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Acerca del surgimiento y el crítico presente de las constelaciones progresistas (1990-2005)

El caso argentino

Fuentes: Rebelión

A mi padre, nómade incansable en búsqueda de la Tierra Prometida 1. Introducción: América Latina frente a la herencia del neoliberalismo. Se han marchitado los laureles de nuestro país, y los meteoros hacen que se oculten de espanto las estrellas fijas en el cielo; la luna de pálido rostro lanza resplandores sangrientos sobre la tierra, […]

A mi padre,

nómade incansable

en búsqueda de la Tierra Prometida

1. Introducción: América Latina frente a la herencia del neoliberalismo.

Se han marchitado los laureles de nuestro país, y los

meteoros hacen que se oculten de espanto las estrellas fijas

en el cielo; la luna de pálido rostro lanza resplandores

sangrientos sobre la tierra, y los profetas de semblante

escuálido cuchichean anuncios de cambios terribles.

William Shakespeare, Ricardo III,

Acto III, escena IV.

América Latina -todos acordamos sobre este punto- vive actualmente una coyuntura decisiva. Inmersos en la misma, resulta para nosotros crucial comprender la fuerza y los límites de las constelaciones políticas que han heredado la gestión de nuestras naciones tras la debacle neoliberal. Estas gestiones -que he llamado, tal vez forzando el término, progresistas2– nacieron o, al menos, cobraron fuerza decisiva en la política nacional de sus respectivos Estados- como resultado del impacto social que las políticas neoliberales surgidas del llamado Consenso de Washington tuvieron en todo nuestro subcontinente. Debieron -y deben- lidiar con problemas de larga o mediana duración, derivados de situaciones de atraso estructural, vulnerabilidad y dependencia frente al sector externo, escasez de capitales, etc. Pero lidian también con desafíos de carácter más novedoso, como el control de áreas estratégicas de su economía por el capital foráneo -legado de las privatizaciones de empresas estatales que convierte a aquel en un grupo de presión muy eficaz-, la presencia de amplios sectores de la sociedad excluidos de modo permanente del mercado laboral, altísimas tasas de desocupación y subempleo, niveles de pobreza e indigencia que atraviesan de lado a lado dichas tasas, y un fuerte grado de polarización y conflictividad social.

Estas dificultades plantean, esto es claro, obstáculos objetivos a cualquier gestión estatal de nuestros países. Sin embargo, he querido argumentar que no se trata sólo de límites objetivos, sino también de percepciones subjetivas -socialmente compartidas- acerca de lo que es -o no- posible hacer en este difícil contexto.

Por ejemplo, si bien es cierto que las posiciones alcanzadas en nuestras economías por los capitales concentrados de origen externo suponen una fuente de presiones insoslayable para los nuevos gobiernos, no menos cierto es que nadie parece imaginar seriamente un ataque combinado a dichas posiciones a partir del propio arsenal legal del cual está provista toda democracia capitalista -nuevos esquemas tributarios que penalicen la exportación de capitales al estilo chileno, leyes contra las prácticas monopólicas al estilo de las norteamericanas o mexicanas, un esquema tributario que privilegie no los impuestos indirectos al consumo, sino impuestos progresivos a la renta al estilo europeo, etc.-

Las raíces de las dificultades de tales gobiernos, entonces, residen en otra parte. La mayoría de las fórmulas políticas electas en los últimos cinco años lograron vencer en contienda electoral abierta a los candidatos de la derecha neoliberal, pero no poseían concepciones alternativas a las vigentes durante los años noventa. Es decir, sostengo cono hipótesis central que, aunque ganaron en el campo electoral, no pudieron contender en el campo ideológico, cultural y simbólico. De este modo, se encontraron desde el inicio limitadas por la doble serie de obstáculos que hemos descrito para poder ejercer gobiernos que representen opciones reales al neoliberalismo. Ganaron la batalla política, es cierto, pero perdieron la batalla intelectual. El neoliberalismo, en tanto concepción implícita del orden social y del papel del Estado, sigue siendo hegemónico en la mayoría de estos países.

Esto se explica, en parte, por razones de índole global. Ya en 1990, económicamente agotado y políticamente «extirpado» el modelo de industrialización prevaleciente desde la Gran Depresión, derrotados los sectores del empresariado regional que habían disputado el control de sus mercados nacionales con el capital extranjero concentrado, quebrantadas las finanzas fiscales e intensamente condicionados nuestros gobiernos por el Departamento de Estado y los organismos multilaterales de crédito -verdaderos sindicatos de inversores-, las opciones eran mínimas. El neoliberalismo, disuelto el campo socialista, se imponía como la fórmula ideológica dominante -de hecho, la única– y penetraba la cultura misma de nuestras sociedades. No había un marco de experiencias al cual aferrarse para confrontar con las nuevas políticas: los nacionalismos populares habían sido aniquilados y descabezados por las dictaduras de los setenta. Las mismas abrieron el panorama a democracias fuertemente condicionadas, si no ya por el tradicional actor militar -que iría cediendo terreno poco a poco-, sí en cambio por su más eficiente y menos visible sustituto: los mercados.

