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El enemigo número uno de México

Fuentes: Rebelión

No hay lugar al error. El ahora por segunda vez presidente de los Estados Unidos, Donald J. Trump, no es un mero desquiciado que da rienda suelta a sus caprichos y excentricidades políticas. Por encima de su ríspida y abominable personalidad, es, y ha sido siempre, un empresario que, como tal, viene a personificar tendencias ideológicas y políticas que han arraigado en un amplio sector de la sociedad estadounidense. Y ese es el peligro.

Varios elementos, incluso contradictorios, se entrelazan en esa ideología: el clasismo, el racismo, la xenofobia, el nacionalismo exacerbado y agresivo, la nostalgia por un tiempo imaginario en el que los Estados Unidos emergieron como potencia, en consecuencia, un reanimado expansionismo y neocolonialismo que nos remite más al siglo XIX o a los inicios del XX que al XXI, homofobia y supremacismo WASP (white, anglo-saxon, protestant), entre otros.

La idea central (al menos en el plano propagandístico) de Trump, que ya había penetrado en un cuantioso sector de la sociedad estadounidense desde su campaña de 2016, pero más aún en esta de 2024, se plasma en la consigna Make America great again (MEGA: Hacer a los Estados Unidos grandes otra vez). En ella está la actitud defensiva frente al declive de la potencia norteamericana en la escena planetaria y el mundo multipolar. Una decadencia lenta pero muy perceptible. Las previsiones señalan que dentro de pocos años China será la primera potencia mundial en el orden económico, tecnológico y quizás en el militar. Aparece a su lado el grupo BRICS, en crecimiento, que se propone eliminar al dólar como moneda dominante en el comercio y las finanzas internacionales. La balanza comercial de los Estados Unidos es deficitaria con las principales naciones en sus relaciones de intercambio: México, China y Canadá. A pesar de la supuesta tendencia a la relocalización de empresas, en China se asentaron en 2024 59 mil nuevas empresas como inversión extranjera directa (IED), lo que implicó un incremento interanual de 9.9% (https://www.jornada.com.mx/noticia/2025/01/18/economia/china-arribaron-59-mil-empresas-de-inversion-extranjera-en-2024-1306).

El ideario político y social del trumpismo se nutre centralmente del neoconservadurismo que brotó en la segunda mitad de los años setenta como respuesta a la revolución cultural y el giro izquierdizante del Partido Demócrata post 1968, contra la guerra de Vietnam, en las luchas por los derechos civiles de las minorías y la revolución sexual. La “revolución conservadora” fue encabezada por ideólogos y políticos como Raymond Aaron, Patrick Moynihan, Daniel Bell, Newt Gringrich, Milton Friedman y otros, que alcanzaron el poder político con la llegada de Ronald Reagan a la presidencia de los Estados Unidos y la asunción de Margaret Thatcher como primera ministra en la Gran Bretaña. Postulaban la baja de impuestos, la desregulación de los mercados y la contracción del Estado sólo a sus funciones mínimas de seguridad nacional y seguridad pública, en detrimento de funciones sociales como la educación, salud y asistencia a los pobres.

La diferencia de Trump y quienes lo rodean con sus antecesores de los años ochenta y noventa está en que éstos eran liberales en materia de comercio. Trump ha incorporado el proteccionismo, como una expresión de nacionalismo extremo. Pero se apoya, como aquéllos, en los sectores religiosos tradicionales y el conservadurismo ancestral de la sociedad estadounidense. Ahora, ha integrado también a los sectores medios con aspiraciones y a los grupos que se sienten amenazados o han sido afectados por la apertura comercial a las manufacturas asiáticas, muchas de ellas entrando a través de México por el antes TLCAN y luego T-MEC, incluido el proletariado de las industrias antiguas situadas en el norte del país. Agrega a esto su aversión xenofóbica a los inmigrantes, en los que ve también una amenaza contra el empleo de los blancos porque aceptan salarios más bajos y están cambiando el perfil demográfico del país.

