hacer de la mentira obligación y producir mentirosos imperturbables, que mienten mejor que respiran: la Historia conoce partidos políticos que han sabido aplicar al pie de la letra estos principios. Pero aquí nuevamente, el legítimo empeño por alcanzar una organización sistemática no debe mermar la debida moderación: precaverse contra «el celo, el exceso, el ardor vehemente por los que unos a otros acaban persuadiéndose de que lo que se desea o dice verdadero lo es efectivamente». Así, el autor acaba advirtiendo a los jefes de partido que «no se crean demasiado sus propias mentiras». La Historia nos indica que no todos suelen recordar este consejo.

Mentira totalitaria, mentira democrática

¿Conserva este antiguo arte de la mentira política su pertinencia? Sí, sin ninguna duda. Su evidente actualidad permite suponer que existe una gran estabilidad en los usos políticos. La mentira de hoy se parece curiosamente a la del pasado. El autor supo entrever esta permanencia de la mentira política, pero no pudo predecirlo todo e imaginarse los notables progresos habidos desde su época en el arte de la saludable falsedad; los grandes descubrimientos, los continentes vírgenes desbrozados desde entonces. El panfleto describe en definitiva lo que no era sino una fase artesanal del disimulo: rumores, chismes, usos verbales, una acumulación y distribución primitivas de ruidos falaces, un entramado pre-moderno de la calumnia.

Pasados los tiempos de Swift, la mentira política logró hacer su propia revolución industrial: con el desarrollo de la prensa escrita, en el siglo XIX, dejó atrás la fase de la oralidad, se mecanizó y alcanzó así una sistematización y una difusión que Swift y sus amigos nunca podrían haber soñado. Pero no sería todo: en el siglo XX, la mentira política entró en la era de la producción y del consumo en masa. La mentira es hoy en día electrónica, instantánea, global; el producto de una organización racional y de una rigurosa división del trabajo: «un artículo estandarizado y uniforme es elaborado por disciplinados grupos de trabajadores; cada uno de ellos ejecuta una sola operación básica, y no realiza más que una parte ínfima del proceso de producción, no teniendo ninguna responsabilidad sobre el producto terminado; y si éste dura poco, tanto mejor: la obsolescencia instantánea es una de las grandes ventajas del nuevo arte de la mentira política».6

El siglo XX fue el de una nueva era de la mentira, la tecnológica. Conoció, asimismo, la invención de unas formas inéditas de la ilusión política, unas formas enormes, inimaginables. Mentiras producidas a gran escala, por unas burocracias ante las cuales la «sociedad de mentirosos» soñada por el autor del panfleto se queda en una simple tribu primitiva o, mejor, una corporación medieval: no ya una cofradía de mentirosos sino un Ministerio de la Verdad enteramente dedicado, como supo vislumbrar George Orwell, a fabricar Mentira.

Aldeas indefensas sufren bombardeos aéreos, sus habitantes dispersos por los campos, el ganado ametrallado, las chozas arrasadas por las llamas incendiarias: esto se llama pacificación. Arrebatadas sus granjas, millones de campesinos son arrojados a los caminos llevándose tan sólo lo que puedan cargar: esto se llama traslado de poblaciones o rectificación de fronteras. Se encarcelan personas durante años sin juicio, o se les dispara en la nuca, o se les envía a morir a campos de trabajo del Artico: esto se llama eliminación de elementos sospechosos.7

No nos cansaremos de decirlo: nuestra época ha sido el siglo de oro de la mentira política, y nuestros coetáneos pueden incluso enorgullecerse por ello. Barridas las prudentes reservas y los escrúpulos que aún contenían al autor de nuestro opúsculo: la mentira totalitaria, en un paso decisivo, acabó modificando la naturaleza misma del lenguaje: la posibilidad de pensar la verdad y expresarla con palabras. Pero el archipiélago de la «mentira desconcertante»8 acabó sucumbiendo, víctima de sus propias ambiciones. De haber leído la advertencia del Arte de la mentira política, habrían sabido que, si bien pretender procurar la felicidad de un pueblo aún en contra de su voluntad puede hacerse, resulta extremadamente pernicioso para una mentira que acabe creyéndose a sí misma verdadera.9 Trágico error: la brutalidad de la caída estuvo a la altura de la enormidad de las ambiciones. La ingratitud de los pueblos no conoce límites.

El Arte de la mentira política nos invita así a someter las mentiras de nuestros días a unas necesarias distinciones: debe diferenciarse la mentira totalitaria de las mentiras democráticas. La democrática es pluralista, no pretende ser exclusiva sino que coexiste, tolerante, con las de la competencia. Veamos un caso reciente: la V República francesa. Se pensó durante mucho tiempo que la mentira era, en Francia, un privilegio natural de la derecha. Pero, más allá de sus loables esfuerzos, no supo conservar esa exclusividad. La derecha perdió su monopolio de la mentira al igual que la izquierda perdió el suyo de la compasión y la virtud. Como dijera con acierto Tocqueville, la democracia acaba siempre igualando las condiciones. Abolidos todos los privilegios, la mentira se ha democratizado. Humilde, ya no aspira a perpetuarse en la historia. Ha tenido que aprender a coexistir. La mentira democrática es efímera, ecléctica, postmoderna. Liberada de las cortapisas morales de otrora, vivificada por una ética mínima e «indolora», la mentira se ha difundido sutilmente a lo largo y ancho de la vida pública. Se han conseguido así importantes progresos en la siempre delicada elaboración de «falsedades saludables»: la distinción entre verdad y mentira resulta cada vez más compleja. ¿Información o intoxicación? Ya nadie sabe distinguirlas. Quizá nos estemos aproximando a ese estado ideal en el que el discurso político conseguirá, por fin, deshacerse de ese fantasma de la verdad, que cual atávico remordimiento a veces aún lo persigue.