Pero explicar la perdurabilidad de este escenario requiere que dejemos el marco latinoamericano y sigamos de cerca las trayectorias nacionales. En este caso, nos ocuparemos del caso argentino. Como intentaré demostrar, en la Argentina el progresismo es más una praxis política que un proyecto social y político sustentado por una organización de los sectores populares -y de allí, creo, pueden explicarse muchos de sus límites3-. Se ha caracterizado por: a) el pragmatismo en materia ideológica, b) el oportunismo electoral, el «frentismo» -ahora llamado transversalidad-, y c) la «primacía de la política», esto es, la concepción que privilegia el acceso al gobierno por sobre los programas de gobierno y los proyectos intelectuales asociados necesariamente a la ruptura de la hegemonía cultural neoliberal. En pocas palabras, el progresismo puede, en el mejor de los casos, devenir un factor de transición, pero no el sujeto político protagónico del cambio necesario, pues, al menos hasta ahora, se ha mostrado incapaz de construir la alternativa al neoliberalismo que dice ser en estos días. En caso de que logre construir dicha alternativa, deberá romper primero sus amarras con las concepciones ideológicas, pero sobre todo con el tipo de praxis política que lo ha caracterizado, y entonces dejará de ser lo que aquí describo, para convertirse en algo distinto.

2. Argentina, 1990-2005: del apogeo neoliberal a la «victoria» del progresismo.

2.1. La crisis de 1990 y el ascenso del neoliberalismo

Los mitos varían enormemente en cuanto a su concordancia con la realidad. Ahora bien, sean cuales fueren sus fundamentos reales, los mitos engendran su propia realidad, ya que por lo general, lo que más relevancia política tiene no es la realidad, sino lo que la gente cree que es real.4

Walker Connor

A partir de 1990, la Argentina devendría el paradigma continental del éxito de las recetas neoliberales. La Ley de Convertibilidad y las privatizaciones del sector público atrajeron inversores que buscaban y encontrarían ganancias extraordinarias, las cuales, debido al bajísimo tipo de cambio fijo -el famoso «uno a uno», esto es, la equiparación del dólar norteamericano al peso argentino- que implantaba la nueva legislación, en vigencia desde enero de 1992, podían sin dificultad ser remitidas a las casas matrices. Incluso, muchos de los contratos firmados por la Administración Menem desde entonces hasta 1999 preveían compensaciones económicas para los capitales invertidos que no alcanzaran los rendimientos apetecidos. En este marco, no sorprende que, aún en 2001, tal vez el peor año de la historia económica de nuestro país, empresas como Telecom Argentina hicieran públicas ganancias superiores al 12 % -las malas lenguas dicen que llegaron al 20 %-.

Si ya este tipo de cambio implicaba facilidades extraordinarias al ingreso de capitales y producción extranjeros, la apertura irrestricta a dicho ingreso, garantizada por la virtual desaparición de los límites legales y de las tarifas aduaneras tradicionalmente impuestas a los productos foráneos, significaba la sentencia de muerte para la producción y el empleo nacionales. Tan pronto como en 1993, la desocupación oficial se había establecido en dos dígitos, cifra en la cual se mantendría hasta la fecha.

Mientras tanto, en el seno del Partido Justicialista, al cual Menem pertenecía, estas medidas habían abierto una disputa que culminaría con el alejamiento de ocho legisladores, quienes, junto a miembros de otras fuerzas de oposición, radicales y socialistas, fundaban en mayo de 1992 el Frente Grande. Su máximo referente, Carlos «Chacho» Álvarez, puede ser calificado como el representante principal del progresismo argentino durante los años noventa.

Opuesto al principio al bipartidismo que, según sostenía, había caracterizado la historia política argentina, el Frente Grande se definió siempre como un espacio de centro izquierda, e inicialmente se dio un programa acorde.

Sin embargo, la cercanía de las elecciones presidenciales de 1995 puso al progresismo argentino ante su primera crisis. En efecto, las políticas neoliberales se habían mostrado exitosas en controlar la hiperinflación de fines de los ochenta, y, aunque ya en ese año comenzaban a atisbarse los signos de una recesión formidable, no parecía factible plantear una oposición al gobierno que negase el valor sustantivo de la «estabilidad» y el «crecimiento» logrados y mantuviese al mismo tiempo chances reales de victoria electoral.

