No hubo grandes festejos ni concentraciones multitudinarias después del 1º de julio de 2012 en México. El candidato ganador celebró en lo oscurito, a puertas cerradas, con la plana mayor del PRI y con la mediocracia cómplice, mientras que millones de personas se preguntaban cómo pudo ser que, después de doce años de vivir-dormir el […]
No hubo grandes festejos ni concentraciones multitudinarias después del 1º de julio de 2012 en México. El candidato ganador celebró en lo oscurito, a puertas cerradas, con la plana mayor del PRI y con la mediocracia cómplice, mientras que millones de personas se preguntaban cómo pudo ser que, después de doce años de vivir-dormir el sueño de la transición democrática despertaran para darse cuenta que el dinosaurio seguía allí, que nunca se había ido.
Las explicaciones de los actores políticos y sus intelectuales variaron según sus diferentes perspectivas: que el PRI ha cambiado; que la violencia social incubó un voto conservador, temeroso del cambio: más vale malo por conocido…; que la pobreza y la marginación obligaron a muchos a vender su voto; que los grandes poderes fácticos del país y el extranjero utilizaron toda su fuerza para manipular la elección.
Pero la pregunta subsiste: ¿por qué la mayoría de los votantes, haiga sido como haiga sido, le dieron el triunfo al PRI? La respuesta fácil sería simplemente apegarse, como muchos lo hicieron en las redes sociales, a la misantropía vulgar para, una vez más, recordar la frasecita clasista que dice: los pueblos tiene los gobiernos que se merecen. Pero ya sabemos que detrás de la frase habita el prejuicio que sostiene que una población inculta, cliente habitual de la barbarie, no puede decidir sobre su destino ni mucho menos respetar sus decisiones. En un mundo posliberal, resulta difícil mantener tal prejuicio de cara a las excrecencias de la modernidad, a saber: aniquilamiento progresivo de la naturaleza, incluyendo a los humanos; crecimiento exponencial de la brecha entre pobres y ricos; individualismo feroz, expresado en un hedonismo consumista inimaginable hace apenas un siglo; esclavismo de hecho y ‘empleos’ miserables. Gracias a la decadencia liberal tenemos la posibilidad de impugnar el historicismo, esa idea que considera a las acciones humanas como prefiguradas por un poder superior y que se utiliza aun hoy para calificar a las diferentes culturas del planeta según su cercanía a los designios divinos. Descartada la opción masoquista -sobre todo porque la decadencia del liberalismo y su orden político y económico es innegable, lo que nos obliga a abjurar de ideas como el progreso y su correlato contemporáneo, el desarrollo, así como la dicotomía civilización y barbarie- no nos queda más remedio que sugerir la posibilidad de que, detrás de todo esto, está simple y sencillamente… el síndrome de Estocolmo.
Mi deformación profesional me impediría salir con estas ocurrencias pero entre más le doy vueltas al asunto no encuentro otra versión que, sin aspirar a explicar la totalidad del fenómeno, pudiera simplemente motivarnos a reflexionar sobre nuestras patologías sociales, nuestros miedos enraizados en el pasado lejano y no tanto. Porque el PRI no es un partido político, como bien lo dijo un integrante del #132, sino toda una forma de ver el mundo, toda una manera de convertir a la política en un fetiche y con ella a toda la vida social. Las frases tipo «El que no transa no avanza» o «Vivir fuera del presupuesto es vivir en el error» expresan fielmente semejante ethos posrevolucionario.
Pues bien, y a pesar de mi deformación universitaria, voy a tratar de exponer las razones por las cuales creo que podría utilizarse al síndrome de Estocolmo como una propuesta de explicación, no sólo para explicar los votos logrados por el PRI sino también para comprender la complacencia, o si se quiere pasividad frente a los resultados electorales, de gran parte de la población que no votó por el partidazo o simplemente no acudió a las urnas a comulgar con la ‘democracia’. Probablemente la excepción notable del movimiento estudiantil se deba a su juventud, lo que ha impedido parcialmente que el ethos posrevolucionario sea asumido plenamente por la chaviza, lo que los inmuniza relativamente de padecer el síndrome en cuestión.
El síndrome de Estocolmo tomó su nombre del asalto a un banco en el país escandinavo en 1973 y en el que los asaltantes mantuvieron secuestradas a varias personas casi una semana. La negativa de uno de los rehenes a ser liberado de sus captores y, posteriormente en el juicio, a declarar contra ellos le dio la vuelta al mundo y prefiguró lo que después ha sido definido como un trastorno emocional «… que se caracteriza por la justificación moral y el sentimiento de gratitud de un sujeto hacia otro de quien forzosa o patológicamente dependen sus posibilidades reales o imaginarias de supervivencia.» Al perder el control sobre su existencia, el rehén se ve forzado a procurar equilibrar emocionalmente la situación buscando explicaciones que le den sentido a la situación en que se encuentra, lo que puede obligarlo a coincidir con los motivos de su secuestrador. El caso más sonado es el de Patricia Hearst, hija del millonario estadounidense William Hearst, que después de ser liberada por sus secuestradores se unió a ellos y participó en varias asaltos en 1974.
