Introducción En este escrito -que pretende construirse desde la perspectiva de una izquierda anticapitalista- se busca caracterizar a la nueva realidad política mexicana que emergió del reciente proceso electoral y sus resultados, es decir: del triunfo de MORENA y la llegada de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) a la presidencia, acontecimiento que colapsó al hasta […]
Introducción
En este escrito -que pretende construirse desde la perspectiva de una izquierda anticapitalista- se busca caracterizar a la nueva realidad política mexicana que emergió del reciente proceso electoral y sus resultados, es decir: del triunfo de MORENA y la llegada de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) a la presidencia, acontecimiento que colapsó al hasta entonces vigente régimen político y su sistema de partidos. Sobre las ruinas de ese régimen colapsado se está levantando otro que es necesario entender para hacer política en esta nueva etapa histórica del país.
Se intenta hacer esta caracterización del régimen político emergente y del nuevo gobierno situándolos históricamente para vislumbrar las perspectivas y tareas de una izquierda anticapitalista en México y, asimismo, para que ésta no sea arrastrada por el tsunami lopezobradorista actual hasta perder su identidad y proyecto, como sucedió con la oleada cardenista de los 80 que dio origen al PRD que hoy cierra, al fondo y a la derecha, de manera definitiva su ciclo de existencia.
Del régimen bonapartista sui generis al régimen oligárquico (neo) liberal
Revolución interrumpida y régimen bonapartista sui generis
Partamos del origen de todo proceso político del México moderno: la Revolución mexicana y el régimen político posrevolucionario. De acuerdo a Adolfo Gilly, en su libro La revolución interrumpida, se pueden distinguir tres concepciones sobre la Revolución mexicana, a saber: a) era una revolución burguesa que se fue desarrollando con los gobiernos de la revolución; b) fue una revolución democrática burguesa que concluyó, pese a sus logros parciales; c) forma parte de un proceso revolucionario mundial, de modo que puede entenderse como una revolución interrumpida que aúna una revolución agraria y antiimperialista, impulsada por las masas campesinas y pequeñoburguesas, con una dinámica anticapitalista, a pesar de la dirección burguesa y pequeñoburguesa dominante.
«En ausencia de dirección proletaria y programa obrero -dice Gilly-, debió interrumpirse dos veces: en 1919-1920 primero, en1940 después, sin poder avanzar hacia sus conclusiones socialistas.»
Si concebimos, como lo hace Adolfo Gilly (inspirándose en Trotsky), que la Revolución mexicana que quiebra al régimen porfirista en 1910 es una revolución permanente interrumpida, en la que una revolución democrática burguesa retardada se empalmó con el inicio de una revolución proletaria que no encontró al sujeto revolucionario que la empujara hacia el socialismo, podemos develar el enigma del régimen político posrevolucionario. Aunque éste es, sin duda, parte de un Estado burgués que consagra la propiedad privada y legitima la explotación capitalista, garantizando la reproducción de la totalidad de las relaciones capitalistas, su forma política específica, según el propio Trotsky, es la de un régimen bonapartista sui generis, es decir, la de gobiernos como el cardenista que pretenden elevarse por encima de las clases sociales, concediendo reformas sociales a las clases dominadas (obreros y campesinos) para ganar legitimidad y cierta libertad en relación al imperialismo. Así escribe Trotsky en un artículo, refiriéndose explícitamente al gobierno de Cárdenas:
«En los países industrialmente atrasados el capital extranjero juega un rol decisivo. De ahí la relativa debilidad de la burguesía nacional en relación al proletariado nacional. Esto crea condiciones especiales de poder estatal. El gobierno oscila entre el capital extranjero y el nacional, entre la relativamente débil burguesía nacional y el relativamente poderoso proletariado. Esto le da al gobierno un carácter bonapartista sui generis, de índole particular. Se eleva, por así decirlo, por encima de las clases. En realidad, puede gobernar o bien convirtiéndose en instrumento del capital extranjero y sometiendo al proletariado con las cadenas de una dictadura policial, o maniobrando con el proletariado, llegando incluso a hacerle concesiones, ganando de este modo la posibilidad de disponer de cierta libertad en relación a los capitalistas extranjeros. La actual política [del gobierno mexicano] se ubica en la segunda alternativa.»
Mientras los comunistas mexicanos, subordinados al estalinismo, entendían a la Revolución mexicana como una revolución burguesa en proceso a la que se debía apoyar, comprenderla como una revolución interrumpida permitía romper con la concepción etapista de la revolución que por años subordinó a los comunistas (estalinistas) mexicanos al régimen político mexicano (al PRM y luego al PRI).
De acuerdo a la concepción de los comunistas mexicanos, el régimen político que se levantó al término de la Revolución mexicana era un régimen nacionalista revolucionario al que se debía respaldar porque impulsaría al capitalismo y una «democracia burguesa». Es por eso que caracterizar al régimen político posrevolucionario como bonapartista sui generis permitió entender su papel en el desarrollo del capitalismo mexicano y su reformismo social, pero también permitió cuestionar su autoritarismo, su caudillismo presidencialista y su política corporativa que subordinó a las organizaciones de las clases explotadas al integrarlas a su estructura a través de un partido único, lo que llamamos PRI-gobierno. Desde la perspectiva de la revolución interrumpida y del bonapartismo sui generis, la izquierda revolucionaria no debía de subordinarse al régimen posrevolucionario sino que debía de luchar contra él, reivindicando la democracia y la independencia de la clase trabajadora para reiniciar la revolución permanente y socialista.
De manera similar un pensador crítico de la política mexicana como Arnaldo Córdova caracterizó al régimen político posrevolucionario, pero recurriendo al concepto de «populismo».