Para el discurso oficialista, los costes sociales eran pasajeros, no un resultado natural de la aplicación de las políticas implementadas, sino en todo caso parte de la necesaria adaptación de la economía a su nuevo puesto en la división mundial del trabajo, y, a fin de cuentas, no eran ya responsabilidad de un Estado desentendido de sus responsabilidades sociales. No podría insistirse lo suficiente acerca del hondo calado que este discurso tuvo en los más diferentes sectores sociales.

El Frente Grande, que ese año incorporaba a nuevos grupos disidentes del Justicialismo y se rebautizaba FrePaSo5, optó por presentarse a las elecciones con un programa extremadamente moderado, que hacía mucho hincapié en la importancia de mantener los «logros» económicos, pero cuestionaba aspectos ligados a la inocultable corrupción oficial6 que había acompañado al proceso de reforma del Estado. El progresismo argentino, entonces, elegía el perfil de una alternativa «prolija» y «honesta» al modelo neoliberal hegemónico, sin siquiera un amague de cuestionamiento ideológico de fondo.

En esa campaña electoral, el progresismo argentino quedó fatalmente signado por dos rasgos. En primer lugar, aparecía la total falta de vocación constructiva de una alternativa de corte social y popular, que apuntase a la organización de los sectores excluidos por el modelo menemista en una coalición con los sectores empleados y la clase media. Bien por el contrario, el FrePaSo apuntó casi con exclusividad al voto de este último grupo social, con un discurso que poco o nada tenía que ofrecer a los sectores más castigados por la desocupación y el nuevo régimen de acumulación. Carente de una verdadera y genuina base social o sindical, la oposición se proponía llegar a los hogares argentinos principalmente a partir de campañas «modernas», basadas en un alto grado de exposición mediática de sus principales exponentes7. En segundo término, el FrePaSo mantuvo como presupuesto la «primacía de la política», esto es, la idea de que, después de todo, lo principal era vencer al neoliberalismo en la contienda electoral, sin preocuparse demasiado por la elaboración de un programa alternativo. Si el lector ha seguido mis argumentos, no le resultará extraña esta opción: aunque no había aún una conciencia exacta acerca de qué era lo que estaba mal, esta dificultad para encarar un proyecto alternativo surgía de la propia fuerza ideológica del proyecto neoliberal.

De hecho, el progresismo argentino perdió esa elección, pero sólo para profundizar los rasgos antedichos. Indudablemente, favoreció esa opción por el pragmatismo electoralista la feroz crisis económica que, ese mismo año, golpeaba a los mercados emergentes a partir de la debacle mexicana, y llevaba el desempleo nacional a la cifra récord de 18, 6 %, con el consiguiente descrédito del oficialismo. Los límites del régimen de acumulación instaurado por la Ley de Convertibilidad se harían a partir de entonces cada vez más visibles, a medida que otros mercados emergentes se derrumbaban y las inversiones externas se detenían, todo lo cual volvía más patente la vulnerabilidad externa de nuestra economía, que giraba desde fuera de sí misma gracias a un «combustible» cada vez más escaso. En 1997, en plena coincidencia con la crisis en Rusia, que golpeaba nuevamente a la economía nacional, los sectores del FrePaSo se aliaban al otro partido opositor, el radicalismo, y quebraban así su última bandera ideológica. En términos estrictos, a partir de entonces nada quedaría que difererenciase al neoliberalismo de su opositor. Ambos pasaban a sustentar el mismo régimen de acumulación. El progresismo argentino devenía pragmatismo puro, y la victoria política su único objetivo.

2.2. La Alianza (1999-2001): miseria del progresismo.

El tiempo presente y el tiempo pasado están tal vez presentes en el tiempo futuro, y el tiempo futuro contenido en el tiempo pasado

T. S. Elliot, Burt Norton.

Esta victoria llegaba en las presidenciales de 1999, con la fórmula De la Rúa-Álvarez. Tocaba, entonces, administrar los primeros signos de una crisis estructural, y el camino elegido por el primer gobierno integrado por sectores «progresistas» fue el aliento continuado a los ya reacios inversores externos y la reafirmación de los compromisos recesivos asumidos con el FMI, a través del control del déficit fiscal y de la concesión de nuevas facilidades y ventajas al capital foráneo frente a una ya agonizante producción nacional. Ya Vicepresidente, Carlos Álvarez afirmaba, en una conocida entrevista que fue tapa del matutino Página 12, que «De la crisis no se sale con medidas progresistas«. Tiempo después, renunciaba, aunque no por discrepancias con la política económica y social: por el contrario, seguiría apoyando las políticas recesivas favorables a un sector del capital extranjero concentrado8.

