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Del insulto impune al encarcelamiento de la indignación

El barro y la furia

Fuentes: Rebelión

El espejo roto del escrache.

Fue en la Universidad Católica Argentina, cuna de ciertas élites devotas tanto de los dogmas celestiales como de los mercados terrenales, donde el diputado argentino José Luis Espert, en lugar de encender lámparas de pensamiento, arrojó chispas de bilis el pasado 11 de julio. Entre vitrales modernos y certezas anacrónicas, convirtió una charla titulada, tal vez con sorna involuntaria, “La Argentina posible”, en tribuna del oprobio. Dijo refiriéndose a Florencia Kirchner -hija menor del ex binomio presidencial de Néstor y Cristina, completamente ajena a la política, quien padece trastornos alimentarios- “¿cómo no vas a estar amargada si sos hija de una gran puta?”, a quien ya había calificado minutos antes como “una obesa mental que está en Cuba”. La frase, pronunciada con la soltura de quien se sabe impune entre aplausos cómplices (aunque no sin algunos abucheos), no fue un tropiezo verbal sino una performance planificada, una manifestación de crueldad legitimada por una proporción del auditorio que, en lugar de incomodarse, celebró la afrenta como si la infamia fuera virtud. No se trató de un exabrupto sino de una combinación de violencia simbólica, misoginia, patologización de la salud mental y degradación cultural desembozada. Aquel escenario se convirtió en caja de resonancia de una agresión que excede lo individual para volverse emblema de una época en que la injuria y el espectáculo parecen confundirse con la política. Una pedagogía del odio y la saña discursiva vestida con traje de gala. Cultiva una retórica casi calcada de la que ejerce el Presidente, aquella que el ex integrante de la Corte Suprema de Justicia, Juan Carlos Maqueda, le atribuye tener una “terminología chabacana que a veces hiere muchísimo y que es más propia de barrabravas o de matones”. Espert logró influencia no solo por pasarse rápidamente a las filas de Milei, siendo originalmente su adversario, sino por instar a aplicar “cárcel o bala” para quienes piensen distinto, protesten y se movilicen. Personalmente, me resulta algo así como la encarnación real -y menos caricaturesca- del violento “Boogie el Aceitoso”, aquel personaje inmortal del escritor e historietista Roberto Fontanarrosa.

Como si la degradación del lenguaje no fuera suficiente, algunos decidieron responder al agravio con otra forma de bajeza, más literal y menos elocuente: unos pocos militantes, indisimulablemente vinculados al kirchnerismo, arrojaron excremento animal en la puerta del domicilio particular de Espert. El insumo fue transportado en una camioneta que está a nombre de una constructora que es proveedora de la comuna municipal de Quilmes, gobernada por el kirchnerismo. La escena -una suerte de escrache escatológico- buscó devolverle al agresor su propio veneno, pero lo hizo en clave de cloaca, donde la indignación se degrada entre residuos invirtiendo la dignidad del repudio en una caricatura grotesca. Aquella acción no solo fue funcional al victimismo performativo de Espert, quien no tardó en difundir imágenes del acto con tono de martirio pretendidamente republicano, sino que también desvió la atención del verdadero escándalo: la violencia verbal de un diputado en un acto público. Así, la réplica burda terminó por prestarle el guion perfecto al victimario, disfrazado de víctima, y convirtió una legítima indignación en postal del barro. Literal y figuradamente.