La Revolución Mexicana, según la interpretación de Arnaldo Córdova, fue una «revolución política» (que rompió con la dictadura porfirista pero no con el capitalismo) y populista, pues al mismo tiempo que frenó a una auténtica «revolución social» manipuló a las masas mediante «la satisfacción de demandas inmediatas»: la reforma agraria y la legislación laboral. Para afirmar un Estado populista, que impulsaba reformas sociales mientras desarrollaba formas de control corporativo sobre las organizaciones populares de masas, era necesario «institucionalizar» y estabilizar el poder: pasar, como decía Calles, de un «régimen de caudillos a un régimen institucional». En ese sentido los grupos revolucionarios formaron al PNR en 1929 -que luego se transformó con Cárdenas en PRM en 1938 y con Miguel Alemán en PRI en 1946-, integraron a las organizaciones obreras, campesinas y populares a la estructura del Partido (corporativismo) y levantaron un régimen presidencialista.
Para evitar los enfrentamientos de los caudillos revolucionarios en la disputa del Poder no sólo se creó al partido oficial y se subordinó a las organizaciones de masas a él, también se dejó en el pasado la política caudillista: se transformó el carisma caudillista al institucionalizar el poder como «presidencialismo constitucional.» Es justamente esta institución, el Estado de Ejecutivo fuerte o Presidencialismo, la que impidió que el sistema político mexicano fuera caracterizado simplemente como «democracia» o como «dictadura» y la que reveló, además -señalaba Córdova- su «secreto profundo».
Este régimen político mexicano posrevolucionario, bonapartista o populista, fue deteriorándose en cada sexenio hasta que, con la imposición de las políticas neoliberales a principios de los ochenta, fue sustancialmente modificado para volverse un régimen político oligárquico (neo) liberal.
Revolución pasiva neoliberal
Según algunos analistas, el neoliberalismo se impuso en México con una «revolución pasiva» (en el sentido de Gramsci). Cabe aclarar que el concepto de «revolución pasiva» fue elaborado por el marxista italiano para pensar las transformaciones desde arriba, que no modifican las formas de explotación sino que las modernizan; en ese sentido, toda «revolución pasiva» es una «revolución-restauración»: lleva a cabo cambios importantes, pero sin que las clases dirigentes del bloque histórico dirigente cedan ni un ápice de su poder económico o político a las clases trabajadoras. De hecho, lo que se busca es evitar la participación de las masas en esos cambios, por lo que tratan de neutralizarlas y, de ser posible, ganárselas. Para entender los cambios del sistema político en esos años y sus perspectivas, resultó útil retomar este concepto.
Por ejemplo, Carlos Javier Maya utilizó el concepto de «revolución pasiva» para comprender los cambios globales que propició el neoliberalismo. Para este autor, la «revolución pasiva» pensada por Gramsci refiere «un proceso de transformación gestionado desde lo alto, como respuesta capitalista a los problemas planteados por la crisis de hegemonía.»
En realidad, aclara, no es un cambio sistémico que «hace época» pues sólo moderniza las relaciones sociales dentro de una formación económico-social pero no las modifica sustancial y radicalmente al punto de que revolucione el sistema de producción o dominación, terminando con la explotación y el dominio de clase. Por eso nos recuerda que la «revolución pasiva» gramsciana remite, más bien, a una suerte de «revolución sin revolución», esto es, a procesos de transición «de tipo conservador» que neutralizan y/o dirigen la iniciativa popular. En ese sentido, comenta, es útil para explicar las restructuraciones del Capital en los que éste se moderniza legalmente, desde arriba y sin la participación de las masas. Y como se impulsa desde el Estado, avanza con más dominio (coerción) que con consenso, aunque de inmediato pretenda ser, al mismo tiempo que una modernización económica, una «revolución intelectual y moral» que difunde su ideología para construir su consenso, para lo cual requiere el «transformismo» de ciertos intelectuales que se volverán orgánicos. Desde esta perspectiva, Carlos Maya piensa a la globalización neoliberal como una «revolución pasiva». Esta manera de abordar los cambios que suponen los tiempos neoliberales permite la superación de las perspectivas economicistas así como la crítica ideológica a la doctrina neoliberal vista como elemento clave de un proyecto hegemónico.
En el caso mexicano, podemos detallar la «revolución pasiva» que empezó con Salinas de Gortari a partir de la «alianza estratégica» (como le llama Arnaldo Córdova) que se acordó entre el PRI y el PAN a finales de la década de los 80, después del fraude electoral contra Cárdenas (que, por cierto, defendía al antiguo régimen bonapartista).
Aunque no puede negarse que fue desde la presidencia de Salinas de Gortari que el neoliberalismo se implantó en México de manera contundente, tampoco puede olvidarse el importante papel del PAN respaldando ese proceso. De hecho, Salinas de Gortari adquirió cierta legitimidad en su cargo gracias al apoyo del PAN. Pero ese apoyo se debía a dos coincidencias políticas fundamentales: 1) su identidad ideológica neoliberal y 2) su oposición a la izquierda cardenista y «populista», a la que le arrebataron su triunfo electoral.
No por casualidad, el neoliberalismo se impone en México con un mecanismo que este régimen utilizará recurrentemente para su dominio político: el fraude electoral. Desde entonces comienza en México una dominación política sin legitimidad ni consenso.
La «alianza estratégica» entre el PRI y el PAN, que incluía sectores de la burguesía, se sostuvo por su fidelidad al credo neoliberal, cambiando la institucionalidad política de México ya que el entonces nuevo bloque histórico, de derecha, se apropió de la esfera pública para decidir no las políticas económicas nacionales (porque éstas vienen del BM y el FMI) pero sí arreglos electorales, leyes, gobiernos estatales, etc. En ese sentido, insistía Córdova que la famosa «alternancia política», en gobiernos estatales y en la propia presidencia de la república, fue un «arreglo en familia» entre «el priísmo derechizado y el nuevo panismo más derechista que nunca antes.»