En aquellos años, las peores tendencias de los noventa se potenciaron hasta el paroxismo. El gobierno argentino se comprometió a eliminar de un plumazo el déficit fiscal, autorizó el embargo de sus exportaciones para el cobro de los intereses atrasados de la deuda externa, realizó siete ajustes en gran escala, rebajó los salarios de empleados públicos y jubilados, profundizó la privatización de los fondos previsionales y concluyó congelando los depósitos bancarios, una vez que se hizo obvio que ningún acuerdo político macro detendría la fuga de capitales. Lejos de preparar el camino hacia una salida ordenada de un tipo de cambio que impedía toda reactivación, radicales y frepasistas parecieron hacer lo imposible para que esa salida fuese resultado del desplome absoluto de la actividad productiva, comercial y financiera. En el momento de su estrepitosa caída -diciembre de 2001-, el gobierno todavía anunciaba un octavo ajuste, esta vez de seis mil millones de dólares, y el despido masivo de empleados públicos9. Pero, repudiado por una sociedad que sólo dos años antes le había otorgado casi un 50 % de sufragios efectivos, y abandonado por una oposición que ya no podía solventar los costos políticos derivados del apoyo crítico a políticas que profundizaban la depresión de la actividad económica, el gobierno de la Alianza se derrumbó.

El fracaso de la Administración De la Rúa en innovar respecto de aquello que entonces se denominaba comúnmente «el modelo» debió poner bajo alerta a las figuras políticas de todos los signos que apoyaron el experimento hasta el punto de acatar incluso el retorno del propio ministro de Carlos Menem, Domingo Cavallo -epígono de las políticas neoliberales en América Latina10– al Palacio de Hacienda: la mera negación no es proyecto, alcanzar el gobierno no equivale a gobernar. El neoliberalismo pudo, lentamente, gracias en parte al control que a través de diferentes grupos de presión era capaz de ejercer, pero sobre todo merced a la incapacidad opositora de generar una alternativa ideológica, hacer suya la máxima griega: «Vencidos, vencimos». El saldo también es conocido: en febrero de 2002, apenas diez años después de la entrada en vigencia de la Ley de Convertibilidad, y unos meses luego del estallido de una espectacular crisis económica que alcanzó ribetes políticos en las jornadas históricas del 20 de diciembre de 200111, el 50 % de los argentinos quedaron oficialmente bajo el umbral de la pobreza, el 30 % bajo el de la indigencia, y un porcentaje no determinado, pero que no bajaría del 25 %, carecía de todo ingreso remunerado a la semana12. Indudablemente, uno de los procesos de redistribución del ingreso más importante, exitoso y regresivo de la historia argentina se había cumplido. Y los dos gobiernos posteriores sancionaron hasta ahora, como veremos, esta imagen de la Argentina.

2.3. El duhaldismo procesa la crisis (2002-2003).

Irónicamente, la caída de la Alianza allanó el camino para el cumplimiento del objetivo inicial del progresismo frepasista: la desaparición de un régimen político signado por el bipartidismo. Pero, en lugar de un sistema multipartidario, surgiría el neto predominio electoral del Partido Justicialista, que capitalizaba la virtual desaparición del radicalismo como contendiente.

Dentro del justicialismo, se agigantaba la figura de Eduardo Duhalde. Dos veces Gobernador de Buenos Aires, luego Senador electo con el 50 % de los votos en septiembre de 2001, en el recayó, tras una semana o dos de marchas y contramarchas, la designación de Presidente por el resto del período de De la Rúa, designación hecha efectiva por una Asamblea Legislativa Bicameral el 2 de enero de 2002.

Ya con anterioridad a 1999, cuando enfrentó, como candidato del PJ, a la fórmula ganadora De la Rúa-Álvarez, Duhalde había insistido en la necesidad de una salida ordenada de la convertibilidad y de una renegociación de la deuda. Su primera medida -una devaluación del peso- no sorprendió a nadie. Sin embargo, el proceso fue cualquier cosa menos ordenado. Hacia mayo, cuando enfrentaba una fuerte protesta social y política, Duhalde encontró su «piloto de tormentas»: Roberto Lavagna, flamante Ministro de Economía. Con Lavagna, comenzaría lentamente un proceso de recuperación económica que sorprendería incluso a los organismos multilaterales y observadores externos. Pero esta recuperación tenía un límite claro: a partir de la Ley de Emergencia Económica -llamada por algunos «Ley Clarín», por el periódico matutino, altamente beneficiado- así como de otras medidas, se volvió evidente que serían los sectores populares los que pagarían los costos de la devaluación, mientras los grupos económicos concentrados quedaban nuevamente a salvo. La economía argentina seguiría dolarizada en la práctica13 -insumos y maquinaria importada, combustible a precios internacionales, carestía en toda la gama de productos exportables, etc.- pese a los dichos en contrario, y la inflación, que casi inmediatamente siguió a la devaluación, alcanzó un 30% en pocos meses, para luego estabilizarse en un 10 % anual, cifra que, décimas más, décimas menos, se mantiene aún para este año 200514. No hace falta insistir sobre el tremendo impacto que estas cifras tuvieron en términos sociales sobre los sectores populares. Mientras tanto, los aumentos a los trabajadores del sector privado -no siempre efectivos, pues más del 50 % de la PEA está en negro– se medían en términos nominales (ejemplo: aumentos de cincuenta o cien pesos), lo cual limitaba el desgaste político del gobierno.

