Los cambios en Bolivia nunca son fáciles. Da igual que se trate del más complejo de ellos -refundar el Estado a través de un proceso constituyente- que de la introducción de alguna reforma que, por justa, es tan evidente que ni siquiera merecería justificación y sí el aplauso unánime. Todo es motivo de alharaca; de […]
Los cambios en Bolivia nunca son fáciles. Da igual que se trate del más complejo de ellos -refundar el Estado a través de un proceso constituyente- que de la introducción de alguna reforma que, por justa, es tan evidente que ni siquiera merecería justificación y sí el aplauso unánime.
Todo es motivo de alharaca; de rechazo por principio y hasta el final; de marchas kilométricas y agotadoras; de llamamientos a movilizarse por parte de organizaciones cívicas que, paradójicamente, de lo que hacen gala es de una monumental falta de civismo.
El eje de la controversia se sitúa, en estos días y dejando de lado el circo constituyente y todo lo que le rodea, en la decisión del gobierno de Evo Morales de crear una renta universal para los mayores de 60 años a pagar con los beneficios de los ingresos fiscales de la explotación de los hidrocarburos y cuyo monto ascendería a 2.400 bolivianos (unos 307 dólares) al año.
Este beneficio social sustituiría al actual Bonosol, una renta anual vitalicia de unos 1800 bolivianos (unos 230 dólares) que percibe la población mayor de 65 años y cuyos recursos provienen de los dividendos de las acciones de las empresas capitalizadas -es decir, privatizadas- que fueron distribuidas entre la población boliviana. Con esas acciones se conformó un fondo no contributivo denominado Fondo de Capitalización Colectiva gestionado por las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP) privadas hasta que el gobierno reclamó su tutela el año pasado (1).
Como puede apreciarse, la propuesta del gobierno de Morales, conocida ya como «Renta Dignidad», no sólo eleva el monto de la renta sino que, además, reduce la edad para tener derecho a la misma, ampliando, por lo tanto, el universo de sus beneficiarios.
Si actualmente al Bonosol tienen acceso unas 450 mil personas, la nueva renta podría ser disfrutada por más de 730 mil personas. Personas que, por otra parte, se encuentran entre las más necesitadas e indefensas de la sociedad en uno de los países más pobres de América Latina. Personas que, además, habitan un país en donde los últimos datos muestran que la esperanza de vida media al nacer es de 65 años (en España, por ejemplo, la media es superior a los 80 años) y que, por lo tanto, se encuentran con la tétrica paradoja de que muchos de ellos no llegarán a percibir el Bonosol porque la edad para tener acceso al mismo coincide con la que la estadística augura para su deceso.
Por otro lado, también hay que tener en cuenta que este beneficio social se crea en un contexto en el que los dividendos de las acciones de las empresas que integran el Fondo de Capitalización Colectiva están reduciéndose y, por lo tanto, es de prever una caída del monto del Bonosol que percibirían en los próximos años las personas con derecho al mismo. Es por ello que el proyecto de Ley remitido al Congreso establece que la financiación de la Renta Dignidad complementará esos dividendos con un porcentaje del 30% de los recursos recaudados a través del Impuesto Directo sobre los Hidrocarburos (IDH) y que, hasta el momento, se distribuían entre el Tesoro General de la Nación, las prefecturas, los municipios y las universidades.
Y es aquí donde comienza el festival de las protestas en Bolivia. Lo que no podría ser considerado más que una medida justa en sí misma y con un fuerte componente simbólico digno de elogio -por cuanto supone transferir directamente parte de las rentas generadas por la principal riqueza del país hacia los sectores más desfavorecidos de la sociedad- acaba convertido en fuente de conflictos expresivos, no sólo de la descerebrada oposición política que enfrenta el gobierno de Evo Morales, sino también de su terrible mezquindad y falta de solidaridad.
El desbarajuste de las cuentas públicas
En efecto, al grito de «defendamos el IDH» -como si éste estuviera en peligro- las universidades públicas, las prefecturas y los presidentes cívicos de Santa Cruz, Beni, Pando, Tarija, Chuquisaca y Cochabamba, los presidentes de muchos Consejos Municipales, numerosos concejales y, en general, lo más granado de los sectores conservadores de la sociedad boliviana se han aprestado a tratar de frenar la medida propuesta por el gobierno de Morales conformando la denominada «Cumbre Nacional en Defensa de los Recursos Descentralizados del IDH». Ahí es nada.
Su argumento fundamental es la defensa de ese 30% del IDH en el que se verán reducidos sus ingresos como consecuencia de la entrada en vigor de la referida Renta y que, en su opinión, menoscabaría su capacidad de inversión en sus ámbitos de gestión.
Sin embargo, un repaso somero a la realidad de las cuentas públicas de prefecturas, regiones y municipios en relación con la gestión del IDH pone de manifiesto que su argumento es tan falaz como clara es su motivación: confrontar contra todo lo que de avance social pueda proponer el gobierno de Evo Morales.
Así, en la Ley 3058 de Hidrocarburos aprobada en 2005 se creaba un impuesto del 32% sobre los hidrocarburos, el referido IDH, que venía a sumarse al 18% cobrado en forma de regalías. Seguidamente, se estableció una distribución de esos ingresos entre los diferentes niveles de gobierno atribuyéndose el 32,47% de la recaudación por IDH al Gobierno central; el 33% a las prefecturas; el 27,62% a los municipios; y el 6,91% a las Universidades.
