«Se puede estar en contra o a favor de lo que sucede con la política exterior del gobierno de Cristina Fernández. Lo que no se puede decir es que la Argentina está aislada», sostenía en rueda de amigos un veterano embajador, no precisamente kirchnerista, mientras se discutía la nutrida agenda presidencial, que ha estado repleta, […]
«Se puede estar en contra o a favor de lo que sucede con la política exterior del gobierno de Cristina Fernández. Lo que no se puede decir es que la Argentina está aislada», sostenía en rueda de amigos un veterano embajador, no precisamente kirchnerista, mientras se discutía la nutrida agenda presidencial, que ha estado repleta, este mes, de cuestiones internacionales.
Desde la exitosa convocatoria urgente a los presidentes de la Unasur, para que apoyaran a la democracia ecuatoriana en el difícil momento que atravesó la última semana (con el levantamiento policial que tuvo al mismísimo presidente Rafael Correa como rehén), pasando por el entredicho con Chile debido a la negada extradición del ex jefe del Frente Popular Manuel Rodríguez, Sergio Galvarino Apablaza, hasta el viaje a la inauguración de la Feria del Libro de Francfort y la escala en Berlín para el encuentro entre la anfitriona Angela Merkel y Cristina Fernández.
Empecemos por lo último: la Argentina, a partir de 2001, se hundió en el infierno de la crisis de su peculiar capitalismo, que combinó recesión, fuga de capitales, precios de las commodities por el suelo y tipo de cambio recontra bajo y congelado institucionalmente por la convertibilidad.
Luego de la feroz devaluación asimétrica y sin demasiado pass trough (o sea, aumento de precios) que se la engullera, el país comenzó a recuperarse. Al desoír la receta ortodoxa que demandaba más y más ajuste hasta que el cadáver del país obtuviera la «confianza internacional», la economía pudo comenzar a tomar músculo, en un contexto internacional ahora muy favorable para toda la región. Viento de popa que el kirchnerismo buscó aprovechar al máximo al desplegar todo el velamen de la economía nacional, con un impulso fuertísimo del consumo vía gasto público y que también anunció la vuelta de la alta inflación, esa vieja conocida de la Argentina.
Paradójicamente, aunque la confianza internacional de los flujos de inversión extranjeros nunca pudo restablecerse, la desconfianza internacional se desplegaría no por los países que ensayaban las políticas heterodoxas sino precisamente por los centros de poder económico, totalmente integrados a la red del capitalismo global de casino, del que la Argentina había quedado dramáticamente desconectada.
La crisis global, que amenazaba con ser peor que la de 1930, pudo, en parte, ser contenida, aunque estemos en el medio de una discusión acerca de si ella tomará la forma de una «V» (en donde, alcanzado su punto más bajo la economía comience a recuperarse, o el de una «W» , en donde, pese a una mejoría inicial, se vuelve a generalizar la desconfianza, en una curva de serrucho del crecimiento que los argentinos padecemos, valga otra paradoja, desde casi 1930.)
Pese a que Alemania sufrió como pocos las consecuencias de esa crisis, su traducción, más que la recesión, fue la hiperinflación, en la raíz del potenciamiento del fenómeno nazi.
Toda esta historia no estuvo ajena al encuentro entre las dos jefas de Gobierno. Alemania, pese a la crisis, ha seguido fiel a la ortodoxia económica. Disciplina fiscal para consolidar y expandir la confianza del mercado financiero global, recibir inversiones y recuperar así el crecimiento económico. Postura en la que tiene de socia a la Francia de Nicolas Sarkozy, y que han defendido conjuntamente en el G-20 frente a la perspectiva estadounidense de acelerar el gasto público para incentivar en forma keynesiana la demanda y el consumo.
Merkel hizo llegar a oídos de Cristina Fernández la demanda ortodoxa de que cualquier arreglo por la deuda del Club de París debía ser monitoreado por el FMI. La presidenta argentina rechazó amablemente el convite. No está sola en su negativa de desoír las fórmulas del fracaso que todavía propone el FMI, pese a que, durante la reunión del G-20 en Londres, Cristina Fernández se ilusionó con que el organismo financiero internacional más importante volviera a tener la función inicial por la cual fue creado: impulsar la demanda agregada en aquellos países que sufren una crisis recesiva.