Estabilizada la economía, a Duhalde le tocaba hallar una salida política que consolidara los «logros» macroeconómicos. Como jefe del principal aparato político de la Argentina, el PJ de la Provincia de Buenos Aires, sólo necesitó elegir un candidato. Y el candidato elegido fue Néstor Carlos Kirchner, el tercer participante de la «Cumbre del Molino», varias veces gobernador de Santa Cruz. Carente de un peso político propio, Kirchner logró sin embargo meterse en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de 2003, y aseguró así la derrota de su rival, el propio Carlos Menem, quien venció por un margen exiguo y, ante la inminencia de una derrota catastrófica, optó por no presentarse en ballotage.

2.4. El Kirchnerismo en el gobierno: apogeo del progresismo (2003-2005)

Pero si Duhalde contaba con ejercer el poder sobre el gobierno de su delfín, se llevaría una sorpresa endemoniada. Muy pronto el Kirchnerismo mostraría una gigantesca habilidad política que lo llevaría a la cúspide del PJ. El proceso de acumulación política necesario para ello llevó más de dos años, e incluyó una política exterior independiente, una renegociación de la deuda percibida como exitosa por la opinión pública -pese a que sus números siguen superando, y por lejos, al PBI argentino-, la inclusión en la agenda política de fuertes gestos simbólicos en apoyo a las organizaciones sociales -en buena medida dependientes, es verdad, de los planes sociales, lo cual limita su alcance y perspectivas- y de derechos humanos. Un ejemplo de este último caso tuvo lugar en un acto de alto contenido emotivo, donde fueron descolgados los cuadros de los generales genocidas de las paredes de la ESMA, centro de torturas por excelencia de la Dictadura iniciada en 1976. Al mismo tiempo, aparecía por primera vez un discurso explícitamente antineoliberal, que cuestionaba punto por punto los «logros» de los noventa. Lo que sigue sin aparecer, mientras tanto, es un proyecto intelectual alternativo a las recetas neoliberales hegemónicas.

No obstante, el proceso que permitiría a Kirchner emanciparse de su «Padrino» fue diferente, y cristalizó en la tremenda victoria de su facción política -el Frente para la Victoria, o FPV- en las recientes elecciones legislativas. Para ello, debió incluir liderazgos políticos fuertemente identificados con prácticas mafiosas, poderes provinciales o municipales antes dependientes del propio duhaldismo (como es el caso de Felipe Solá, gobernador de la crítica Provincia de Buenos Aires) y hasta gobernadores (De la Sota por Córdoba, Insfrán por Formosa, Maza por La Rioja) identificados con proyectos políticos distintos u opuestos, que se descubrieron kirchneristas semanas o meses antes de las elecciones. Si esto se halla justificado o no, se trata de aspectos que sólo el futuro podrá develar: entretanto, queda claro que el gobierno nacional no ha apelado a un cambio de dirigentes que pueda consolidar el necesario giro en el rumbo político y económico. No ha preparado el camino, en otras palabras, para iniciar una suma de voluntades en pos de un proyecto propio. Así, parece difícil, aunque no necesariamente imposible, que vayamos a ver muchos cambios en el corto plazo.

El diseño y costura de un «duhaldismo a medida» respondía, indudablemente a la doble necesidad de una victoria electoral plebiscitaria, para un gobierno carente de cierta legitimidad formal, que había ascendido con sólo el 22 % de los votos en primera vuelta en 200315, y de destruir el poderío político del Duhaldismo, a fin de consolidar al nuevo elenco con miras a las presidenciales de 2007. Realpolitik, entonces. Pero lo cierto es que, en estas elecciones, el Gobierno no enfrentaba una oposición articulada, y el necesario trabajo político y social de los militantes oficialistas en los barrios, su intervención visible en la vida cotidiana de los habitantes no parece siquiera parte de la agenda para el 2007.

