El Alto, Bolivia, 25 de mayo. Lo ocurrido aquí, en esta polvosa ciudad de casi un millón de aymaras que se aprietan cerca de la cima de los riscos entre los sagrados picos nevados de los Andes arriba de La Paz, no se olvidará pronto en esta conflictuada nación de 8.5 millones de ciudadanos de […]
El Alto, Bolivia, 25 de mayo. Lo ocurrido aquí, en esta polvosa ciudad de casi un millón de aymaras que se aprietan cerca de la cima de los riscos entre los sagrados picos nevados de los Andes arriba de La Paz, no se olvidará pronto en esta conflictuada nación de 8.5 millones de ciudadanos de los cuales entre 60 y 80 por ciento son indígenas.
El Alto es una mezcla fuerte y animosa de migrantes aymaras y proletariado industrial que ha tenido que amarrarse las botas para sobrevivir, y sin duda no le es ajena la lucha. Empujados durante toda una generación a este irregular enclave por el empobrecimiento del altiplano, quienes migraron a la ciudad aún retornan los fines de semana a labrar la tierra en sus chakos. Siendo estas laderas empobrecidas y exaltadas el paso obligado de todas las marchas a La Paz, la capital, El Alto controla el flujo de las protestas y la militancia, y los multitudinarios movimientos sociales bolivianos han dejado su marca en los alteños.
En 2003, los aymara de El Alto quemaron y saquearon la alcaldía, depusieron al alcalde corrupto mientras los manifestantes chocaban varias veces con la policía en las afueras de la planta de Coca-Cola. Pero estos incidentes fueron la pálida sombra de la masacre del 12 de octubre, hoy clavada en la memoria colectiva.
«Los jóvenes intentaban tomar la avenida cuando los soldados abrieron fuego sobre la gente. Dos hermanos cayeron justo afuera de la iglesia –y su sangre permaneció en el atrio por días», expresa el padre Wilson Sorria desde el balcón del templo católico de Cristo Redentor, que sirviera de santuario a la gente de esta parroquia del extremo norte de El Alto, donde fueron asesinados 17. «Los vecinos llegaban a refugiarse aquí. Afuera los soldados disparaban a los niños, le disparaban a las ambulancias. Luego, como a las cuatro de la tarde, una granizada obligó a los soldados a regresar a sus cuarteles. Nunca graniza aquí en esa temporada pero la calle estaba blanca de granizo –y roja de sangre joven. Yo pienso que nos enviaron la tormenta para protegernos».
Entre septiembre y octubre de 2003, durante los 41 días que duraron los combates callejeros en El Alto y en otros puntos calientes, murieron asesinadas unas 80 personas. El gobierno sólo reconoce 51 fallecimientos.
La batalla de El Alto fue el clímax de lo que hoy se conoce como la Guerra en Defensa del Gas –una de las cuatro «guerras» surgidas de los sectores populares en este nuevo milenio. Desde 2000, anualmente han ocurrido «guerras» en defensa de la coca, el agua o por una nueva asamblea nacional constituyente. Estos levantamientos son más movilizaciones de masas que enfrentamientos (aunque pueden llegar a ellos) donde los que protestan avanzan hacia la capital cerrando el limitado sistema de carreteras bolivianas, lo que paraliza el país.
«Cada una de estas guerras condujo a la siguiente, cada lucha enriquece la que viene», observa Evo Morales, líder del movimiento cocalero nacional, fundador del candente Movimiento al Socialismo (mas), y posible presidente de Bolivia si la embajada estadunidense lo permitiera.
La Guerra en Defensa del Gas fue proclamada por el archi rival del Morales, Felipe Quispe –El Mallku, líder de la Confederación Campesina Aymara y fundador del Movimiento Indígena Pachakuti (mip), diputado federal por los aymara de El Alto– mientras Morales estaba fuera del país, como ahora le ocurre con frecuencia, cabildeando con los dirigentes de la izquierda europea y Hugo Chávez en Caracas, «para expandir el respaldo internacional a su candidatura» y evitar una intervención estadunidense, explica el diputado del mas, Luis Cutipa.
La Guerra en Defensa del Gas tuvo su génesis en los planes del anterior presidente, Gonzalo Sánchez de Losada (Goni), de malbaratarle a los titanes transnacionales los enormes depósitos de gas natural de Bolivia, con el agravante –realmente un insulto sumado a los daños– de que el gas habría de embarcarse en un puerto que los odiados chilenos le robaron a Bolivia en la Guerra del Guano, en 1879: una ampolla permanente para el honor colectivo de esta república india sin salida al mar. Desde Chile, el gas debía enviarse a la península de Baja California en México para entubarse rumbo al norte para alimentar los múltiples aparatos domésticos de los consumidores estadunidenses.
Las primeras confrontaciones entre las tropas de Goni y los campesinos del Mallku ocurrieron cerca de Warasata a las puertas de las Yungas, equivalentes a los centros recreativos alpinos, donde se decía que aymaras leales mantenían a 800 turistas extranjeros como rehenes. Unos seis seguidores de Quispe fueron baleados de muerte, la mayoría estudiantes, y otros 20 más fueron heridos. «Nuestras armas eran viejas. Warasata nos enseñó que debíamos cambiar –llegó el momento de formar un ejército indio», declara a un reportero un antiguo guerrillero del Ejército de Liberación Tupac Katari.