Economistas como Joseph Stiglitz han alertado no sólo acerca de que la política económica ortodoxa podía desembocar en una crisis global sino también sobre que ella es completamente inadecuada para salir de la crisis que generó: «Está propagándose por la Unión Europea una ola de austeridad a la medida de los banqueros privados, que pivotea en Alemania y amenaza a Estados Unidos. Con tantos países reduciendo el gasto público en forma prematura, se contraerá la demanda global y el crecimiento continuará perdiendo impulso y desembocará en otra recesión», escribió.
Pero, por supuesto, no son sólo posiciones teóricas las que separan a la Argentina de Alemania; y detrás del Bundesbank y del Banco Central Europeo están, obviamente, los poderosos intereses de las finanzas globales. Aunque, hoy, el crecimiento apoya fuerte e indudablemente la posición de la presidenta argentina.
Mientras tanto, el muro de la Cordillera no fue lo suficientemente alto como para evitar el choque entre los gobiernos chileno y argentino, cuando la Comisión Nacional de Refugiados de la Argentina (Conare) otorgó la condición de asilado político a Apablaza, rechazando el pedido de extradición formulado por el gobierno de Piñera.
Chile presentó un argumento fuerte: «Si la Argentina no habilita la extradición de Apablaza está poniendo en duda que el nuestro sea un Estado de derecho». Sin embargo, el gobierno argentino no hizo, a través del dictamen del Conare, ninguna alusión a la calidad de la democracia chilena. Como tampoco lo hizo la Corte Suprema de Justicia argentina en el 2005 respecto de España, cuando denegó la extradición pedida por ese país del etarra Lariz Iriondo.
Sin embargo, el ex candidato presidencial chileno, Marco Enríquez-Ominami, sí se refirió a la calidad de la democracia de su país. Declaró que «Chile es un Estado de Derecho, pero un Estado de derecho precario, y que el presidente Sebastián Piñera cometió un gran error al aludir en su discurso a Apablaza como asesino, y de esa manera prejuzgarlo», y que «el último hombre del que se concedió la extradición fue Augusto Pinochet, y el Estado de Derecho chileno no funcionó ya que no fue juzgado».
El gobierno argentino interpretó que no había fuentes suficientes para conceder la extradición de Apablaza y, en todo momento, sospechó que la UDI, ahora en la coalición de poder de Piñera, alentaba el juicio por venganza y para exhibir como un trofeo político la comparecencia judicial del ex jefe guerrillero. Recordemos que la UDI es un partido de derecha, que fue colaboracionista de Pinochet participando oficialmente de su Gobierno, y que a Apablaza se lo acusa de haber sido el promotor intelectual del asesinato de uno de sus fundadores, el senador Jaime Guzmán Errázuriz, durante el gobierno de Patricio Alwyn, quien tuvo que soportar los enclaves autoritarios institucionalizados por la Constitución legada por los militares.
Esa Constitución, de la que fue redactor, entre otros, Jaime Guzmán, establecía que el Comandante de las Fuerzas Armadas sería elegido por ellas mismas, sin intervención del poder civil y que un conjunto de senadores electos por Pinochet, un tercio del Senado, durarían en sus puestos vitaliciamente (siendo bautizados por el ingenio popular como los «biónicos»).
Por cierto, la derecha chilena, que ahora se rasga las vestiduras por el «derecho internacional de la extradición», no opinó de la misma forma cuando España pidió a Gran Bretaña la extradición de Pinochet, quien se hallaba allí residiendo, y que no fue concedida porque la salud del dictador se encontraba muy deteriorada, según los peritos judiciales británicos. Demás esta decir que todo el mundo recuerda esa imagen de Pinochet abandonando, cual milagro de la Madre María, su silla de ruedas y dirigiéndose a paso sostenido, al encuentro de sus seguidores en su regreso a Chile.
Conceder la extradición es una decisión soberana y, por ende, privativa de los gobiernos. La decisión del gobierno argentino ha sido, entonces, una decisión política de puro derecho, similar a la que tomó Suiza, que respondió también de forma negativa a los pedidos de extradición chilenos. Y, obviamente, como toda decisión política, deberá ser evaluada en la magnitud de los costos que ella traerá aparejados, tanto en la relación con el gobierno de Piñera, como por la oposición interna, cuando el calendario electoral lo aliente a facturarle todo lo que pueda al oficialismo.
Fuente original: http://www.revistadebate.com.ar/2010/10/08/3272.php