De nuevo, los rasgos definitorios de aquello que he llamado «progresismo» argentino -«primacía de la política», pragmatismo político y oportunismo electoral- reaparecen, para justificar la inclusión del hombre de Santa Cruz dentro de la historia de las constelaciones analizadas.

Esto es aún más claro si se observa que la gestión de la economía durante el proceso de disputa con el Duhaldismo seguía, paradójicamente, en manos del Ministro de Economía de Duhalde, Lavagna. Nos detendremos, pues, brevemente, a analizar la situación general de la economía argentina, así como la lógica que parece seguir el gobierno de Kirchner-Lavagna frente a dicha situación, al menos hasta estos meses decisivos.

Con una economía altamente dependiente de sus exportaciones de productos primarios -sectores agropecuario16 y energético, donde destacan el petróleo y, en menor medida, el gas-, y una incipiente formación de industrias cercanas a esos sectores -en especial, las llamadas «agroindustrias», encargadas de elaborar la materia prima producida-, la Argentina es hoy un país limitado como pocos a la explotación de sus «ventajas comparativas». Las retenciones a las exportaciones, necesarias para evitar un nuevo brote hiperinflacionario, financian no los pilares de un régimen de acumulación alternativo, sino los planes sociales que evitan o retardan la protesta de los sectores excluidos, incipientemente organizados. El sector financiero sigue sin sufrir retenciones de tipo alguno, implementadas incluso en países donde el neoliberalismo es hegemónico hace ya décadas, como es el caso de Chile. Esto agrava la penalización fiscal a la producción y al empleo, en el marco de un sistema tributario completamente regresivo.

Para colocar un ejemplo, en el área de la producción energética, el país, aunque exportador de petróleo, como se ha dicho, sufre los altos costos internacionales derivados del nuevo tipo de cambio posterior a la devaluación como un límite a la competitividad de los sectores cuyos ingresos no dependen de las exportaciones. La posibilidad de actuar en esta materia se ve impedida por el control externo de la producción y el refinamiento del combustible, un control que otorga a nuestro país escaso margen de acción frente a las empresas que dominan el sector. En los últimos dos años, la energía eléctrica y el gas han sido racionados en los establecimientos productivos para que el Gobierno pudiese evitar el desgaste político asociado al racionamiento del consumo doméstico. Aquí el atraso se explica nuevamente por las privatizaciones de los años noventa, sumadas a casi una década de inversión baja o nula por parte de los accionistas privados.

Aquellos grupos cuya producción se orienta hacia el mercado interno, que siempre han sido los grandes demandantes de manos de obra, se hallan golpeados por las restricciones al consumo impuestas por las circunstancias económicas y sociales, y no pueden acompañar al sector exportador en su expansión, la cual explica por sí misma la del país entero en los números del PBI. Con insumos, materias primas y demás elementos de la cadena productiva dolarizados, y carentes de toda protección tarifaria significativa, languidecen lentamente, o bien han mudado sus emprendimientos a países vecinos.

No creo aceptable explicar esto por una falta de vocación política, como sucediera bajo el gobierno de la Alianza. Al contrario, como ya he señalado, el mayor triunfo, en 1990 como en 2001, del llamado «pensamiento único» fue precisamente que era el único programa económico y social que las democracias emergentes tuvieron para elegir. Sencillamente, la voluntad política de cambiar no supone conocer de antemano el rumbo del cambio. A cuatro años de la catástrofe, la pasmosa serenidad con la que se nos indica que las recetas para salir de la coyuntura crítica son las mismas que gobernarán el reparto de la limitada prosperidad lograda con el esfuerzo y el sacrificio de millones de argentinos, cada vez más alejados de toda chance de movilidad social ascendente y condenados a la contemplación pasiva de la erosión de sus salarios reales, me obliga a pensar que las dificultades son de otro orden. Aquí falta la condición histórica decisiva: la transformación ideológica y cultural, que antecede lógicamente a la de tipo político o militar: la generación, no importa si desde abajo hacia arriba o desde arriba hacia abajo, de un proyecto distinto, de la mano de un sujeto social en condiciones de impugnar al menos algunos de los rasgos del orden establecido. Así como la democracia por sí misma no acabó con el control de la economía, la sociedad y la propia política por parte de los grupos económicos más concentrados, ligados al capital financiero de origen externo, no parece alocado indicar que incluso la derrota de los personeros directos de aquellos sectores ha dejado ese dominio sin mácula.

Pero parece indudable que concluir aquí, sin más, el análisis del Kirchnerismo dejaría demasiado cerrado el balance de una experiencia política aún joven, y para nada lineal o coherente, que ha debido avanzar en medio de feroces obstáculos, oposiciones internas, fuertes presiones corporativas, etc. Por eso, me arriesgaré, en un apartado final, a indicar algunos de los elementos que pueden volverse cruciales a partir de las elecciones legislativas recientes, así como los conflictos y contiendas que parecen estar por delante.

