Recomiendo:
0

El ejemplo boliviano y la politica

Fuentes: La Jornada

En Bolivia un amplio frente de organizaciones populares, con los partidos ad hoc creados por las mismas, se opone a otro frente de organizaciones empresariales y partidos políticos de centroderecha y derecha que cuenta con  el apoyo de la embajada de Estados Unidos. A pesar de las diferencias existentes entre los aymaras que siguen a […]

En Bolivia un amplio frente de organizaciones populares, con los partidos ad hoc creados por las mismas, se opone a otro frente de organizaciones empresariales y partidos políticos de centroderecha y derecha que cuenta con  el apoyo de la embajada de Estados Unidos.

A pesar de las diferencias existentes entre los aymaras que siguen a Felipe Quispe y los cocaleros y sectores populares que apoyan a Evo Morales, a pesar de los intereses a veces opuestos del partido-instrumento del primero (Pachakuti) y del partido-frente del segundo (el Movimiento al Socialismo, MAS), quechuas, aymaras, guaraníes de diversas etnias, obreros, mestizos de las clases medias pobres, la Junta Vecinal del Alto, la Central Obrera Boliviana, se han alineado firmemente para reclamar para Bolivia el disfrute del recurso petrolero y del gas, como antes lo hicieron con el agua, y para exigir una Asamblea Constituyente que decida cuál país quieren los bolivianos y comience a construirlo. Los movimientos sociales hacen política y legislan desde las calles, los barrios, los campos. Construyen su poder popular de base frente a la disolución del poder  central, del aparato político. Oponen la mayoría de la sociedad civil a la sociedad política, imponen su hegemonía cultural (nacionalista y social) sobre las de las clases dominantes. No rehúsan el campo de las instituciones: por el contrario, crean partidos para ocupar espacios electorales y participan incluso en un campo adverso -el del Parlamento- y esperan ganar con las movilizaciones, y además el voto, la Constituyente. De ese modo logran alianzas con sectores de la Iglesia católica y de las clases medias urbanas (estudiantes de La Paz, Cochabamba, Sucre y otras ciudades del altiplano). No son una multitud amorfa a la Negri sino una expresión clara de las clases explotadas y oprimidas. No rechazan el poder a la Holloway sino que lo construyen desde abajo, en la realidad y en sus cabezas, y esperan conquistar el gobierno, uniendo la lucha democrática por una Constituyente con la unión de todos los que quieren una Bolivia independiente. No siguen a un caudillo, supuesto salvador de los oprimidos, sino que construyen organizaciones, las experimentan en la autoorganización y la lucha, en la creación de espacios de autonomía local y de autogestión, en el Alto o en los campos y aglutinan a los diversos sectores del frente o bloque de oprimidos en torno a ideas y objetivos comunes. Los indígenas bolivianos, no separados por razones étnicas entre sí ni separados de los mestizos, sino unidos en un solo frente nacional, son el punto más alto de la lucha de los oprimidos de Latinoamérica y nos brindan una clara lección de teoría política y  un ejemplo luminoso. Ellos subordinan sus diferencias -que son grandes- y dejan de lado las críticas duras que intercambiaron sus principales dirigentes, para enfrentar lo esencial: la lucha por una Bolivia independiente, no sometida, no saqueada, justa, unida a los otros pueblos latinoamericanos por un pacto de iguales.

En México, en vez de buscar los defectos (que son enormes y numerosísimos) de los que aspiran a organizar detrás de sí a los sectores subalternos, transformándolos en meros electores, habría que imitar el ejemplo boliviano y, rechazando la politiquería y el caudillismo que contaminan la vida política nacional y dejan en estado de minoría de edad mental a los sectores populares, habría que hacer política a la boliviana. O sea, partiendo de las necesidades de los oprimidos y explotados para luchar por otro proyecto de país no subordinado al capital financiero internacional ni al lucro de las grandes empresas, y apoyando ese movimiento en la unión de los movimientos sociales en un gran frente social y político. Eso no excluye las críticas a los aliados en el mismo pero impone subordinarlas a la lucha común. No llamamos a la falta de memoria: «saber olvidar lo malo también es tener memoria» (sobre todo si el olvido no es permanente). Llamamos a sentir la situación de emergencia que vive el país, con la posibilidad de la entrega del petróleo y de la energía eléctrica y el agua (que en Bolivia han rechazado «a furor popular»), y con la sangría de millones de jóvenes, desde Chiapas hasta Sonora, con la emigración, que es una fuga de las soluciones nacionales por falta de esperanza. Llamamos a darles esa esperanza con algunas ideas-fuerza comunes a las direcciones obreras, campesinas, a los estudiantes y al «pueblo de izquierda» tan indefinido y difuso, tan heterogéneo, que el EZLN llama sociedad civil aunque sólo sea una parte de ella y se niega a reconocer cuando se organiza fuera de su influencia. Pero un programa, un proyecto de nación, no triunfa por sí solo: necesita brazos, organización, debe dar origen a un frente, amplio, plural, centrado en las reivindicaciones de los movimientos y en la seguridad de que la acción depurará a éstos de charros reciclados o de oportunistas, porque sólo en la acción común se forman políticamente los sectores subalternos, se construyen los sujetos del cambio. El llamado apoliticismo equivale a mantener la situación actual y a sostener a los enemigos de los explotados. Es pasividad, miedo al pronunciamiento, falta de claridad política. Ahí están los bolivianos para enseñar el camino a los indígenas de todo nuestro continente y no sólo a ellos.

[email protected]