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El cruceño Andrés Ibáñez, uno de los nuestros

Fuentes: Erbol Digital

  Santa Cruz es una ciudad colonial con plaza principal y ocho cuadras alrededor. Viven unas 15.000 personas, la mitad son españoles o descendientes, el resto son mestizos, criollos, cholos (mestizos urbanos), indios y negros, unos dos centenares. Los cruceños son racialmente homogéneos y los descendientes de los españoles dominan todas las capas sociales desde […]

 

Santa Cruz es una ciudad colonial con plaza principal y ocho cuadras alrededor. Viven unas 15.000 personas, la mitad son españoles o descendientes, el resto son mestizos, criollos, cholos (mestizos urbanos), indios y negros, unos dos centenares. Los cruceños son racialmente homogéneos y los descendientes de los españoles dominan todas las capas sociales desde las pobres hasta las ricas. Incluso en el departamento (las otras dos ciudades son Samaipata y Vallegrande), los indígenas, guaraníes en su mayoría, son tan solo la mitad de la población, a diferencia del resto del país.

Santa Cruz vive en una solidaridad patriarcal donde la propiedad privada de la tierra no existe. Sus hacendados gozan de las tierras sin derecho a compra y venta, siendo sus propietarios mientras pasta su ganado o madura la cosecha.

Los cruceños tienen el índice de alfabetización más grande de Bolivia (uno de cada tres niños va a la escuela, en La Paz, uno de cada 68) y tienen varios periódicos locales. Gran parte de la población (30 por ciento) está formada por artesanos, que se hacen llamar los «sin chaqueta» y ya tienen derechos como votantes. Santa Cruz, alejada del centro político, se dedica a proveer de azúcar, charque y arroz al interior. Los cruceños son, como decía René Moreno, «hermosos como el sol, pobres como la luna». Corre el año 1876 y todo está a punto de cambiar para siempre.

El incremento de los intercambios comerciales y la victoria del libre mercado (es decir, la llegada del capitalismo librecambista) va a provocar graves cataclismos sociales en la lejana Santa Cruz. El auge económico causa la llegada a la ciudad de habitantes del altiplano y de pueblos guaraníes. La lucha de clases, eliminada la «fraternidad provincial», estalla entre la elite local (ganaderos y dueños de ingenios azucareros que abren mercados para el comercio exterior y quieren conservar sus privilegios en el cabildo) y la plebe (artesanos y obreros).

Y ahí, en medio de este panorama novedoso, de crisis, de malestar popular, cuando no ha muerto lo viejo (la sociedad tradicional) y no ha nacido lo nuevo, está parado nuestro personaje, nuestro mártir, Andrés Ibáñez. No sabe todavía que sus sueños de igualdad y justicia social lo van a llevar prematuramente a la muerte, a sus 33 años, fusilado cerca de la frontera con Brasil en un pueblito llamado San Diego, junto a tres de sus compañeros Francisco Javier Tueros, Manuel María Prado y Manuel Valverde.

Ibáñez muere féliz, si cabe semejante dicha. y le dice a un Tueros arrepentido: «sí, coronel Tueros, por cierto que ésta es la mayor felicidad con que la omnipresencia nos va dotando como premio a nuestro iniciado tema, por cuya brillante lumbrera la posteridad nos someterá al calendario inmortal, adios, adios».

Las descargas de los verdugos acallan el más sorprendente experimento social en la historia de Bolivia en el siglo XIX. La desconocida revolución de la igualdad, bajo el grito de «todos somos iguales», ha fracasado. Ibáñez ha muerto como los primeros cristianos, como un mártir. Tal vez como alguna vez soñó, intuida ya la derrota.

La primera revolución socialista (algunos la denominan protocomunista o anarquista) nace a comienzos de la década de los setenta, del siglo XIX, liderada por el «mestizo Ibáñez» (como lo llamaba René Moreno), un abogado cruceño de familia «decente y respetable» que estudia en Sucre.

A sus 24 años es elegido concejal de Santa Cruz. Ya es un tipo conocido y va camino de ser la figura más popular de la ciudad. Dos años después, se subleva contra Melgarejo y su lucha contra la dictadura lo convierte en héroe popular. En 1871, es elegido diputado, es despedido en la plaza por una multitud y sufre camino a Sucre su primer intento de atentado mortal: la elite y los poderosos ya lo quieren ver muerto. En el Congreso, defiende proyectos de ley a favor de Santa Cruz, vislumbrando ya el posterior federalismo, que más tarde abraza.

Las «ideas francesas» (justicia, igualdad, fratenidad), el pensamiento socialista utópico europeo, la Comuna de París con su proyecto de federalismo socialista y autonomía municipal junto a las lecturas de Rousseau, Proudhon, Renan, Darwin, Lamennais marcan a partir de esos años su identidad y su lucha política.

Ibáñez, sin embargo, no escribe. Es un hombre de acción. Y de acciones espectaculares y cautivantes. En la campaña electoral al Congreso de 1874 se enfrenta al líder de la elite cruceña, Antonio Vaca Díez, su rival. Discute con él en la plaza ante cientos de personas. Ibáñez, vestido con la leva típica de los abogados, sombrero de copa y botines de charol, se acalora, arroja la leva y los botines al piso y se retira descalzo, seguidos por los también pies descalzos de sus seguidores. El gesto es repetido por su fiel partidario, Carlos Melquíades Barberí, que da a conocer el grito de guerra: «todos somos iguales». Dos días más tarde, nace el Club de la Igualdad, cuyo órgano de difusión es el periódico El Eco de la Igualdad. Sus directores son Ibáñez, Barberí y Antonio Barba. Y protestan contra el olvido de los intereses de Santa Cruz y su pueblo, reclaman caminos y el desarrollo de su economía, recibiendo el apoyo de artesanos y parte de los criollos acomodados. Ha nacido el movimiento de los igualitarios, que dos años después (1876) protagonizará la revolución de la igualdad en Santa Cruz.