Con la hegemonía de un bloque histórico de derecha se proyectó a la sociedad entera sus concepciones ideológicas, dogmáticas (cerradas en el pensamiento único neoliberal) e intolerantes a todo lo popular y lo público (denigrado como «populista»), naturalizando una visión de la sociedad como jerárquica y autoritaria, supuestamente basada en seres humanos individualistas y competitivos, con ganadores y perdedores. Por supuesto, se sacralizó a la propiedad privada, la privatización de las riquezas, el desarrollo de inversiones capitalistas, la restauración del patriarcalismo, las diferencias clasistas y la explotación desmedida del hombre y la naturaleza; consecuentes con lo anterior, fueron capaces de justificar y naturalizar todas las formas de dominio, poder, explotación y violencia sobre sectores humanos.
Como grupo que tenía en sus manos el poder económico, éste se volvió una enajenada «personificación» del Capital, dedicada a velar por sus intereses. Por eso, manejó una política carente de ética, pues no lo guiaban valores sino intereses estrechamente económicos: se trataba de hacer negocios y sacar ganancias como fuera.
Ello explica por qué esta alianza gobernante no tuvo problemas con abiertas y cínicas corruptelas o en ceder la soberanía nacional a organismos financieros internacionales (BM y FMI), en impulsar las «reformas estructurales»: privatizar, desregular, flexibilizar, permitir el saqueo de los bienes públicos y los recursos naturales de la nación, etc. El bloque histórico de derecha gobernante -carente de toda veleidad nacionalista o de velar por el bien público- no tuvo ningún escrúpulo en permitir que la esfera de los asuntos públicos del país (la política) quedara en manos de extranjeros que sólo velan, también, por los intereses del Capital dominante en su país. Tampoco tuvo reservas para dominar con el terrorismo de Estado o aliarse con los narcos. Por cierto, el nuevo bloque histórico de derecha logró imponer al neoliberalismo no sólo entre la clase política sino en amplias capas de la sociedad después de años de bombardeo ideológico, volviéndolo «sentido común». Por ello el neoliberalismo se volvió en México y en el mundo globalizado un fenómeno económico y también cultural que se expresó políticamente con un dramático cambio de régimen político.
De acuerdo a Octavio Rodríguez Araujo, un régimen político no se reduce a la política de un gobierno ya que remite a una forma de existencia del Estado que depende de una correlación de fuerzas sociales y políticas en un momento dado. Para este politólogo mexicano, de 1982 hasta el 2000 coexistieron dos regímenes políticos en nuestro país: el viejo régimen estatista, bonapartista y populista, y el nuevo régimen neoliberal, oligárquico y privatizador -ambos autoritarios y subordinados al capitalismo. Lo cierto es que con el gobierno de Salinas de Gortari y su alianza con el PAN un nuevo régimen político se empezó a imponer en México.
Régimen oligárquico neoliberal
Cabe señalar, de entrada, contra la mistificación del liberalismo político y su supuesta «democracia sin adjetivos», que partimos de rechazar la comparación que durante años se hizo entre un gobierno populista autoritario y un gobierno neoliberal democrático. En realidad, ninguno de los dos fueron democráticos y los dos fueron bastante autoritarios, aunque lo fueron de maneras diferentes.
De hecho, el viejo régimen bonapartista y populista era hegemónico gracias a la ideología del nacionalismo revolucionario, que era casi la identidad nacional de lo mexicano, de modo que dominaba con coerción pero también con el consenso que lograba entre amplias capas sociales por su ideología y su «reformismo social» (su «política de masas», decía Córdova), gracias al Estado social y sus organizaciones sociales corporativas.
En cambio, el nuevo régimen neoliberal dominó, pero carente de hegemonía y sin consensos, apoyado en la fuerza policíaca y militar.
«Los gobiernos del nuevo régimen -señala Rodríguez Araujo-, del tecnocrático neoliberal, han perdido los modos tradicionales de control y dominación de la sociedad, al extremo de tener que recurrir cada vez más a la presencia de las fuerzas armadas, pero al mismo tiempo, no han podido (o querido) resolver las contradicciones extremas que sus políticas neoliberales han provocado en la sociedad.»
Considerando su trayectoria, es posible que el nuevo régimen neoliberal oligárquico fuera incapaz de lograr una verdadera hegemonía política o una dominación con legitimidad porque ésta se teje -según una estudiosa del tema, Rhina Roux- en largos procesos históricos con la integración política, la soberanía nacional y la legitimidad.
De acuerdo a esta autora, la hegemonía no es la mera imposición de ideas e intereses de los grupos dominantes a los dominados; la hegemonía implica el consenso activo de los gobernados: es «la aceptación activa de los gobernados del mando estatal resultado de un proceso también atravesado por los intentos de las clases subalternas por imponer reivindicaciones propias.»
La hegemonía implica la conformación de una comunidad política que integra mitos y creencias colectivas de los grupos subalternos en un intercambio y pacto político con el Estado que permite la relación de mando-obediencia.
La tesis que defiende Rhina Roux en El Príncipe mexicano es que la hegemonía del Estado nacional se alcanzó en un arco histórico que va de Juárez y llega hasta Cárdenas:
«En el cardenismo culminó el proceso histórico de configuración del Estado nacional abierto en México por las reformas juaristas. En los años treinta del siglo XX terminó de conformarse la comunidad ilusoria estatal, se institucionalizó el vínculo mando obediencia entre gobernantes y gobernados, y se afirmó la soberanía del poder estatal frente a poderes y mandos externos…»
El neoliberalismo irrumpió en la escena política para poner en cuestión tanto a esa «comunidad ilusoria estatal» como a la hegemonía que cobijó al viejo régimen bonapartista, pero sin lograr ser capaz de levantar otra. Por ello mismo, el bloque histórico neoliberal intentó borrar de la historia a Juárez y a Cárdenas, mientras que, significativamente, AMLO siempre buscó conectarse con ellos.
Pero, ¿cómo podría construir una nueva hegemonía si el neoliberalismo, por esencia, desintegra lo social, disuelve la soberanía nacional y no es capaz de legitimarse con sus políticas anti-populares?