3. La coyuntura actual: el Kirchnerismo en la encrucijada.

Pues llena de esperanza está mi tierra

y, como en días cálidos, hoy el cielo se abate envuelto en sombras

sobre nosotros, oh anhelantes ríos,

cargado de presagios.

Hoderlin17

La etapa de acumulación política está cumplida, y de manera exitosa. Quedan ahora, para la Administración Kirchner, dos años enteros de gestión ¿Qué podemos esperar?

Los recientes reagrupamientos de los sectores empresarios y de los grandes grupos económicos han dejado claro su compromiso con el statu quo. Es decir, han manifestado, de diversa forma, su disposición a renovar la alianza tácita con una élite política que controla lo más parecido a un aparato político nacional, herramienta elemental de la «vida democrática», y que además parece ostentar uno de los mayores avales de electores independientes que se recuerde. Estos grupos económicos sólo se hallan dispuestos, sin embargo, a aceptar formas de producción y circulación propias de un país dedicado principalmente a las exportaciones de bienes primarios y agroindustriales, con una muy acotada extensión de esquemas de producción industrial localizada en áreas anexas a estos circuitos o a los incentivos que generan. E, incluso, esta disposición quedaría atada a la insistencia de EEUU y la UE en mantener los aranceles proteccionistas que limitan la capacidad exportadora de nuestro país a su nivel actual. Ya sea bajo el eufemismo lavagnesco de la asignación mercantil -no demasiado válido para sectores completamente cartelizados-, o el pinedista de las «materias primas nacionales», vuelve a la carga, luchando por cierto hálito progresista, el viejo sueño de Martínez de Hoz para la Argentina.

¿Existen signos de una voluntad, en el seno del Kirchnerismo, de capitalizar su victoria política, al menos a mediano plazo, para contender con este proyecto, y realizar así su discurso antineoliberal? Indudablemente, sí. La relativa estabilidad, durante estos últimos cuatro años, de las tarifas de servicios públicos, que afecta al capital extranjero y es una pieza clave de cualquier acuerdo con los inversores externos nucleados en el FMI, representa en sí un intento de detener, aún si de modo negativo, la redistribución del ingreso. La desautorización presidencial explícita y pública a las medidas ortodoxas y monetaristas del Ministro Lavagna para frenar la inflación18 resulta otro gesto importante, y deja abierto el preludio para la salida del ministro, que ha atacado en repetidas ocasiones al Ministro de Infraestructura, y kirchnerista de paladar negro, Julio de Vido. Las exitosas negociaciones con Venezuela para la compra de bonos de la deuda argentina, que apuntan a fortalecer al gobierno ante la inminente negociación con el FMI, sumadas al proyecto -bastante soñador, cierto es- de un gasoducto internacional que llegue de la patria de Bolívar hasta nuestro país, parecen consolidar dos años y medio de política exterior autónoma. El reciente y ruidoso fracaso de la Cumbre de Mar del Plata, donde los analistas externos esperaban una consolidación del ALCA impuesta por la presencia en persona del Presidente de los EEUU, indica otro signo importante.

Pero, como he señalado, se trata hasta ahora de signos, que pueden solventar nuestras apuestas, nuestras esperanzas, pero no nos brindan razones contundentes. El Kirchnerismo, ese heredero rebelde de las alternativas progresistas de los noventa, aún debe pasar al plano de la acción. Ya ha cumplido los requisitos políticos. Ahora necesita convertirse en la alternativa real que pregona ser.

24 /11/05
[email protected]


1 Este artículo es en parte una reelaboración de uno anterior, Ezequiel Meler: «Miseria del progresismo», mimeo, noviembre 2005, en cuya circulación restringida -y, sobre todo, en la calidad de las críticas que recibí- aprendí lo suficiente -espero- para mejorar algunos de sus muchos defectos. Destaca aquí el aporte de Federico Gabriel Vázquez, militante e historiador. Los errores restantes, desde luego, me pertenecen por entero.

2 Lo que no implica un juicio de valor sobre su real postura ideológica. Formalmente, este artículo restringe su mirada al caso argentino. Pero no por ello sus conclusiones se invalidan en la reflexión respecto de otras trayectorias, como las de Brasil, Perú, Uruguay y Chile. Dejo específicamente afuera de mi análisis al caso venezolano.