En esos dos años, Ibáñez protagoniza un levantamiento contra el presidente Frías (Casimiro Corral, su cuate, hace lo mismo en La Paz, con fracaso y un Palacio quemado), es acusado de «comunista», adopta la bandera blanca como símbolo del movimiento y tras la amnistía, se la juega por Hilarión Daza en las elecciones de 1876, contra Tomás Frías.

A Ibáñez, Daza le recuerda a Belzu. Los igualitarios defienden ahora la democracia, las elecciones, la expresión de la soberanía popular: la meta de la democracia es la defensa de los pobres, del pueblo, en nombre de la equidad, dicen. Y se pronuncian a favor de las descentralización y la municipalización de Bolivia como garantía contra las dictaduras despóticas del centro.

Daza no se fía y da un golpe de estado. En Santa Cruz, las noticias llegan tarde pero los igualitarios ganan las elecciones, 1.133 votos contra 217 de Santiváñez, el candidato de los «rojos» de Vaca Díez, más de dos tercios, por cierto. Una serie de cortocircuitos con cartas interceptadas provoca el recelo de Daza que teme las ideas federalistas y la reputación de comunista de Ibáñez. La represión se ceba de nuevo contra los igualitarios cruceños. Ibáñez es detenido en agosto y debe ser conducido a La Paz, sin embargo la tropa del convoy se niega por falta de pagos, la paga nunca llega y la revolución estalla.  El primero de octubre es la noche señalada. Es 1876 y la revuelta durará dos años. Desde la proclamación de Ibáñez como prefecto y comandante de la tropa para gobernar según los principios igualitarios, recogidos en el «Acta del pueblo», hasta su derrota final.

El programa de la revolución asusta a muchos con frases como ésta: «la igualdad con la propiedad es el desiderátum de la ventura de los pueblos, esforcémonos por aproximarnos a él y nos presentaremos más dignos ante toda la Nación». Los acaudalados abandonan la ciudad y huyen «todos aquellos que eran enemigos del comunismo». Los igualitarios, para pagar el «chancelo» (salarios) a los militares decretan confiscaciones y préstamos forzosos. Ibáñez distribuye casi todos sus recursos privados. Ahora son «comunistas y bandidos». La elite cruceña suplica a La Paz y exige poner fin a la revuelta socialista e igualitaria. Clama al centralismo la defensa de sus privilegios. Toda una ironía de la historia.

Pero las intenciones de los igualitarios van más lejos. Anuncian, sin cumplir por falta de tiempo, el cobro de impuestos adicionales a los ingenios azucareros, la distribución de la tierra privada no cultivada, la liquidación del pongueaje (es decir de la esclavitud)…Más de  un siglo y medio después, la lucha de Ibáñez sigue.

La intervención del poder central con la llegada del prefecto impuesto por Daza empuja a Ibáñez hacia la etapa federal de la revolución cruceña. En la navidad de 1876 nace otra revuelta organizada por la Junta Superior del Estado Federal del Oriente, que reconoce la integridad de Bolivia y el poder supremo de Daza. El federalismo de Ibáñez era sui géneris pues era un elemento complementario en su política de igualdad, en definitiva, fue una reacción de los igualitarios contra el rechazo de Daza a reconocer a Ibáñez y confiarle el gobierno de Santa Cruz, es decir fue una forma externa bajo la cual se expresaban las serias discrepancias políticas y sociales con el centro político boliviano.

En marzo de 1877, tras varios errores, Ibáñez y la Junta Federal abandonan la ciudad tras las victorias del ministro de Guerra, Carlos de Villegas, viejo luchador contra Belzu y el belcismo. La revolución ha finalizado y Daza dicta consejos de guerra al pedido de la elite local, a través del periódico El Eventual: «solo con la muerte de Ibáñez volverá la tranquilidad a Santa Cruz porque sus habitantes no recuperarán la confianza mientras este líder comunista esté vivo». El primero de mayo de 1877 Ibáñez es fusilado, después de escribir una carta de despedida a su esposa. Durante su ejecución, se niega a ser atado a un poste y dirige personalmente el fusilamiento.

Un siglo y medio después, Ibáñez sigue vivo. Los autonomistas neoliberales se apropian de su figura y recuerdan su pelea contra el centralismo paceño y su defensa de las causas cruceñas. Incluso se da la tremenda paradoja que el ex presidente del Senado y casi presidente, Hormando Vaca Díez (descendiente de un rival de Ibáñez) se postula y consigue un escaño en la reciente Asamblea Constituyente con una agrupación ciudadana que lleva el nombre del propio Ibáñez. Por otra parte, la ciudadela del Plan 3.000 en Santa Cruz lleva el nombre del mártir y la proyectada universidad popular en dicho barrio gigantesco se llamará UniversidadPopular Igualitaria Andrés Ibáñez (UPIAI).

Si quieres saber más y honrar la memoria de este soñador, mártir y luchador incansable, ahora que estamos en octubre, no se pierda «Andrés Ibáñez: la revolución de la igualdad en Santa Cruz», el primer libro de Le Monde Diplomatique-edición boliviana (a 20 bs en todos los kioskos del país), escrito por el historiador ruso Andrey Schelchkov, cuyas palabras han sido «pirateadas» para escribir esta columna. Para no olvidarnos nunca de Ibáñez, auténtico precursor de la revolución social en América del Sur, como dijo Carlos Montenegro.