Lo intentó, sobre todo, con el discurso políticamente liberal de la «transición democrática», según el cual México al fin había entrado a la democracia (así fuera imperfecta). Pese a los fraudes electorales, a la subordinación de todos los poderes al ejecutivo y de éste al imperialismo y a las cúpulas empresariales, a la existencia de partidos satélites abiertamente colaboracionistas y desdibujados ideológicamente, al colapso del Estado de Derecho y al descrédito de los partidos así como de las instituciones políticas (INE, TRIFE, etc.), el régimen político neoliberal a través de sus intelectuales orgánicos cantó loas a la llamada «democracia sin adjetivos», a las elecciones libres y a la competencia electoral, a la alternancia, al sistema de partidos, a la división de poderes como contrapesos, al imperio de la ley, a las instituciones ciudadanas, etc. El duro contraste entre el discurso del liberalismo político y la antidemocracia imperante sólo generó más desconfianza, descontento y rechazo al régimen político.
El régimen también recurrió al control de los medios de comunicación masivos (la televisión y la radio) y sus mensajes encubridores y retóricos; es verdad que ello funcionó durante algunos años hasta que las llamadas «redes sociales» se instituyeron y generalizaron en sectores de la sociedad y las nuevas generaciones. Se abrió entonces la posibilidad de ensayar nuevas formas contra-informativas al margen y fuera de control del Estado.
Otra tentativa de parte del régimen por adquirir legitimidad ante ciertos sectores de la población fue recurrir a la Iglesia tradicional, como lo hicieron tanto el PAN como el PRI, con el proyecto de re-moralizar a la sociedad atacando la herencia juarista del Estado laico y relanzando al patriarcalismo como punta de lanza de una ofensiva contra los derechos de las mujeres conquistados por el movimiento feminista. Sin embargo, la estrategia no funcionó en amplias capas de la sociedad donde la escolarización pública y el laicismo resultaron irreversibles y corrosivos para los dogmas religiosos conservadores.
Como los sucesivos gobiernos neoliberales debían someterse a procesos electorales con una legitimidad cuestionada, el acuerdo histórico entre el PRI y el PAN permitió una alternancia simulada que dejaba intocadas a las políticas neoliberales y las corruptelas de la clase política que generó el régimen. Sin embargo, ello no bastaba para sortear los procesos electorales. Por eso, durante este régimen político neoliberal, el fraude electoral fue prácticamente naturalizado e institucionalizado, formando parte sustancial de los mecanismos de dominación que se echaban a andar en cada elección: funcionaban entonces las redes de control y compra o condicionamientos del voto a través de los cientos de llamados «programas sociales», se lanzaba el desigual bombardeo propagandístico con «guerra sucia» incluida, se encendían los programas en la computadoras del IFE para favorecer a los candidatos oficiales o se hacía el trabajo manual de robarse urnas o alterar actas, siempre contando como válvulas de seguridad el control de los tribunales electorales y el propio INE. Al final de estas tentativas fallidas de generar cierto consenso o legitimidad por parte del entonces nuevo régimen político neoliberal, sólo se confirmaba el debilitamiento creciente de la legitimidad y hegemonía de un régimen que había abandonado la lucha por la soberanía nacional mientras el Estado-nación parecía disolverse en feudos regionales de gobernadores y de grupos empresariales haciendo dinero con los servicios privatizados o subrogados, o en funcionarios y políticos corruptos entremezclados con delincuentes y narcos.
Si el liberalismo político sólo fue una ficción mistificadora de la realidad, el (neo) liberalismo económico fue, en cambio, una realidad apabullante. Por eso podemos caracterizar a ese régimen de neoliberal -en lo económico, no en lo político-, siempre y cuando señalemos al sector beneficiado y dirigente de ese bloque histórico: la oligarquía que se enriqueció con las privatizaciones y corruptelas de los gobiernos neoliberales, esa que AMLO llamó «la mafia del poder».
El nuevo régimen político de México que imperó en estos últimos años fue abiertamente oligárquico: en él mandaron y decidieron en la esfera pública los más poderosos económicamente, para seguir enriqueciéndose. Arnaldo Córdova también constataba que el Estado nacional mexicano se volvió, como decía Marx, «un comité de administración de los asuntos comunes del conjunto de la burguesía.» Señalaba, además, que como el Estado mexicano ha servido principalmente a los ricos, se ha divorciado de la sociedad. Decía que ello era como una fantasía de la burguesía realizada: «todo el Estado -decía Córdova- en sus muy diferentes departamentos, gobernado para los dueños de la riqueza.» Todo el Estado, lo que queda de él, ha estado dedicado a sus negocios: privatizando bienes y servicios públicos, pagando a contratistas donde se pueda para suplir la intervención estatal, subrogando, dando tratos preferenciales en contratos, rescatando si el negocio (de carreteras, por ejemplo) va mal, etc.
Se tenía al poder ejecutivo como «mayordomo» de los grandes empresarios; además, las partidocracias actuaban como cómplices que imponían a sus subordinados diputados y senadores lo que acordaran fuera de las Cámaras, «en lo oscurito», que era donde realmente se gobernaba y desgobernaba al país. Si había algún problema, se ponía a trabajar al poder judicial, que para eso se le paga bien. El último recurso siempre fue el ejército.
-¿Dónde quedó la política como esfera pública para discutir y decidir los asuntos colectivos de nuestra sociedad? -En manos del Capital extranjero y de la oligarquía económica.
-¿Quién mandaba en ese régimen político y, en consecuencia, en el país? ¿Quiénes dominaban, decidían y ordenaban en la esfera de los asuntos públicos de la comunidad? -Además de los representantes del Capital transnacional a través de los organismos financieros internacionales (BM y FMI), la oligarquía: «los pocos, que son (muy) ricos»: el núcleo de 28 empresas que concentra grandes fortunas. Lo podemos decir citando al propio AMLO:
«Recapitulando: la actual oligarquía se conformó desde el gobierno de Carlos Salinas, cuando un puñado de traficantes de influencia, al amparo del poder público, inició el despojo de bienes de la nación y del pueblo, con el engaño de una supuesta modernización del país. El modelo llamado neoliberal, más bien de corrupción y saqueo, se consolidó con los gobiernos de Zedillo, Fox y Calderón.»