3 No soy tan inocente como para no darme cuenta que esta ausencia de las masas es a su vez un fenómeno con entidad propia, ligado a la desmovilización posterior a la última dictadura militar, y al genocidio que perpetró. Seguramente, muchos podrán argüir que, si no hay dentro del progresismo lugar para masas organizadas, esto tiene que ver con que no hay masas organizadas a las que buscar lugar en el país. Pero, de todos modos, sigo creyendo que se trata de un límite político a remarcar a la hora de entender lo que determinados gobiernos pueden o no pueden hacer. No enhebro, pues, un juicio de valor: simplemente, indico un rasgo característico de esta formación política. Tampoco deduzco de la presencia de sectores populares social -o, incluso, políticamente- organizados la correlativa aparición de esa ausencia notoria de caminos alternativos a los conocidos. Pero creo que, en el futuro, si pretendemos construir ese proyecto, tanto sea de abajo a arriba como de arriba a abajo, necesitaremos apelar a esa construcción popular.

4 Walker Connor: Etnonacionalismo. Trama, Madrid, 1998, p. 135.

5 En la «Conferencia del Molino», así llamada por el histórico café de Buenos Aires donde se celebró a fines de 1994, tuvo lugar la incorporación del sector dirigido por José Octavio Bordón, quien sería el candidato a presidente de la fórmula opositora, mientras Álvarez lo secundaba como candidato a vicepresidente. Es relevante destacar la presencia, en aquella reunión, del actual primer magistrado, Néstor Kirchner, quien prefirió entonces mantenerse dentro del PJ. Ya en ese entonces se hablaba de «transversalidad» para describir la situación de los diversos grupos opositores al menemismo.

6 El propio «Chacho» Álvarez sancionó este viraje en febrero de 1995, al declararse arrepentido «de no haber votado la Ley de Convertibilidad». Las cursivas son mías.

7 En una charla para militantes de la cual participó el autor de este artículo, Álvarez confirmó esta tendencia al afirmar que, para él, «diez minutos de televisión valen más que cien militantes».

8 La renuncia de Álvarez se dio en un contexto de fuertes denuncias de corrupción que implicarían a algunos senadores de la oposición con presuntos sobornos, inicialmente denunciados por sus propios compañeros de bancada, para aprobar una polémica ley de reforma laboral que era exigida por el FMI. Álvarez nunca se opuso a la ley como tal.

9 Clarín, 18 y 19 de diciembre de 2001.

10 Cavallo, autor de la Ley de Convertibilidad en 1991, sería asesor del gobierno ecuatoriano de Abdalá Bucaram, derribado por la protesta social, así como de otros gobiernos, durante buena parte de los años ´90, especialmente tras su alejamiento de la función pública en 1996-97.

11 Aquel día, tras casi 24 horas de protestas populares contra los continuados ajustes, la retención de los ahorros privados y el estado de sitio declarado de manera ilegal el 19 a la noche por el presidente De la Rúa, éste debió renunciar a su cargo. La jornada arrojó un saldo oficial de al menos 40 muertos.

12 Por supuesto que estas cifras no aparecieron de la noche a la mañana. Buena parte de ellas se fue gestando durante los años noventa, pero la crisis profundizó de modo espectacular el sentido de ruptura con un pasado que era percibido todavía por muchos argentinos como armonioso.

13 Por esta razón, no es incorrecto, en principio, analizar las estadísticas teniendo en cuenta como punto de partida la vigencia de la «convertibilidad».

14 Cierto es que, en los últimos cuarenta meses, la economía ha crecido de manera incesante. Pero el salario de los trabajadores se ha deteriorado, entretanto, otro 30 % desde entonces, según cifras oficiales que incluyen servicios no transables (Clarín, 18/11/05). Esto parece indicarnos que las estadísticas serían aún más altas. Recordemos, de paso, que la inflación siempre desdibuja el rendimiento del PBI hacia arriba.

15 La segunda vuelta nunca se llevó a cabo, pues, como ya he señalado, el contrincante, Carlos Menem, se retiró. Nadie duda de la tremenda victoria que hubiera obtenido el actual presidente.

16 De la clásica exportación de carne vacuna y cereales como el trigo y el maíz, la Argentina se está convirtiendo a ritmo acelerado en una economía «soja-dependiente». La soja, alimento porcino, tiene por principal destino a China.

17 Himnos tardíos. Otros poemas. Sudamericana, Buenos Aires, 1972, p. 71.

18 Tales medidas se basaban, centralmente, en una reducción feroz de la masa monetaria. La misma, como advirtieron inmediatamente diferentes analistas, redundaría en una desaceleración del crecimiento e, incluso, en una recesión importante en el corto plazo, debido a la correlativa caída del consumo y de la ocupación que este estilo de ortodoxia suele provocar. Afortunadamente, Kirchner ha anunciado que esa política no continuará (Clarín, 23/11/05).