1.Genealogía del escrache: justicia desde abajo

El escrache en Argentina irrumpió en los años ‘90 como latigazo de memoria frente a la impunidad institucionalizada de los responsables del terrorismo de Estado. Esta práctica se volvió emblemática en el repertorio de la lucha por los derechos humanos, conjugando denuncia, pedagogía y memoria en un acto de justicia desde abajo. Resultó de la invención de “Hijos” (Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio), fundada en 1995, tercer complemento generacional de la lucha por los derechos humanos: herederos tercos y lúcidos del legado de Abuelas y Madres de Plaza de Mayo. La palabra “escrache” ya existía en el lunfardo, asociada al acto de “dejar en evidencia” a alguien, pero fue resignificada por “Hijos” como herramienta de justicia simbólica. En palabras de Mariana Eva Pérez, militante de este movimiento y escritora: “El escrache es una forma de señalar lo que el Estado no quiere ver. Una manera de nombrar al asesino que camina libre entre nosotros”. En plena vigencia de los indultos de Menem y las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, que impedían los juicios por crímenes de lesa humanidad, “Hijos” decidió desenmascarar a los represores que respiraban libre e impunemente entre vecinos. El primer escrache masivo fue contra el marino Jorge “Tigre” Acosta en 1995. Le siguieron decenas más. Los escraches no eran actos de venganza sino de justicia simbólica y social. Se realizaban en los barrios donde vivían los ejecutores del terror de Estado, buscando informar a sus vecinos sobre su pasado represivo. Combinaban murga, arte callejero, performance y volanteadas. El lema que los sintetizaba era claro: “Si no hay justicia, hay escrache”. El objetivo no era agredir, sino romper el pacto de silencio, construir una condena moral comunitaria y, al mismo tiempo, preservar la memoria. Con la anulación de las leyes de impunidad en 2003 y la reapertura de los juicios a los genocidas, los escraches cedieron protagonismo a los estrados judiciales, sin dejar de latir en las calles. “Hijos” acompañó los juicios y muchos de sus integrantes pasaron a formar parte de querellas, pero los escraches persistieron como acto de visibilización y repudio en casos emblemáticos, como los de Etchecolatz o Menéndez. Desde los años 2010, el escrache fue adoptado por otros movimientos sociales para denunciar situaciones de violencia institucional, abuso sexual, violencia de género, corrupción o injusticia social. Esta ampliación provocó debates sobre su legitimidad, eficacia y posibles abusos. Como todo gesto político que se populariza, el escrache empezó a multiplicar significados y bordear contradicciones. Una muestra clara es la postura de Rita Segato, feminista y antropóloga, defendió el escrache feminista en el contexto de violencia de género: “El escrache es una forma de justicia cuando la justicia no actúa, cuando el poder judicial no escucha a las víctimas”. Pero también ha habido advertencias sobre el riesgo de transformar el escrache en una forma de “justicia por redes sociales”, sin el debido proceso ni posibilidad de defensa, generando situaciones de estigmatización o linchamiento digital. Qué bien haría el movimiento de derechos humanos de Uruguay en incorporar esta táctica donde la monstruosa e inmoral ley de caducidad convierte a la memoria en rehén legal de los verdugos.

2. El espejo roto del escrache: la inversión farsesca

Esta historia reciente ilustra de forma alarmante cómo una herramienta nacida para señalar a los impunes puede ser malversada como un búmeran perverso, hasta golpear a las víctimas en nombre del victimario: de herramienta de justicia simbólica a excusa para la condena de la protesta y el encarcelamiento de militantes. La tragicomedia judicial puso a Espert en el rol protagónico de víctima militante, como si la afrenta hubiera sido dirigida contra él y no contra la violencia que inocula en el lenguaje cada vez que abre la boca. En vez de responder por sus propias provocaciones verbales -como cuando replicó en público su tuit de 2012, donde calificaba a Florencia Kirchner de “hija de una gran puta”, reiterado sin pudor ahora en el auditorio-, el promotor de la violencia verbal, ahora devino querellante indignado. Lo que siguió fue una operación represiva de proporciones desconocidas desde la vigencia constitucional. Dos militantes kirchneristas, Alexia Abaigar y Eva Mieri, acusadas, fueron procesadas con desparpajo digno de una novela distópica, por “acciones terroristas” y “atentado contra el orden público”. La primera fue trasladada con cadenas, exhibida mediáticamente como trofeo de escarmiento, para el goce de las cámaras y el castigo ejemplar,incomunicada durante días, y sólo pudo enterarse de los cargos que pesaban sobre ella mirando un programa de televisión desde la cárcel de Ezeiza. La segunda, concejala de Quilmes, permanece encerrada en una cárcel de máxima seguridad. Ninguna prueba acredita su peligrosidad, salvo dos tatuajes invisibles: ser militante y ser mujer.