Crisis del régimen oligárquico neoliberal
Si la forma política del neoliberalismo se impuso con el relanzamiento mundial del Capital hace más de 30 años, intentando además darle una justificación ideológica a la desenfrenada dinámica capitalista que rompía todas las regulaciones (la victoria del mercado libre sobre sus adversarios comunistas), ahora el neoliberalismo sigue respondiendo a la dinámica de un capitalismo «desmecatado» (como lo califica Armando Bartra) pero se encuentra desgastado ideológicamente, incapaz de responder a las crisis económicas permanentes y generando crisis políticas de legitimidad a nivel mundial.
Después del sueño neoliberal de imponer un Nuevo Orden mundial despertamos en la realidad de un Caos geopolítico con nuevos conflictos inter-imperialistas que sólo anuncian una «inestabilidad geopolítica crónica» cuyas evidencias son la competencia imperialista, la enorme movilidad del capital, la financiarización de la economía, la nueva espiral de la carrera armamentista…
Si a ello le sumamos que las instituciones financieras han privado a los gobiernos de tomar decisiones económicas estratégicas en sus países, nos encontramos ante una «crisis de gobernabilidad» planetaria que ha golpeado a los procedimientos legitimadores de la «democracia» burguesa y ha quebrado las formas de poder político tradicionales para imponer una nueva dominación con crisis permanente de legitimación.
De la crisis de legitimidad del régimen oligárquico neoliberal mexicano
La crisis de dominación política del régimen neoliberal, la incapacidad de generar consenso y legitimidad, fue una constante pero durante el sexenio de Enrique Peña Nieto (EPN) se agudizó al punto de hacernos soñar la caída de su gobierno.
No se podía soslayar que la propia candidatura de Peña Nieto fue denunciada como fraudulenta desde antes de las elecciones por el movimiento estudiantil y popular del #Yosoy132 , que en el proceso electoral se denunció que la campaña de Peña Nieto rebasó con mucho el tope legal de gastos electorales, que se mostraron múltiples vídeos y tarjetas de Soriana para probar que se compraron votos para el candidato del PRI y que se estaba formando un frente unitario contra la imposición de EPN en el 2012. El gobierno de EPN nació con la marca del fraude y la ilegitimidad.
Sin embargo, las cosas no llegaron a más porque el propio candidato afectado por el fraude, Andrés Manuel López Obrador, decidió organizar a su partido (MORENA) y abandonó la lucha contra el fraude. Ello permitió que EPN tomara el poder ejecutivo e impusiera en el 2012 y el 2013 sus primeras contra-reformas estructurales, con el apoyo del falso «Pacto por México» firmado por el PRI, el PAN y su nuevo socio: el PRD. Con este Pacto el PRD pasaba de las filas de la oposición (limitada, negociadora, pragmática) a sumarse al bloque hegemónico neoliberal, volviéndose abiertamente un partido colaboracionista.
Acosado por denuncias de mala administración y corrupción, como la de su «casa blanca», el gobierno de EPN perdía legitimidad en sectores importantes de la población hasta que ocurrieron los hechos de la noche trágica de Iguala del 26 de septiembre de 2014, en la que 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa fueron desaparecidos.
Para algunos, esa fue la gota que derramó el vaso: el repudio nacional contra el gobierno de EPN llevó a las calles a miles de contingentes que gritaban con fuerza y por todos los medios: «¡Fue el Estado! ¡Fuera Peña Nieto! ¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!»
Cuando el clamor popular parecía extinguirse después de las elecciones del 2015, que le dieron cierta legitimidad al régimen, en 2016 la SEP pasó de la declaración de la guerra contra el magisterio -eso era la reforma administrativa y laboral que llamaron educativa- a las acciones bélicas al tratar de imponer a sangre y fuego las evaluaciones docentes. Si la contra-reforma energética, privatizadora y anti-nacional, no despertó el esperado repudio popular masivo, la mal llamada reforma educativa sí lo hizo. Mientras el gobierno llenaba de policías y militares las calles para aplastar la insurrección magisterial, ésta mantenía y extendía sus protestas con un creciente apoyo popular.
En esta situación explosiva ocurrió la masacre de Nochixtlán el 19 de junio de 2016: el ataque armado de policías y militares contra una población que apoyaba al magisterio. Esta nueva matanza obligó a la SEP a negociar con la CNTE. Pese a que esas negociaciones evitaron que la confrontación creciera, los gobernantes las negaron y en su discurso siguieron provocando a los maestros de todo el país, ¡incluso en plena campaña electoral!
De hecho, acostumbrados a la imposición por la fuerza y la corrupción, el gobierno de EPN y sus aliados en el poder fueron incapaces de recomponer ya no su hegemonía política y mantener cierta gobernabilidad sino cierta imagen aceptable ante la población. En vez de intentar mejorar su muy deteriorado perfil, permitieron la exhibición cínica de gobernantes corruptos e impunes; en vez de hacer gestos nacionalistas, invitaron a Trump a seguir su campaña antimexicanos ¡en México! En esos días no faltaron voces acusando a EPN de traidor de la patria.
Y así se llegó a 2017: en vez de mantener en paz al país antes de las elecciones presidenciales del 2018, le echaron gasolina al fuego del descontento popular en enero de este año con un aumento en el precio de la gasolina que desató otra enorme movilización nacional repudiando el hecho. La profunda crisis de legitimidad del régimen político mexicano entero (incluidos partidos institucionales y gobernadores) se insertaba en un complicado panorama internacional, con la crisis de los llamados «gobiernos progresistas» y, por supuesto, la sorpresiva llegada de Donald Trump al poder presidencial de Estados Unidos.
La política proteccionista de Trump ponía en riesgo el frágil, derruido y dependiente país que los neoliberales en el poder configuraron en estos últimos 30 años.