No debe obviarse, por otra parte, que la creación de ese impuesto se producía en un contexto de atribución de recursos financieros y competencias de gasto completamente desequilibrado a favor de los niveles subnacionales. Esto provoca, por ejemplo, que el gobierno central haya tenido tradicionalmente comprometido casi el 90% de sus recursos para el pago de gastos corrientes (pago de salarios, servicio de la deuda externa e interna, transferencias a universidades o pago de pensiones y subsidios), mientras que los gobiernos regionales presentan importantes superávit en sus cuentas fiscales. Pero que, además, existan enormes desigualdades entre las diferentes prefecturas o municipios si se atienden a indicadores como los niveles de gasto público por habitante.
Es decir, el proceso de descentralización de los ingresos y gastos públicos es aún una asignatura que falta por acometer en Bolivia y que, ineludiblemente, deberá ser emprendida una vez que se concreten los diferentes niveles de gobierno y las respectivas competencias en la nueva Constitución -si es que ésta llega alguna vez a concluirse, votarse y entrar en vigor.
Pero, retomando el hilo del discurso, la creación del IDH tuvo importantes efectos inmediatos. Por un lado, permitió aliviar la tensión sobre las cuentas del gobierno central y, por otro, incrementó de forma desproporcionada los ingresos de los niveles inferiores de gobierno como consecuencia de que los ingresos por IDH fueron finalmente mayores a los inicialmente presupuestados.
Así, por ejemplo, en el año 2005, los presupuestos de las prefecturas de Pando, Beni, Oruro, Potosí o Chuquisaca se vieron incrementados en unos porcentajes que oscilaban entre el 100% y el 250%; mientras que el de Tarija aumentaba en más de un 25% sobre lo inicialmente programado.
Una situación similar se producía para el caso de los municipios: los de Beni verían duplicarse en 2006 su presupuesto; los de Pando se multiplicaron por más de siete veces también ese año y, entre ellos, destacaba singularmente el caso del municipio de Cobija cuyo presupuesto aumentó en casi el 1000%; los de Tarija tuvieron un incremento del 121% y los de Oruro del 97%.
A este aumento de los ingresos hay que añadir, para terminar de explicar someramente la bonanza de las cuentas fiscales de prefecturas y municipios, las graves incapacidades de ejecución y administración del gasto que demuestran de los responsables de prefecturas y municipios.
Evidentemente, la conclusión no puede ser otra que una enorme cantidad de dinero que se encuentra represada en las cuentas públicas de esas instituciones en un país que si de algo requiere es de inyección de dinero público a espuertas.
Por volver a los ejemplos: a fecha de octubre de 2006, casi el 25% de los recursos fiscales de la prefectura de Tarija se encontraban sin gastar en las cuentas bancarias de su administración; el saldo en cuenta de la prefectura de Oruro era equivalente a todos recursos recibidos ese año; o el saldo de las cuentas de la prefectura de Potosí era incluso superior a los recursos que se habían transferido como consecuencia la acumulación de remanentes de años anteriores.
Menos movilizarse y más gestionar adecuadamente el erario público
La conclusión a la que uno fácilmente puede llegar después de revisar someramente la situación de las finanzas públicas bolivianas, caracterizadas por la existencia de unos ingresos fiscales en crecimiento exponencial y que sobrepasan con creces las capacidades de gasto de los responsables de gestión de los recursos públicos, es que hay que ser muy cínicos para negarse a transferir una parte de esos ingresos hacia el gobierno central para que éste los canalice hacia quienes más pueden necesitarlo en estos momentos.
No nos engañemos. Con la creación de esta Renta y el cambio en la distribución del IDH, el gobierno no está confiscando nada a nadie. Simplemente está planteando una mínima corrección en la distribución de unos ingresos que corresponden a todos los bolivianos y que es manifiestamente desigual e injusta (sirva como ejemplo el hecho de que mientras la asignación per cápita del IDH en el municipio de Cobija es de 357 dólares por habitante en el municipio de El Alto es tan sólo de 51 dólares).
Además, está tratando de solucionar una realidad que es innegable: las prefecturas y municipios no saben, no quieren o no pueden gastar todos los ingresos que perciben.
Y, de esa forma, mientras que las cuentas de las administraciones públicas engordan cada día con lo que sus alcaldes y prefectos no saben cómo gastar, los ancianos que habitan en los mismo municipios que éstos gobiernan pasan necesidades y se ven obligados a trabajar o mendigar hasta el fin de sus días.
Ante esa innegable realidad, uno no puede menos que preguntarse por qué, en lugar de esta rimbombante Cumbre en Defensa de lo que no saben cómo gestionar, no convocan una Cumbre Nacional en Defensa de la Dignidad en la Vejez. ¿Por qué se preocupan de defender unos recursos que no gastan, en una suerte de patética imitación del dickensiano Mr. Scrooge, y no las condiciones de vida de sus mayores?
En mi humilde opinión, serían necesarias menos movilizaciones «cívicas» que lo único que ponen de manifiesto es la defensa de su inmovilidad ante la injusticia y su incompetencia para gestionar los recursos públicos y más movilizaciones pidiendo que, de una vez por todas, el gobierno de Evo Morales acometa con intensidad los cambios estructurales necesarios para conseguir que los bolivianos gocen del nivel de bienestar que les permitiría la tremenda riqueza que alberga el suelo que los acoge.
(1) Pero, ¿pensaban que Evo Morales no iba en serio?
Alberto Montero Soler ([email protected]) es profesor de Economía Política de la Universidad de Málaga y miembro de la Fundación CEPS.