«Corazón caliente y cabeza fría», recomendaba Gramsci para actuar en la política. En otros términos, el ímpetu y la voluntad de poder que han de hacerse acompañar por la estrategia y la táctica adecuadas para alcanzar triunfos. Pero también resulta, me atrevo a pensar, una fórmula adecuada frente a la derrota. Y viene al caso […]
«Corazón caliente y cabeza fría», recomendaba Gramsci para actuar en la política. En otros términos, el ímpetu y la voluntad de poder que han de hacerse acompañar por la estrategia y la táctica adecuadas para alcanzar triunfos. Pero también resulta, me atrevo a pensar, una fórmula adecuada frente a la derrota. Y viene al caso por las actitudes asumidas desde las izquierdas frente a lo ocurrido el pasado 3 de julio en cuatro entidades del país.
Los descalabros políticos no debieran llevar, idealmente, ni al descorazonamiento inmovilizador ni al reparto de culpabilidades desprovisto de autocrítica. Éstos resultan, más que del propio revés, de las exageradas expectativas que en el proceso se generan para convencer a los electores y que peligrosamente pueden llegar al autoconvencimiento de quienes las generan. Pero eso es lo que parece estar ocurriendo frente a resultados electorales que estaban bastante anunciados tanto por las encuestas preelectorales como por las estructuras encargadas de organizar y sancionar los procesos de elección.
En el Estado de México, la coalición PRD-PT-Convergencia, abanderada por Alejandro Encinas, alcanzó oficialmente casi 967 mil votos, que representaron el 21 por ciento del total de sufragios válidos; en Coahuila, el candidato lopezobradorista del PT, Jesús González Schmall, fue el mejor posicionado, pero no llegó al dos por ciento de la votación. En Nayarit, el PRD se quedó en menos del once por ciento con su candidato José Guadalupe Acosta Naranjo, y la coalición PT-Convergencia, con Nayar Mayorquín, obtuvo alrededor de nueve mil 400 votos, acaso el dos por ciento. ¿Son estas imágenes de la izquierda actual? Desafortunadamente, sí; la de una izquierda desarticulada electoralmente, impotente frente al fenómeno del resurgimiento electoral priísta que está siendo avasallante y se enfila sin contrapesos hacia el 2012, y que no ha podido capitalizar la igualmente evidente debacle del gobierno calderonista su partido.
Frente a esos resultados, ha empezado la búsqueda de responsables. Jesús Zambrano, Jesús Ortega y Marcelo Ebrard señalan hacia Andrés Manuel López Obrador, por haberse opuesto a pactar coaliciones con el PAN. Encinas exculpa a AMLO y asume que su rechazo a las alianzas con la derecha fue por propia convicción. El de Tabasco, por su parte, niega cualquier responsabilidad y señala a su bestia negra, la mafia del poder, como causante del fracaso de la coalición encinista, por factores que tiempo ha estaban presentes y formaban parte del esquema conocido: el dispendio de recursos económicos, la captura por el PRI de los órganos electorales, la adecuación del marco jurídico electoral a las necesidades del partido oficial, el apoyo de los grandes medios de comunicación, el retorno a las prácticas de corrupción y tráfico de sufragios lucrando con la pobreza, etcétera. Nada, en fin, que no se supiera al entrar al proceso, y más cuando priístas y opositores atribuyeron a las elecciones mexiquenses una significación nacional, como definitivas para la batalla de 2012.
Lo cierto es que, tanto en el Estado de México como en Coahuila y Nayarit el movimiento lopezobradorista se puso a prueba con candidatos propios, deslindándose de las alianzas con el PAN y, en los dos últimos casos, también de la dirigencia nacional del PRD. Y en las tres entidades fracasó. Aun un muy buen candidato como Alejandro Encinas apenas logró aumentar en términos absolutos la votación obtenida seis años atrás por la candidata Yiedckol Polevnski, pero retrocedió más de dos puntos porcentuales con respecto de ésta.
Ahora aparece con más claridad que el triunfo y aun el avance de las izquierdas topaba, antes que nada, con la existencia de profundas divergencias de proyecto que no han sido resueltas. Para un segmento, hoy en la dirección del PRD, lo fundamental sería la integración de frentes electorales con el PAN -y por tanto la construcción de acuerdos con la presidencia de Calderón- so pretexto de frenar al PRI y a su virtual candidato Enrique Peña Nieto. Para López Obrador el propósito fundamental es la construcción de una fuerza propia que lo posicione con firmeza hacia la candidatura presidencial que habrá de resolverse en este mismo año. Nada nuevo, tampoco. Pero en este caso, la ejecución sobre diferentes partituras tuvo efectos desastrosos. La dirigencia perredista, previendo la catástrofe, se retrajo de la campaña del Estado de México para poder responsabilizar por completo de los resultados AMLO y su movimiento. Alejandro Encinas y su coalición no aceptaron ni previeron el acercamiento al PAN ya no para candidaturas comunes sino siquiera para oponerse al retroceso democrático contenido en la llamada reforma Peña Nieto (por la cual, por cierto, votaron hasta los diputados mexiquenses de Convergencia), defender el voto y denunciar las irregularidades y abusos a cargo del priísmo y sus aliados.
Guadalupe Acosta Naranjo, candidato arrollado en Nayarit y uno de los dirigentes nacionales de la tribu denominada Nueva Izquierda, pero conocida como los chuchos, acusó desde luego a López Obrador de la derrota en ese estado y en los otros donde hubo elecciones por no haber mantenido la política de alianzas con el PAN. Muy serio, se dijo «muy preocupado porque el PRI regrese a la presidencia en el 2012». No especificó si esa preocupación le llevaría a impulsar una coalición con el panismo también en las elecciones presidenciales.
López Obrador tiene razón en lo general cuando identifica como enemigo principal al bloque de poder que él propagandísticamente llama mafia y en el que se integran los grandes magnates del capital financiero, los principales medios de comunicación, el capital extranjero, el PRI y el PAN, las osificadas burocracias sindicales y otros factores reales de poder. Pero no hay que olvidar que un bloque de poder se conforma precisamente para ejercer el poder, y que echará mano para ello de los recursos legales e ilegales a su alcance, por lo que el escenario ahora desplegado era previsible.
Tal identificación no fue suficiente en esta ocasión ni para convencer de la necesidad de un viraje a la mayoría de los electores ni para establecer una estrategia eficaz para la acumulación de fuerza social. La aplastante mayoría del PRI en el Estado de México, una entidad donde en 2006 López Obrador triunfó electoralmente, muestra una creciente desconexión entre el proyecto de éste y la masa de ciudadanos. Sobre ese punto, al parecer, no habrá una explicación coherente mientras se focalice el discurso únicamente en las irregularidades y abusos del bloque de poder, sin duda existentes más insuficientes para explicar un resultado tan desfavorable. Y una cosa es tener la razón ética y aun la autoridad moral para hacer denuncias, y otra, sin embargo, no asumir que de lo que se trata es de mostrar también capacidad y eficacia para los objetivos planteados. Muchas cosas hay que revisar para llegar con un proyecto unificado y estrategias claras a la inminente cita del 2012, si se quiere impedir que ese bloque, hoy actualizado nuevamente bajo el pese a todo arcaico emblema del PRI y fortalecido electoralmente, sea el único protagonista. La experiencia amarga recién vivida debiera servir para calentar el ánimo de una izquierda que aspira a personificar las aspiraciones legítimas de las mayorías dolidas del país, pero también a replantearse con cabeza fría por qué ese objetivo no se está logrando.
– Fuente: http://www.cambiodemichoacan.com.mx/editorial.php?id=5176