Quedaba claro que las políticas neoliberales -la desregulación económica, el Tratado de Libre Comercio, el desmantelamiento del Estado social, el ataque a los derechos y condiciones laborales y de vida de los trabajadores, la privatización de nuestras riquezas naturales- fueron veneno puro para nuestra economía: terminaron tanto con la industria como con el campo, endeudaron al país al punto de dejarlo a merced de los organismos financieros internacionales, acrecentaron la desigualdad, la miseria, el desempleo y la sobrexplotación. La única industria que creció en esos años de «capitalismo delincuencial» (como dice Harvey), con ganancias exorbitantes, fue la delictiva, pero a costa de más de medio millón de muertos y desaparecidos.
Nuestra agónica economía quedó débilmente sostenida con un PEMEX privatizado -que padece la caída de precios del petróleo y su acelerado agotamiento-, la inversión externa en sectores extractivistas y las remesas de los migrantes amenazados por el gobierno de Trump.
La llegada a la presidencia de Estados Unidos de un supremacista blanco, ultraconservador que defiende políticas proteccionistas no sólo iba contra el credo neoliberal sino que suponía la derrota (ideológica, política, económica, cultural) pronosticada y cumplida para los políticos neoliberales mexicanos.
Estos políticos dejaban un país al borde del colapso económico: con un PEMEX desmantelado y privatizado, de modo que, por ejemplo, importamos gasolina que venden particulares para obtener ganancias privadas; las remesas de los mexicanos que trabajan en Estados Unidos corren el peligro de ser recortadas por una masiva expulsión de migrantes del país del norte; la inversión extranjera ya es frenada y desviada de regreso a Estados Unidos. Cuando Trump dijo: «compra y contrata lo estadounidense», condenó a muerte a la limitada economía exportadora, levantada con orgullo por los neoliberales, que depende en un 80% de la economía estadounidense.
El colapso del régimen oligárquico neoliberal mexicano
Conocedores del funcionamiento político del régimen político mexicano, este 2018 se preveía un fraude electoral contra AMLO que podría ser el detonante de un levantamiento popular que confrontara al régimen y lo hiriera de muerte.
Sin embargo, el régimen se quebró en el propio proceso electoral: primero se desgarró el autodenominado «Pacto Por México» (signado por el PAN y el PRD apoyando al PRI) y luego, más significativamente, se rompió la histórica alianza del PRI con el PAN, acuerdo que había instituido al propio régimen político y amalgamado un bloque histórico.
Anunciado durante las campañas electorales el fin del régimen, los partidos trataron de armar nuevas coaliciones: ya sea alrededor del PAN, subordinando a un PRD desdibujado ideológicamente, o en torno a AMLO y MORENA sumando a sectores empresariales y movimientos sociales, a evangelistas y ateos, pero también a expanistas, expriístas, experredistas, etc.. La burguesía también se dividió: un sector capitalista ligado al mercado interno se confrontó con la oligarquía favorecida por el neoliberalismo y con el bloque de clases cuyo expresión política fue el PRIAN. En estos movimientos y maniobras políticas, la izquierda institucional se desvaneció: el PRD se fue al fondo, a la derecha, a la cola del PAN (el tradicional partido de la derecha); MORENA se corrió al centro político, definiéndose con un proyecto de un nuevo gobierno progresista a la Lula.
Aunque en la campaña hubo guerra sucia contra AMLO y parcialidades del INE a favor de los partidos del régimen, la división entre el PRI y el PAN se volvió ruptura irreversible cuando el gobierno priísta reveló los sucios negocios del candidato del PAN (Anaya) mientras éste amenazaba con meter a la cárcel a EPN. Los oligarcas y jefes políticos llamaron al PRI y al PAN a la unidad contra AMLO para presentar un candidato único pero todo fue inútil: los candidatos del régimen ya quebrado se atacaron entre sí, dejando en las encuestas como puntero solitario a AMLO.
Que el régimen estaba roto lo empezaron a expresar las encuestas electorales que, sin línea política o control gubernamental, empezaron a proyectar el alza de preferencias electorales a favor de AMLO y MORENA.
El fin del régimen estaba anunciado.
Cabe señalar, además, que los candidatos del PRI y del PAN/PRD resultaron un fiasco intelectual y político durante la campaña presentándose sin propuesta nacional, mentirosos, con un discurso vacío y demagógico; mientras tanto, AMLO marcaba la agenda de la discusión política y recorría el país con mítines cada vez más numerosos, conquistando electoralmente el norte de México (el sureste ya era suyo desde campañas anteriores). Al final de la campaña electoral, las encuestas daban 20 o 30 puntos a AMLO por encima de su más cercana competencia (el candidato del PAN/PRD) y, pronosticaban la debacle del PRI, del PAN, del PRD y de varios partidos paleros. Sin embargo, muchos analistas políticos, críticos y disidentes del régimen neoliberal, no se atrevían a refrendar ese pronóstico porque no se cerraba la posibilidad de un megafraude electoral.
Años de dominación neoliberal sin generar consenso, hundiendo al país en la descomposición social y la barbarie, fomentaron un enorme rechazo al régimen político (representado por el PRI, el PAN y el PRD) que se expresó a lo largo de todo el gobierno de Peña Nieto. Ese extendido y profundo descontento logró encauzarlo AMLO para su vía electoral en su disputa por la presidencia.
El 1° de julio, día de las elecciones, no hubo megafraude pero sí fraudes electorales divididos (del PRI, del PAN y del PRD, principalmente) y por cargos locales (como el escandaloso fraude por la gubernatura de Puebla).
Las instituciones electorales recibieron 56 millones 508 mil 266 votos que equivalen a una participación ciudadana del 63.42 por ciento.
AMLO obtuvo el 53.19%, que significan más de 30 millones de votos. Sus adversarios quedaron muy atrás: Anaya (de la alianza del PAN/PRD/MC) obtuvo el 22.27% y Meade (de la alianza PRI/PVE/PANAL) sólo el 16.40%.