El someterse al deseo del Otro como una manera de sobrevivir se aprende en la infancia y reaparece en la edad adulta cuando se enfrentan situaciones extremas en las que el individuo se encuentra en una coyuntura, real o imaginada, que lo despoja de la capacidad de controlar sus acciones y sobre todo sus pensamientos. Un elemento central del síndrome es que una vez liberadas, las víctimas no se consideran como tales y tienden a simular el olvido de las características de sus secuestradores, facilitando así que el criminal evite pagar por el delito que cometió. «Este encubrimiento no obedece al temor por las posteriores represalias del delincuente, si no a algo mucho más profundo y que roza la esfera afectiva: una fase melancólica donde uno recuerda a aquel amigo que nos salvó la vida y a quien agradeceremos retribuyendo con el silencio.» Incluso en el caso de que el victimario abandone a la víctima, esta se mantendrá atada al recuerdo y echará de menos su dependencia patológica, la cual podría mantener encontrando a otro sujeto que cumpla con el perfil de victimario.
Seguramente al leer lo anterior resultaría casi imposible no pensar en lo que pasó durante las campañas y en el proceso electoral del 2012. Pero vamos por partes, como dijo Jack el Destripador ¿o fue el pozolero de los Zetas? En primer lugar está la figura del secuestro, que sería el acto sobre el que descansa el síndrome. A estas alturas de la historia de México sería difícil negar que el régimen posrevolucionario secuestró a la sociedad mexicana, encerrándola en el pacto corporativo que dio origen al partido del estado, con el argumento de que sólo conculcando libertades sería posible colocar a México entre las naciones civilizadas y por tanto, merecedora de un lugar en el mundo. En otras palabras, como le diría el padre a su hijo: te va a doler pero es por tu propio bien. Dado que el secuestrado era concebido como un niño de teta o un indio bárbaro (elija la que se ajuste a sus posibilidades), por mucho tiempo el secuestro funcionó y determinó el ethos nacional. Pero con el paso de los años el artificio se debilitó y poco a poco fue evidente que el secuestrado no podría seguir ampliando el cupo para los recién llegados a la república. Esta situación provocó finalmente la liberación gradual -entre calculada por los victimarios y procurada por las víctimas- que a partir de 1968 y hasta los años noventa desembocó en la llamada ‘transición a la democracia’. En el año 2000, con el triunfo de la oposición de la derecha y su candidato-gerente la liberación fue completa, según los transitólogos, y finalmente arribamos al puerto de la democracia liberal de la libertad of course. Nadie pudo imaginar entonces lo que se venía, borrachos de auto complacencia y júbilo. Sólo algunos, como el EZLN y el sup Marcos, denunciaron el engaño pero nadie escuchaba más que las matracas y los gritos amplificados por la mediocracia y los intelectuales del poder.
Los años siguientes demostraron que los victimarios seguían libres y que, poco a poco, recuperaban posiciones sin que nadie los denunciara o señalara con la intención de desenmascarar sus falsas promesas de respeto a la legalidad. Ni buena parte de la sociedad ni mucho menos los partidos políticos, que ahora departían amablemente en el Congreso de la Unión y en los gobiernos estatales para repartirse el botín, otrora privilegio del partidazo. Y cuando algún actor político denunciaba al PRI por seguir libre para hacer y deshacer todo el mundo volteaba para otro lado y simulaba no recordar el secuestro de que fue objeto por décadas. Más aún, el propio PRI se pronunciaba por el respeto a las nuevas reglas, insistiendo en que el ser oposición lo obligaba a cambiar para convertirse en un nuevo partido. Al mejor estilo del marido golpeador, se empeñaba en persuadirnos de que había cambiado.
Durante esa docena trágica el país empeoró sensiblemente en prácticamente todo los rubros de la vida nacional: la economía empeoró y se ató aun más a la economía estadounidense; el cinismo de los políticos y sus organizaciones creció exponencialmente y los escándalos de corrupción e impunidad fueron pan de todos los días; pero sobre todo, empezaron a agudizarse los problemas entre el estado mexicano y los cárteles del narcotráfico. Se dispararon los secuestros, los robos de autos, las extorsiones, la corrupción en las instituciones del estado. En suma, la violencia social se incrementó hasta que el país se convirtió en zona de guerra, de esas que llaman eufemísticamente guerras de baja intensidad y que Naomi Klein llamó con acierto La Doctrina del Shock. Y es en ese contexto en el que los habitantes del país empiezan a añorar los viejos tiempos, a reconocer las virtudes del PRI a pesar de su costo. Por todos lados surgieron personas y organizaciones declarando que había que sacrificar ciertas libertades civiles para contener al narcotráfico y mantener la seguridad por encima de todo lo demás. En tales actitudes afloraba la añoranza del secuestrador, el mecanismo psicológico por el cual se fue materializando su regreso a petición de las víctimas.
Fue así como se consumó un regreso que en realidad no lo fue, pues en la psique de los mexicanos las huellas del abuso posrevolucionario no desaparecieron nunca, permanecieron latentes hasta que la pérdida de control de la vida cotidiana como consecuencia de la crisis financiera internacional, los treinta años de neoliberalismo devastador y el incremento de la violencia criminal lo revivió, generando el deseo de someterse al Otro-PRI, ese Otro-PRI que siempre estuvo allí, impune y entero, esperando que las circunstancias lo regresaran a Los Pinos.
Por eso no hubo celebraciones masivas y fiestas populares como las que se vieron en el 2000, cuando la gente salió a la calle para manifestar su júbilo, liberados aparentemente de sus secuestradores. El sueño democrático inaugurado en el amanecer de este siglo se ha convertido en un amargo despertar. Nunca fuimos liberados, seguimos al lado de nuestros secuestradores sin comprender bien por qué. Y eso no se puede celebrar.
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