Las palabras fallan cuando se trata de nombrar lo que trae consigo la identificación de los restos de una persona desaparecida gracias al amoroso y persistente trabajo del Equipo Argentino de Antropología Forense. Una dislocación del tiempo, la oportunidad de de dejar descansar, aunque sea fugazmente, al deber.
La primera voz que escuché, nítida, entre el sonido de cosas que se arrastraban, maderas quebradas, pasos que registré como estampida, fue la de Gladys Porcel. Repetía su apellido, juraba que era ese, tenía algo de súplica. Enseguida la mano de Susy sobre mi hombro para que no me levante de la cama: “Quedate tranquila, no grites, acordate que la Gorda se llama Porcel…” También me dijo que mamá estaba bien pero que a su compañero lo habían herido. Era de madrugada, el calendario había cambiado de la noche del 28 de octubre de 1976, cuando empezó todo, al 29, el cumpleaños de 5 de mi hermano Andrés. El sobresalto que detuvo la mano de la adolescente que quedaba a cargo de los muchos niños que habitábamos la casa de Moreno no lo había causado ninguno de los otros ruidos sino un acento cordobés. Y yo creí que se trataba de Fernando, Gladys me había contagiado su ansiedad. Bah, la Gorda. En casa le decíamos así. Estaba embarazada, vivía tocándose la panza grande y redonda, aunque sus gestos de ternura estaban cargados de ese humor medio punzante, provocador. “Ahí está la Martita otra vez hablando sola”, me cargaba porque yo rezaba cuando íbamos todos en el auto y se veía adelante alguna pinza de milicos que pedían documentos. No había dios como ella decía, pero no fue en el auto que la vida se interrumpió.
A Gladys la van a enterrar el sábado, por tercera vez. La primera fue en 1977, después de haber pasado un mes en la morgue del hospital Ramón Carrillo, después de que la balearan junto a otros y otras desparecidos en una esquina de Ciudadela, entre ellos mi madre. La segunda después de una exhumación desprolija cuando se abrieron las fosas de NN del cementerio de San Martín sin que pudieran identificar a nadie, cerca de 1984, y las volvieran a cerrar con los restos mezclados. En cada fosa una bolsa con los mismos esqueletos desarticulados que había tocado la luz, fugazmente. “Gladys vuelve a Salta”, dicen ahora sus hijos mayores, Tupac y Fidel, en la invitación a este nuevo entierro, definitivo. Cuando aparezca ese hijo o hija que parió en cautiverio tendrá una lápida donde anclar su historia.
Esa palabra, “anclar”, la leí en el libro todavía no publicado de Mariana Tello Weiss, “Sin descanso… Cómo vivir con espectros, fantasmas y almas en pena en la postdictadura argentina”. A ella se la mencionó Daniel Tarnospolsky, cuya familia diezmada tiene una piedra en un cementerio judío que no guarda ningún cuerpo. Fue una vidente la que le dio la idea de poner un punto de encuentro para esas almas dispersas: sus hermanos, su madre, su padre, una cuñada. Ninguna palabra nombra, es la experiencia la que se impone para decir “alma” o “vidente”. También “presencia” o hálito como esa respiración imposible que siento a mi espalda esta semana en que me preparo para viajar a esta despedida, ese regreso “al regazo de su provincia natal”, como dicen sus hijos para la madre ausente.
Tengo otra imagen de Gladys muy vívida, sentada junto al winco donde giraba un disco de Julio Iglesias y ella cantaba encima con la tapa del vinilo con las letras como ayuda memoria. Kela, Ana María Matas, era nuestra profesora de música. A todas las mujeres de la casa nos hacía templar la garganta; yo nunca aprendí a tocar en la guitarra Eulogia Tapia. Mala mía, la desilusioné a ella y a mamá. Ojalá hubiera encontrado alguna vez algún familiar de Kela, guardo su recuerdo como un recado precioso pendiente de entregar. Una de las tantas veces que fuimos a Comodoro Py por el juicio de lesa humanidad que tenía entre las víctimas a mi mamá, a Gladys y al Negro Juan Carlos Arroyo, su hija Sofía y yo lloramos todo el trayecto de ascensor entre el tercero y el décimo piso porque habíamos entendido mal que a Kela la habían identificado y nadie nos había invitado al entierro. Cuando llegamos al bar donde había otras sobrevivientes que nos aclararon la confusión gritamos. “¡Devuélvannos nuestras lágrimas!”. Ese pacto de sangre entre quienes compartimos la sangre derramada tiene el tiempo loco de la desaparición: un tiempo que pasa como si se alejara y se hace presente de inmediato cuando es necesario. ¿Se ancla?
Este entierro es ese tiempo dislocado sobre este territorio donde ser y no ser, donde estar muerto y no tener cuerpo donde estar son lengua común. Una piba de 24, esa era la Gorda, la madre que ya no tiene regazo pero vuelve al de su tierra. Y ahí estaremos nosotres, con todo el tiempo que llevamos vivido para ser hijxs otra vez.
Hace unos años, para su estreno, fuimos con mi hijo menor y su papá a ver la película Coco, esa que recrea con colores mexicanos el país de los muertos donde se sigue viviendo si alguien entre quienes viven recuerda. Cuando terminó, los tres nos abrazamos y lloramos con todo el cuerpo entre pochoclos y gaseosas derramadas que nos pegaban los pies al piso. No podíamos salir del cine. Alejandro, el papá, había enterrado hacía poco a su madre después de una larga enfermedad. Poco antes le había tomado una foto mientras le cambiaban los pañales, una enorme bebé que iba a nacer a la muerte. En la última escena de Coco una mujer centenaria, la cara como un papiro aunque fuera un esqueleto en el país de los muertos, toma la mano de su padre, otro esqueleto pero joven, al que ella buscó toda su vida, el mismo que no podía buscarla porque estaba del lado de los fantasmas. Felices los dos sin distancia porque la memoria de un nieto les daba otra chance de vida juntes. Hay en la doble experiencia del duelo y la memoria, de dejar descansar y a la vez clamar porque no se borre lo poco que nos queda que suspende el tiempo, como línea y como pérdida. Puedo ser esa niña que invoca, que toma la mano de la madre (las madres) joven/es para que descansemos todes. Eso traen los restos, una paz, aunque sea momentánea, para esa catástrofe de sentido -como la nombra Mariana en su libro- que es la desaparición. Son tan poquitos los restos que conjuraron la desaparición que estas lágrimas bien vertidas valen también como lazo, como ancla en este territorio y en el que desconocemos, entre nosotres, los vivos, y todos los que nos faltan.
No sé por qué insistía ella en que yo recordara su apellido, pero acá estás Gladys Porcel ¡Presente!
Fuente: https://www.pagina12.com.ar/542023-el-entierro-de-gladys-porcel-46-anos-despues