Pero eso no es todo: AMLO ganó en 31 de los 32 estados del país y en 20 estados obtuvo más del 50% de los votos, de esos 20, en 10 obtuvo más del 60% de los votos (en su estado originario, Tabasco, obtuvo el 80% de los votos). De nueve gubernaturas en disputa, MORENA ganó cinco: la de la ciudad de México, Morelos, Chiapas, Tabasco, Veracruz y está en disputa Puebla, pero también ganaron muchos congresos locales y más del 80% de los municipios.
De acuerdo con datos preliminares del Instituto Nacional Electoral, la coalición encabezada por Morena sumaría el 61.40% de las curules en la Cámara de Diputados y 53.13% en la de Senadores, lo que la pondría en una posición política privilegiada.
Es muy probable que cinco partidos políticos pierdan el registro por sus bajas votaciones (el PRD entre ellos) mientras que el PRI y el PAN se vuelven minorías nacionales y en los Congresos federales. En estos partidos, que fueron los pilares del régimen neoliberal, se anuncian disputas y escisiones, con un futuro incierto.
Sin duda, esto es el colapso de un régimen político, el fracaso de una forma de dominación, el fin de un período histórico.
Las causas de este colapso ya se indicaron: la permanente crisis de dominación política del régimen, la imposibilidad de generar consenso o legitimidad, el desgaste político-ideológico del neoliberalismo, la catástrofe social y económica que significaron para el pueblo y los trabajadores las políticas neoliberales, el creciente descontento contra el régimen que se movilizó en el sexenio de EPN, la división del bloque histórico que por años sostuvo el régimen, todo ello, más una política estratégica y hegemónica, le permitió a AMLO ganar la presidencia, el poder ejecutivo y la mayoría en el legislativo, varias gubernaturas, la mayoría de municipios. Más que transición pactada «en lo oscurito», el triunfo de AMLO es una transición empujada por el descontento popular, pero también una transición institucional hacia un nuevo régimen político.
Cabe reconocer que AMLO desplegó, por años, una política estratégica y de lucha hegemónica. A lo largo de su terca lucha política, AMLO construyó un nuevo «sentido común» con una política pedagógica que educó a sus seguidores; organizó un partido subordinado a su proyecto, formando comités y con un periódico que trazaba sus posicionamientos y adoctrinamientos. Armó un nuevo bloque pluriclasista y heterogéneo para disputar la presidencia como objetivo casi único. La izquierda anticapitalista debería aprender mucho de esta lucha.
Una victoria democrática del pueblo mexicano contra el neoliberalismo
Los resultados electorales demuestran que la mayoría de los mexicanos votaron contra el régimen político neoliberal y contra los partidos que lo representan.
Más que un voto mayoritario a favor del incierto proyecto político de AMLO fue un voto de castigo contra el muy conocido neoliberalismo y todo lo que implica: la afirmación de un Estado enajenado, ajeno al control social y vuelto contra la sociedad, pero subordinado a la oligarquía.
Votando por AMLO y MORENA la mayoría votó contra la miseria y el desempleo crecientes, contra el recorte de derechos laborales, contra partidos y políticos que sólo han empeorado al país, contra las élites económicas y políticas que desprecian a los que viven de su trabajo; muchos votaron contra las «reformas estructurales», contra la privatización de PEMEX y contra la mal llamada Reforma educativa; otros votaron contra la farsa de la guerra contra las drogas y contra los miles de asesinados y desaparecidos; muchísimos más votaron contra el cada vez más recurrente terrorismo de Estado; la gran mayoría votó, en efecto, contra la corrupción; algunas votaron contra los feminicidios y casi todos contra los partidos y políticos que durante años engañaron al pueblo.
Votaron contra un régimen político que siempre los negó como sujetos.
Esos que votaron contra el México neoliberal y por la esperanza que les daba AMLO sabían que el fraude electoral era otra manera de negarlos y por eso salieron masivamente a votar y a cuidar las urnas, a impedir y a denunciar el fraude. Contra los pesimistas, deterministas y fatalistas de siempre, esos millones de mexicanos que salieron a votar contra el régimen político neoliberal lo derrotaron y, en efecto, hicieron historia. Se ganó una batalla pero no la guerra.
Por eso hay algo de revancha en este triunfo y mucho de esperanza. Pero la esperanza es, por definición, espera pasiva de un deseo imposible. En este momento de triunfo más que esperanzas pasivas requerimos acción política colectiva con utopías posibles, como la ecosocialista, que no sólo cambien al régimen político sino al sistema capitalista.
Ante un gobierno bonapartista y progresista
No cabe duda de que el régimen oligárquico neoliberal se quebró. El pacto PRI-PAN se rompió por el desgaste de una dominación sin legitimación o consenso; la dominación política se fue disolviendo a tal punto que las encuestas escaparon del control político y el fraude no alcanzó para salvarlos de su hundimiento.
El PRI y el PAN se han vuelto minoritarios y se les desligó de gobiernos y privilegios que les permitían sostenerse en el poder. Es muy probable que el PRD vaya a desaparecer del escenario político.
Además, estos partidos se hundirán en sus propias crisis particulares: sectores del PRI se irán con MORENA, el PAN se meterá en una feroz lucha interna por el control de un partido derechista que queda a contracorriente de la nueva mayoría, un PRD sin recursos se desfondará. Varios de los partidos satélites van a perder el registro y van desaparecer. El sistema de partidos hasta ahora vigente se colapsó. Gobernadores e instituciones levantadas con el neoliberalismo se debilitarán ante la nueva fuerza política que representa AMLO y MORENA.