Ahora este Trump 2.0 o “recargado”, como se lo maneja en la prensa, propone un aislacionismo virtual y un discurso imperialista que reedita la política estadounidense del siglo XIX y los inicios del XX. En su discurso de toma de posesión hizo referencia a la Ley de Enemigos Extranjeros de 1798, al Destino Manifiesto y a los ex presidentes McKinley y Theodore Roosevelt, proteccionistas que desde la guerra con la decadente España expandieron sus dominios territoriales en Puerto Rico, las Filipinas y Cuba. Se trata de un retroceso ideológico de al menos 150 años, pero con el poderío tecnológico y militar superiores que aún conservan los Estados Unidos en la actualidad. Sobre esa base se propone conquistar Groenlandia, recuperar para EUA el Canal de Panamá y hasta anexar a Canadá como un nuevo Estado de la Unión Americana. Metas que ni el imperialismo más extremo hasta hace poco se había planteado, quizás en la práctica irrealizables por razones que no cabe tratar aquí.

Trump, un gran magnate de los bienes raíces, aunque algunos fracasos haya tenido en ese campo, no llega solo. Ha integrado, desde su campaña, y más al triunfar en las elecciones de noviembre, a varios de los hombres más ricos de los Estados Unidos y del mundo. Destaca ahí Elon Musk, máximo representante de la oligarquía tecnológica, como asesor cercano y promotor del ahora presidente, y nuevo funcionario a cargo del Departamento de Eficiencia Gubernamental, también de nueva creación. Entre otras tareas, buscará modernizar los instrumentos de gestión para la recaudación de los aranceles que el presidente se propone cobrar, y aplicar una “austeridad franciscana” para recortar el gasto y disminuir el enorme déficit fiscal heredado. Con Trump llega a la Casa Blanca la oligarquía petrolera que echa por tierra los proyectos de economía verde y fuentes limpias de energía, busca elevar sustancialmente la producción de crudo y sus derivados y se propone revitalizar la industria doméstica de automotores de gasolina, hoy amenazada por las unidades de origen asiático.

La integración de estos personajes, al mismo tiempo grandes empresarios y funcionarios de Estado, plantea de nuevo el antiguo debate entre los marxistas sobre el Estado: ¿tiende la clase capitalista a ocupar directamente la conducción de las instituciones estatales o a delegar esa función en profesionales de la administración pública, una burocracia estatal como la que planteaba Max Weber?

El gobierno Trump es consciente del deterioro y decadencia de su país en el contexto mundial y busca revertirlo en poco tiempo con medidas radicales que anidan en el imaginario colectivo de una gran parte de la sociedad estadounidense: recuperar su papel no sólo hegemónico sino dominante en el contexto mundial. Habla, así, de manera populista, de una «revolución del sentido común» y de una nueva «edad de oro» del poderío norteamericano.

Por lo que toca a México, Trump ha abierto sus cartas desde hace tiempo. Los puntos de presión sobre el también recientemente instalado gobierno de Claudia Sheinbaum son conocidos: la amenaza de imponer aranceles al margen del T-MEC y ahora la exigencia de revisar éste antes de 2026; la ya ejecutada declaración de los cárteles de las drogas como bandas terroristas, lo que abre la puerta a una mayor injerencia, incluso territorial, sobre nuestro país; el cierre de la frontera con México para prevenir la inmigración ilegal y combatir el tráfico de estupefacientes, especialmente el fentanilo; convertir a México nuevamente —como, de hecho, lo hizo en junio de 2019— en tercer país seguro para retener aquí los migrantes provenientes de otros países y expulsar a los que ya se encuentran en territorio estadounidense; reanudar la construcción del muro fronterizo suspendida por el gobierno de Joe Biden; expulsar, en fin, a cientos de miles de trabajadores mexicanos (que, según estimaciones, podrían llegar a cinco millones) que se encuentran sin documentos migratorios en los Estados Unidos.

