Es propio de esta época de desconcierto que haya gente que propone como futuro luminoso un pasado irrepetible. AMLO, por ejemplo, desempolva el programa fallido del echeverrismo y retrocede más lejos aún hacia los tiempos del general Lázaro Cárdenas, cuyo nacionalismo intenta revivir mientras cita al general Múgica, según el cual para reorganizar el país […]
Es propio de esta época de desconcierto que haya gente que propone como futuro luminoso un pasado irrepetible. AMLO, por ejemplo, desempolva el programa fallido del echeverrismo y retrocede más lejos aún hacia los tiempos del general Lázaro Cárdenas, cuyo nacionalismo intenta revivir mientras cita al general Múgica, según el cual para reorganizar el país bastaba -en los años 30- con un gobierno honesto y con algunas reformas.
Pero los muertos-vivos caminantes sólo existen en las películas de horror. El nacionalismo revolucionario de Cárdenas y Múgica tenía fecha fija, se apoyaba en las posibilidades que ofrecía esa época y era escasamente compartido por el resto del gobierno que temía que la nacionalización del petróleo significase la guerra con Estados Unidos. Cárdenas, en cambio, midió bien la relación de fuerzas y comprendió que Washington, que entonces no tenía ni siquiera un ejército permanente, se preparaba para la guerra contra Alemania y Japón y sabía que necesitaría en breve braceros y recursos mexicanos. Eso le permitió aprovechar con audacia la rivalidad entre Alemania e Italia, por un lado, e Inglaterra por el otro y la divergencia de intereses entre ésta y Estados Unidos.
Pero Cárdenas no fue sólo un nacionalista revolucionario, el más avanzado que produjo nuestro continente. Fue también el padre del moderno Estado mexicano, con su corporativismo y su PRI. Fusionó el aparato estatal capitalista con lo que después sería el Partido Revolucionario, sometió a los movimientos de masa al Estado capitalista, institucionalizó la Revolución democrática mexicana y metió en un solo partido a los militares y a los obreros y campesinos que aquéllos debían reprimir, para asegurar de este modo un sistema de bajos salarios. Con el aparato estatal se lanzó a crear una burguesía nacional que anteriormente no existía. Ante la crisis capitalista de los 1930 contuvo y canalizó hacia el Estado las ocupaciones de tierras, que legitimó y defendió y, aunque hablaba de socialismo, creó y reforzó un Estado y un capitalismo distribucionistas modernos y su «modelo» funcionó hasta los 80. Además, ante la guerra, unió a México con Estados Unidos prefiriendo como presidente a Manuel Ávila Camacho en vez del general Francisco J. Múgica, revolucionario como él.
Para tener hoy gobiernos nacionalistas se necesitan por lo menos procesos sociales como el chavista o el boliviano, no inyectar dosis de moralina a la gente de Peña Nieto. El conservadurismo paralizante impide construir un futuro, superar el desastre actual, con sus miles de muertos y desaparecidos y con un semiEstado que es un servil vasallo de Washington. Mediante la autogestión social generalizada y la descentralización democrática y participativa hay que acabar con este Estado asesino y corrupto, no pedir más Estado centralizado y corporativo.
También como expresión del desconcierto político imperante hay quienes, alentados por las luchas, hablan de insurrección popular.
La impaciencia y la fiebre no son buenas consejeras. Las revoluciones, los estallidos sociales o los embarazos no se producen de repente sino que son procesos. El embarazo, en nuestra especie, requiere entre siete y nueve meses para hacer posible y seguro el parto. Si a los tres meses de gravidez, para acelerar el nacimiento, se empieza a saltar sobre la panza de la embarazada se producirá un aborto que hará peligrar su vida.
Actualmente en México todavía la gran mayoría de la población es conservadora. Las huelgas solidarias son rarísimas y lo normal, en cambio, son los estallidos de cólera y hasta los linchamientos. No hay todavía ni siquiera un sindicalismo combativo de masas y la Nueva Central Obrera es todavía sobre todo una esperanza al igual que la Organización Política de los Trabajadores mientras las organizaciones revolucionarias anticapitalistas abarcan sólo unas pocas decenas de miles de activistas.
Es cierto que la maduración de un proceso revolucionario no depende del tamaño y de la fuerza de los instrumentos de lucha preexistentes. Cuando Italia entró en guerra los comunistas no llegaban a dos mil pero pocos años después 200 mil morían como partigiani «rojos», Mussolini terminaba colgado de las patas y los comunistas y socialistas agrupaban millones de trabajadores…
Pero, en las condiciones de una democracia formal constitucional la existencia de los sindicatos, comités de empresa, ligas agrarias y partidos y grupos anticapitalistas y la unidad de los trabajadores son termómetros que permiten medir, aunque mal, el nivel de la lucha social. Su inexistencia indica que el proceso de cambio social aún no ha madurado suficientemente.
El paso debe corresponder siempre al largo de las piernas y a la fuerza de quien lo da. Las revoluciones no se hacen, se organizan. Es el capitalismo, sobre todo, quien empuja hacia la revolución a personas que, como Villa o Zapata, estaban integradas, mal o bien, en un sistema que, de repente, se les hizo insoportable. Los revolucionarios siembran ideas y aportan organización. Pero las ideas deben germinar en las masas, que deben hacer suyas las formas de organización y crear otras por su propia cuenta.
El corazón -el espíritu de lucha- debe estar siempre caliente, pero la cabeza debe estar fría porque cada situación es nueva y plantea un desafío y la victoria sobre un enemigo cruel y organizado y que se defiende desesperadamente no está asegurada de antemano.
La pasividad conservadora y miedosa de MORENA y del EZLN es un gran obstáculo pero éste no puede ser vencido por la agitación irreflexiva y la impaciencia política.
El peor y más sanguinario general es el que sólo sabe gritar «¡A la carga!».
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