Es verdad que cambia el régimen político y se legitima un nuevo gobierno con estas elecciones, pero no se atenta contra el sistema capitalista. El gobierno de AMLO no será anticapitalista pero tampoco será otro gobierno empresarial y neoliberal más. Aunque ya muchos se apresuran a señalar a sus aliados (a los empresarios, a los evangelistas, a los ex) no se reconoce que hasta ahora la dirección política la tiene AMLO. Aunque AMLO no pretende desligarse por completo del neoliberalismo, sin duda fijará una política en tensión con las recetas neoliberales. Más que abiertamente neoliberal o anti-neoliberal, será socioliberal, para decirlo con una fórmula contradictoria.
Para explicar lo que probablemente viene será necesario volver sobre AMLO.
En todo este proceso de ruptura del régimen político la figura principal ha sido AMLO. MORENA sólo ha sido su apéndice político. Más que un partido político con vida interna democrática, MORENA ha sido la plataforma de un caudillo político que encaja perfectamente en la categoría política de «bonapartista», utilizada por Marx.
Recordemos que Marx emplea esta categoría para caracterizar cierto tipo de liderazgo político que se independiza parcialmente de la burguesía y sus partidos políticos tradicionales, buscando un equilibrio entre la burguesía y el proletariado, centralizando en una persona con el poder ejecutivo todo el poder político. ¿Acaso no es esa la exacta descripción de lo que es y pretende hacer AMLO?
Aclaro que no se trata de regresar a la categoría del bonapartismo sui generis (de Trotsky) como caracterización de un régimen político, sino de describir al gobierno de AMLO como bonapartista (según Marx).
Los gobiernos bonapartistas emergen en momentos de crisis social, como ocurre en este caso, cuando la burguesía y sus representantes políticos son incapaces de gobernar políticamente, pero también cuando no existe la fuerza política de los trabajadores para tomar el Estado y el gobierno.
El gobierno de AMLO pretenderá ser un gobierno bonapartista y populista, en la línea de los gobiernos progresistas que proliferaron al sur de nuestro continente como tentativas políticas por ganar cierta independencia del neoliberalismo. No al modo de Chávez en Venezuela ni como Evo en Bolivia, sí como Lula en Brasil.
Aunque AMLO quiera emular a Lázaro Cárdenas, su política nacionalista (si acaso) será una atenuada tanto por el contexto neoliberal como por su asunción de las ilusiones del liberalismo político. Es muy probable que lo liberal e institucional de AMLO (¡y la mayoría de MORENA!) mate o debilite a lo nacionalista, como en el caso anunciado de su política ante la reforma energética (vital para recuperar la soberanía económica y política de México), en donde dice no proponerse abrogar tal nefasta contra-reforma energética sino sólo revisar los contratos…
Como en algunos países de América del Sur, el futuro gobierno bonapartista y progresista de AMLO viene de una crisis de gobernabilidad producida por la aplicación estricta de las políticas neoliberales (que vienen de las exigencias de cada vez más ganancias de esa fuerza enajenada y enajenante que es el Capital), y como una tentativa de equilibrar imposiciones neoliberales con políticas sociales, redistributivas.
De no romper tajantemente con esas políticas neoliberales, el gobierno de AMLO correrá el riesgo de volverse una salida en falso de la crisis política y económica actual que sólo abrirá las puertas a una derecha revanchista y bárbara, como sucedió con los fracasos de los gobiernos progresistas en Brasil, Argentina, Ecuador, Paraguay…
Pero nada está escrito de antemano excepto un nuevo terreno en el que podemos pronosticar nuevas luchas, pero no su desenlace…
Situación y tareas para una izquierda anticapitalista
La verdadera salida del neoliberalismo y de la crisis civilizatoria del capitalismo es anticapitalista y ecosocialista. Pero esa es la salida que le toca a los anticapitalistas construir.
Aunque el tsunami de AMLO modificó por entero el régimen político, dejó vacío el espacio político que debe ocupar la izquierda.
El PRD se corrió a la derecha y probablemente pierda el registro. MORENA (con el PT) se corrió al centro y es ahora gobierno. Al parecer, sólo conservarán el registro político MORENA, el PAN, el PRI y el PT.
El espectro de partidos políticos en México tiene un hueco a la izquierda. Para llenarlo se requiere una izquierda anticapitalista, independiente y opositora, aunque no resentida ni sectaria, que se atreva a hacer política con una forma partidaria, buscando su registro y constituyendo su propio bloque contra-hegemónico.
Los nuevos tiempos mexicanos requieren una izquierda con una forma política, partidaria, de preferencia con registro electoral y con un proyecto hegemónico, político y cultural, que se coloque dentro o al lado de las luchas sociales que vienen, dando la batalla política y simbólica desde nuestra perspectiva.
Como la crisis que atravesamos es civilizatoria y tiende a agravarse, sin duda las luchas sociales -de los trabajadores, de las mujeres, de los campesinos y pueblos originarios, de los jóvenes, de los ecologistas- van a seguir con una tendencia antineoliberal y anticapitalista.
Ese es, debe ser, el terreno de la izquierda anticapitalista para constituir nuevas alianzas y proyectos políticos que apunten a la disputa por el poder. De hecho, el gobierno de AMLO recibió un enorme apoyo popular producto del descontento con las políticas neoliberales y estas fuerzas presionarán social y políticamente en ese sentido.
En ese contexto político será importante mantener nuestra identidad y programa anticapitalista y proyectarla en ese nuevo terreno de luchas por venir.
En resumen, la tarea central de la izquierda es constituir un bloque o polo anticapitalista para llenar ese enorme hueco político a la izquierda del sistema político mexicano.
Por eso, hoy más que nunca, es necesaria y urgente una izquierda partidaria al mismo tiempo anticapitalista, feminista, ecologista, democratizadora, que exija una nueva Constituyente para eliminar las contra-reformas neoliberales, que luche por restituir los derechos laborales y sindicales, que luche por los derechos y libertades de las mujeres, que defienda los recursos naturales de los megaproyectos ecocidas, que pugne por una transición energética, así como por abrir espacios para nuevos partidos políticos con una Reforma política democratizadora.
No esperemos que esta izquierda anticapitalista esté a la altura de estas tareas, actuemos porque así sea.
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