Los allanamientos incluyeron el secuestro de íconos que delatan más militancia que delito: un póster de Evita, el libro “Sinceramente”de Cristina, y panfletos de “La Cámpora”. Como si Evita en papel, Cristina en tapa dura y panfletos en papel reciclado constituyeran un arsenal revolucionario en un país que normaliza la violencia desde los atriles del Congreso y la militancia política fuera evidencia criminal. Una jueza, Sandra Arroyo Salgado (viuda del fiscal Nisman) como maestra de ceremonias de una justicia coreografiada para disciplinar desde una pedagogía del castigo ideológico, imponiendo fianzas millonarias inalcanzables para asegurar la prisión preventiva de quienes ni siquiera saben con claridad de qué se los acusa, más allá de la estúpida contravención que cometieron. El despliegue cinematográfico para detenerlas tuvo más presupuesto simbólico que una megaoperación contra el narcotráfico, una puesta en escena con más efectismo que eficacia, y más policías que pruebas, mientras los discursos de odio circulan libremente entre curules y micrófonos. Este caso no es solo un atropello individual: es la mutación del escrache en su paródica antítesis. Ya no se denuncia al genocida impune que duerme en la casa de al lado, sino que se encarcela al militante visible por intentar torpemente incomodar al poder. Lo que antes buscaba devolver humanidad a las víctimas, hoy se usa para criminalizar la protesta, infundir temor y desactivar toda forma de organización. “Quieren concretar la amenaza de cárcel o bala”, dijo Alexia Abaigar desde su encierro. Lo dijo con claridad. Y no era una metáfora sino el resumen crudo -y perfectamente literal- del nuevo orden represivo.

3. Democracia en ruinas: pedagogía del castigo y silencio

No es desvío ni excepción, sino engranaje de un dispositivo más vasto: el miedo como método. La persecución judicial y mediática contra militantes no es un hecho aislado ni un exceso circunstancial. Es, cada vez más, parte de una estrategia deliberada de disciplinamiento social, cuyo objetivo no es la justicia, sino la pedagogía del miedo. Lo que se castiga no es un acto, sino la actitud de resistencia e indignación. No reprimen la acción, sino el gesto. Las nuevas prisiones no buscan encerrar cuerpos peligrosos, sino infundir pavor en los entornos. Ya no encierran a los culpables, sino que diseminan miedo como mensaje. Callar antes de hablar. Dudar antes de marchar. Retraerse antes de militar. Someterse antes de pensar. Y el impulso irreflexivo de estas dos víctimas, convertida en error político, ha prestado involuntario auxilio a la maquinaria represiva. En este régimen de excepción permanente, las militantes convertidas en presas políticas -mujeres y jóvenes- cumplen un doble papel: son al mismo tiempo pancarta viviente y muro de advertencia. Se las expone, se las encadena, se las filma y se las exhibe en prime time, no porque hayan cometido un delito grave, sino para que nadie olvide el precio de levantar la voz, aunque en este caso, en vez de usar el lenguaje, arrojaron estiércol. Como en toda pedagogía autoritaria, lo importante no es la legalidad del castigo, sino su espectacularidad. Los discursos de odio se premian con likes y bancas; los gestos de repudio, con patrulleros. Así, la justicia se convierte en su inversa obscena: prueba palmaria del lawfare y el Estado de derecho como escenografía agrietada, destrás de la cual avanza sin pudor la represión selectiva. Como señala Rita Segato, “el poder punitivo se vuelve espectáculo cuando necesita suplir la legitimidad que ha perdido”. El castigo deja entonces de ser una sanción y se vuelve mensaje, escenografía, advertencia. No importa cuán grotesca sea la escena de mujeres esposadas y operativos con sirenas para detener a quienes tan solo tomaron la imbécil decisión de meterse con un domicilio privado para ensuciarlo. Lo importante es que se vea. Que la humillación sea pública. Que el castigo sea didáctico. De este modo la república, ya no es un régimen de libertades, sino un campo de pruebas donde se miden los límites de la sumisión. Un laboratorio de obediencias. El escrache convertido en su reflejo distorsionado: no ilumina al impune, sino que encandila al que denuncia: el uso del aparato represivo del Estado para callar a quienes señalan. Una pedagogía del escarmiento en nombre del orden, la moral o la patria, que solo produce ciudadanos más temerosos, más aislados, más silenciosos. Un gotero autoritario disfrazado de institucionalidad. Terrorismo de Estado en dosis homeopáticas.