El nuevo presidente yanqui se presenta, así, como la mayor amenaza y el mayor enemigo de México en este momento. Su argumento esencial se llama fuerza. Puede así pasar por encima de leyes y tratados (como el T-MEC y las convenciones de derechos humanos), intervenir en otros territorios, violar derechos de trabajadores inmigrantes y amenazar a otros países a conveniencia de la oligarquía financiera que ha tomado directamente el poder político-militar de la aún mayor potencia mundial. La guerra arancelaria EUA-México, de desatarse, mataría en la cuna el llamado Plan México que intenta atraer inversiones industriales y de servicios aprovechando la ventaja comparativa que da a nuestro país el T-MEC, y podrían incluso emigrar las empresas del sector de automotores ya establecidas en nuestro territorio.

Y Trump encuentra a nuestro país en condiciones de gran vulnerabilidad. Con un déficit fiscal histórico de 5.9% del PIB heredado del gobierno de López Obrador y que a Claudia Sheinbaum le urge disminuir (es decir, sin margen para ampliar el gasto social en favor de los deportados masivamente); con una deuda pública en nivel también récord, de 16 billones de pesos; con un pobre crecimiento económico previsto en 1.2% por la CEPAL para 2025, el más bajo del continente americano; con casi el 80% de nuestro comercio exterior dependiente de los Estados Unidos; con la pretendida relocalización industrial y de servicios en vilo, por las dudas que la reforma judicial y la desaparición de organismos autónomos despierta sobre la seguridad jurídica en el país, y por los problemas mismos de seguridad pública; con la creciente dependencia de la balanza de pagos mexicana de las remesas provenientes del norte; con reducciones presupuestales al servicio consular, que tendría en sus manos la responsabilidad de defender a los mexicanos amenazados de expulsión; y sin haber concluido el relevo en el Instituto Nacional de Migración, aún a cargo del funesto Francisco Garduño y también con insuficiente presupuesto, México será, de nuevo, el tercer país seguro que Trump necesita para complacer a sus votantes antiinmigratorios.

Por lo demás, ya en 2019 Trump sometió al gobierno mexicano obligándolo, con la amenaza de elevar aranceles, que ahora repite, a recibir a los indocumentados de todas las nacionalidades expulsados por los Estados Unidos y a cerrar con el ejército y la Guardia nacional las fronteras norte y sur, dando un giro radical a la política migratoria que inicialmente López Obrador se había planteado. Tiempo después, Trump se burlaría de ese episodio trágico para miríadas de trabajadores migrantes y sus familias y para el país, relatando cómo doblegó al entonces canciller Marcelo Ebrard. “Nunca he visto a nadie doblarse así”, dijo en un mitin con sus simpatizantes en Ohio en 2022.

Durante décadas, México ha fincado sus relaciones exteriores casi exclusivamente mirando al Norte. El TLCAN y el T-MEC son la expresión de esa política preferencial u obligada, pero también lo es la cooperación militar de los últimos gobiernos, incluidos los de Andrés Manuel López Obrador y Claudia Sheinbaum Pardo. Lo corroboran otras formas de dependencia: financiera, tecnológica, monetaria (por la creciente entrada de remesas que contribuyen a las reservas nacionales y a la estabilidad del peso).

Ahora, el Norte amenaza con volverse contra México, y nuestros vínculos con el Sur y los otros bloques internacionales son demasiado débiles para encontrar en ellos un respaldo suficiente para resistir. La soledad del país en el nuevo contexto geopolítico que se anuncia amenazante parece ser el destino para la Era Trump 2.0 que se inaugura.

Es cierto que la agresiva política del trumpismo en los diversos órdenes enfrenta muchos inconvenientes para su propio país, como la presión sobre el nivel de los salarios por escasez de mano de obra en algunos sectores, y encontrarán formas de resistencia —ya las está encontrando— tanto en el interior como en el exterior. Aun así, se constituye como una amenaza que tiende a establecerse ahora para un largo plazo para México, una nación en la que el crecimiento se ha edificado sobre una dependencia negociada cuyas reglas ahora han cambiado.

Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH

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