El Mallku (hay otros mallkus y hay quien cuestiona la autodesignación de Quispe), un imponente jefe aymara de anchos hombros y habla lenta, asume una postura visionaria: declarar la República de Quillasuyo independiente de Bolivia y soñar con un Tahuantinsuyo tri nacional que ondee su bandera de siete colores también sobre Perú y Ecuador. Aunque algunos lo etiquetan de «racista» y reaccionario («ellos son los racistas, pues imponen todas las reglas»), en El Alto, donde la bandera aymara tiene legiones a su favor, El Mallku tiene mucho peso en el rumbo que ha tomado la insurrección, y en lo que será en un futuro no muy distante.
En 2003, Goni, un tecnócrata gris educado en Estados Unidos que habla un español agringado, se nominó para un segundo periodo como presidente pese a mantener un mandato muy débil sobre la nación. Supuestamente había derrotado a Morales y al mas por apenas 30 mil votos, lo que obligó a una decisión del Congreso donde, con la connivencia del revoltoso embajador de Washington, Manuel Rocha –quien amenazó con cortar toda ayuda estadunidense si Morales era designado–, Goni se coló a la presidencia con 18 por ciento del voto del Congreso.
Fue también Rocha quien maniobró para que Evo Morales fuera retirado del Congreso boliviano por conducir estridentes protestas contra los esfuerzos de la Drug Enforcement Administration (dea) y la aid por erradicar los cultivos de coca en la región del Chapare en la cuenca del Amazonas, donde Morales tiene gran base social entre las federaciones de agricultores. En respuesta, el líder cocalero acusó a Rocha de intentar asesinarlo y anunció que expulsaría a la dea del país y cerraría la embajada estadunidense cuando fuera presidente. En enero de 2003, las marchas de cocaleros condujeron a agudas batallas con la policía y los militares. El saldo fueron 11 campesinos asesinados y 40 heridos de bala. También cayeron siete miembros del equipo antidrogas patrocinado por la dea y 7 mil soldados asaltaron Chapare.
En febrero de 2003, Bolivia se desmadejó rápidamente. Una sangrienta revuelta de los militares y policías contra la revisión fiscal emprendida por Sánchez de Losada arrojó 33 muertos en la Plaza de Murillo y un agujero de bala en la silla presidencial de Goni– quien nervioso la mostró a los reporteros. Los presidentes en Bolivia son derrocados con mucha frecuencia y algunas veces los cuelgan de los ornamentados postes de luz en la plaza infestada de palomas.
Conforme el año se desgastó y el ritmo de las protestas se aceleró, Sánchez de Losada ordenó disparar a matar y el ejército cumplió el encargo de ser bala-suelta. En septiembre, en Warasata, las tropas abrieron fuego contra los manifestantes. Los mártires de octubre tenían ya tomados los gasoductos de El Alto.
El coraje de los alteños y su determinación por defender su territorio impulsaron la gran marcha hacia La Paz, hoy legendaria. Los restos de un puente peatonal destruido para evitar que los soldados lo usaran para dispararle a las multitudes en octubre, siguen tirados en la avenida. Juntos, los insurgentes lograron descarrilar nueve vagones de carga de diez toneladas y los apilaron en la autopista para bloquear el avance de las tropas.
El 16 de octubre, después de sepultar a sus muertos, los alteños bajaron a La Paz. Se dice que el padre Sorria dio la señal por una radio comunitaria pirata. Junto a los cocaleros de Morales, las fuerzas Pachakuti de Quispe y la Confederación de Obreros de Bolivia, la célebre cob de 52 años de antigüedad, alguna vez dirigida por el apóstol de los mineros, Juan Lechín, los aymaras de El Alto ocuparon la capital (los mineros de Huanunu enviaron 60 autobuses en apoyo).
Milagrosamente, pocos disparos se hicieron cuando la «Indiada Intifada» tomó la ciudad. En cambio, la sociedad civil salió a recibir a los marchistas –se declararon huelgas de hambre– y juntos ocuparon las plazas y los templos, pacíficos por ahora pero sin confiar en qué tanto podría durar el compromiso. Esa tarde, los generales, cansados de segar a sus compatriotas, llamaron de regreso a sus tropas. Goni empacaba ya rumbo a Miami, de cuyo lodo había emergido, siendo creación de la Otto Reich School, semillero del neoliberalismo gorila.
En lugar de Goni, se instaló en el cargo a Carlos Meza, un confuso periodista e historiador sin partido ni respaldo en el Congreso, para que preparara las futuras elecciones en las que Morales y el mas llevaban mucha delantera. Los mineros de Huanunu se despidieron de La Paz. «Si alguna vez quieren derrocar a un presidente, ai’ avisen nomás», le dijeron a los jóvenes guerreros alteños.
Traducción: RVH