Esta y tantas otras acciones, sobre las que vengo escribiendo, no pasan inadvertidas fuera de las fronteras argentinas. Nueve relatores especiales de Naciones Unidas, incluyendo expertos en libertad de expresión, independencia judicial, tortura y detenciones arbitrarias, expresaron su “seria preocupación” por el deterioro grave de las libertades fundamentales y del espacio cívico en Argentina desde la asunción del actual gobierno. En una carta formal enviada en mayo -y respondida con indiferencia y prórroga por parte del Ejecutivo- señalaron el uso desproporcionado de la fuerza, la criminalización de la protesta, los ataques a la prensa, las detenciones arbitrarias y el hostigamiento sistemático a jueces como Karina Andrade, acusada por el solo acto de liberar manifestantes. En su denuncia ante la ONU, Andrade no solo expuso el acoso sufrido en medios y redes sociales, sino que reveló un patrón de disciplinamiento estructural al Poder Judicial, ejecutado por la administración Milei a través de su gabinete y su ejército de trolls.

La represión interna, lejos de ser un reflejo aislado, aparece anudada a una arquitectura legal cuidadosamente diseñada: el protocolo antipiquetes, el DNU de desregulación general, la Ley Bases, la norma “anti mafias” y reformas sobre inteligencia y uso de armas menos letales, constituyen eslabones de un dispositivo represivo que se legitima a sí mismo mediante discursos hostiles, estigmatización de la protesta y la tipificación de todo desacuerdo como amenaza a la seguridad nacional. No es casual, sino programático. Como advirtieron los relatores, el Estado argentino no solo incumple su deber de proteger los derechos de reunión y expresión, sino que los convierte en blanco. La pedagogía del castigo se internacionaliza. La violencia simbólica se institucionaliza. Y el miedo, lejos de disuadir, comienza a hacer ruido más allá de sus fronteras.

La estrategia frente al miedo no es el repliegue, sino el lazo: blanco de pañuelo, humeante de olla, encuadernado en libros, vivo en las calles. No en portones salpicados. Lo que el poder teme es la persistencia de un lazo que no se disuelve con el miedo, ni se diluye en la calumnia. Porque estas detenciones arbitrarias, estos montajes grotescos, estas prisiones preventivas devenidas en condena anticipada, estas sentencias desmedidas, no son solo un atropello: son además la confesión de una debilidad: el temor al murmullo. Es indispensable levantar, desde el barro de esta infamia, una nueva ética militante que no confunda indignación con odio, protesta con agresión, ni justicia con venganza, pero que no se arrodille ante el chantaje emocional de los violentos de turno. Una ética que sepa cuándo y cómo hablar, cuándo callar y, sobre todo, cuándo no retroceder. Una responsabilidad demasiado grande como para delegarla en gestos impulsivos aislados que, tal vez por ignorancia, traicionan el espíritu y la lucidez histórica del escrache como táctica colectiva inaugurada por “Hijos”, tal como referí líneas arriba.

Nos toca hoy, desde el progresismo, la ingrata tarea de luchar por la libertad de quienes, aun equivocando la forma y ensuciando el gesto, no merecen la celda sino el debate. Porque hasta el error tiene derecho a no ser silenciado, aunque empañe los contornos de la causa que decimos compartir. Hoy debemos defender la libertad de dos militantes que confundieron indignación con barro. Porque el verdadero escrache no es el que salpica muros, sino el que graba en la memoria colectiva que el miedo y la impunidad no son invencibles, ni eternos. Y si quieren encerrarnos, que sea por pensar, por hablar, por escribir, filmar o fotografiar, pintar o componer. Por crear. Por no callar. Por ser comunidad. Nunca por cometer delitos o contravenciones. Así pensaremos más y mejor. Juntos. Y en voz alta.

Emilio Cafassi (Profesor Titular e Investigador de la Universidad de Buenos Aires).

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.