Donde se cuenta que el autor no es el que se creía

He aquí lo que este Arte de la mentira aporta a las discusiones políticas del pasado, del presente y del futuro. Podremos encontrar en este opúsculo materia para reflexionar, para distraernos o para sorprenderse de que cuestión tan grave sea tratada con semejante ligera. Quizá se prefiera anteponer la indignación a la ironía y optar por denunciar la corrupción de la vida pública, exigir su trasparencia y censurar la persistencia de la mentira en los usos políticos. Pero también puede aceptarse la invitación ofrecida por este tratado: abordar desde la sátira la cuestión del disimulo político tiene sobre la indignación moral la ventaja de evitar presuponer un inicial estado de virtud que la política habría corrompido. Permite resaltar los excesos de la mentira sin tener por ello que apelar al reino de la trasparencia y a la dictadura de la verdad. El tratado reconoce, en cierto modo, aquello que Maquiavelo supo vislumbrar como los fundamentos propios de la política cuando se atrevió a pensarla desde su autonomía frente a la religión: la política es un juego de pasiones y de intereses opuestos, y el disimulo es una de sus reglas esenciales.

Pero es menester saber encubrir ese proceder artificioso y ser hábil en disimular y en fingir. Los hombres son tan simples y se sujetan a la necesidad en tanto grado, que el que engaña con arte halla siempre gente que se deje engañar. […] No hace falta que un príncipe posea todas las virtudes de que antes hice mención, pero conviene que aparente poseerlas. […] Puede aparecer manso, humano, fiel, leal y aun serlo. Pero le es menester conservar su corazón en exacto acuerdo con su inteligencia para que, en caso preciso, sepa variar en sentido contrario.10

El Arte de la mentira política reitera así, desde la sátira, la lección de Maquiavelo: «Así es cómo se os miente» nos dice el autor anónimo al abrir una suscripción imaginaria a un tratado inexistente. ¿Habremos de confiar en él? ¿Sabemos al menos quién es el autor del panfleto?

El Arte de la mentira política esconde una última sorpresa. A pesar de lo que afirman varios catálogos,11 y determinadas autoridades,12 el texto atribuido a Swift no es de su puño. Se lo debemos a John Arbuthnot (1667-1735), médico de la Reina Ana y autor satírico escocés que ha pasado a la posteridad como inventor de ese personaje, John Bull, que para siempre encarnará el estereotipo del carácter nacional británico.13 Arbuthnot era un buen amigo de Jonathan Swift con el que también compartía ideas políticas. Ambos eran miembros destacados del «Scriblerus Club». Este club,14 muy exclusivo, congregaba hombres de letras vinculados al partido Tory y habitualmente enfrascados en violentas polémicas contra los Whigs. Por entonces, la gran apuesta política de los Tories, y por la que se movilizaron Swift y sus amigos, era conseguir poner fin a la guerra de Sucesión Española iniciada con el siglo y que, por contra, los Whigs deseaban prolongar. Fue en este contexto cuando en 1712 Arbuthnot publicó los cinco panfletos que componen la Historia de John Bull así como este Arte de la mentira política.15

No debe sorprendernos el que la atribución haya sido errónea. Arbuthnot era un autor reservado, que solía publicar anónimamente y al que poco importaba el reconocimiento literario. Los límites de su obra siguen siendo confusos y algunos de sus escritos se han atribuido erróneamente a varios de sus amigos.16 Por otro lado, la cuestión de la mentira política estaba por entonces de actualidad y tanto Swift en el Examiner como Addison en The Spectator así como toda una serie de artículos anónimos publicados en el semanario The Plain Dealer habían tratado la cuestión.17 El propio Swift deshace cualquier duda. En su Journal of Stella atribuye a Arbuthnot la paternidad del tratado: «Arbuthnot me ha enviado desde Windsor una bella disertación sobre la mentira […], intente hacerse con ella cuando se publique».

Esta paternidad de la que Arbuthnot se despreocupaba cuando de sus escritos se trataba, la ejerció con sumo cariño con sus hijos. En esto coinciden todos sus biógrafos: despegado de sus escritos pero profundamente apegado a sus hijos, dejaba que éstos jugaran con cualquier hoja de papel que encontraran por la casa. Así los niños podían hacer cometas con los manuscritos del padre. Imaginar que los folios de este Arte pudieron flotar atados de un hilo siguiendo los caprichos del viento, para mayor gozo de la chiquillería, otorga a las páginas que siguen un aliento particular, como un soplo de libertad. Los escritos vuelan, y con ellos las mentiras.