El destino, la suerte, el alcance espiritual y material de un pueblo, de una nación, desgraciadamente está en íntima relación con la calidad de sus clases dominantes o dirigentes. No con las cualidades individuales de las elites o de los hijos de esas elites sino en relación a la capacidad de organizar y proyectar a […]
El destino, la suerte, el alcance espiritual y material de un pueblo, de una nación, desgraciadamente está en íntima relación con la calidad de sus clases dominantes o dirigentes. No con las cualidades individuales de las elites o de los hijos de esas elites sino en relación a la capacidad de organizar y proyectar a futuro el diseño colectivo de lo que deberían conducir en un sentido más amplio una sociedad.
La idoneidad constructiva de una elite puede convertir una tierra en una potencia, en una colonia o en un país con relativa autonomía y desarrollo. Y eso depende, sobre todo, del nivel de anhelo colectivo, de «densidad nacional», como diría Aldo Ferrer, o de «conciencia nacional», como definiría José María Rosa, que alcancen esos sectores ubicados política, económica y culturalmente en la punta de la pirámide social.
No son las condiciones naturales de un territorio, no son las aptitudes espirituales o laborales de un pueblo, no son sus clases medias las que definen las condiciones de desarrollo de una nación, ni siquiera son determinantes ni la acumulación primaria de capital o el grado de desarrollo de las fuerzas productivas de una región.
Y a decir verdad, tampoco lo hace la calidad de su clase política -aunque influye, claro que sí, por su vinculación e interrelación con las elites- la que define la suerte de un pueblo. No es la corrupción estatal, no es la cultura política, no es el listón democrático alcanzado, no son las recetas ideológicas. Se trata de otra cosa.
A Juan Domingo Perón le gustaba decir, no sin cierta sorna, que «el pescado siempre se pudre por la cabeza». Él sabía de lo que hablaba, porque intentó, aún con sus errores, con sus contradicciones, proponerle a la clase dominante de mitad del siglo pasado un proyecto de país más integrador. Alguna vez, alguien lo intentó menoscabar acusándolo de ser un «conservador lúcido». Lo de «conservador» está por discutirse; pero lo de «lúcido», es un elogio que pocos integrantes de los sectores provenientes de las elites -aunque Perón no fuera hijo directo de familias patricias- pueden arrogarse para sí mismos en la historia del siglo XX.
Ese hombre «lúcido» tenía razón: es la corrupción profunda y enquistada, la generosidad, la inteligencia de los grupos acomodados la variable determinante para la constitución de un país integrado, homogéneo, sin grietas reales, sin abismos sociales, con un desarrollo productivo autónomo.
En síntesis, es la capacidad de los sectores dominantes en convertirse en sectores dirigentes, es decir, en conductores de las clases subalternas, a través de un «pacto civilizatorio» (Norbert Elias), de un proceso de integración, de homogeneización, de acuerdo social que puedan alcanzar. Se hace evidente, entonces, que para diagnosticar las razones por las cuales Argentina está como está -y en esto no hay que ser ni apocalíptico ni histérico pero tampoco conformista o integrado- es menester realizar un pormenorizado estudio sobre el pensamiento y la acción de esas elites dominantes.
A los efectos de esta nota basta con ver los principales lineamientos del actual gobierno liderado por un hijo bastardo de la vieja y rancia oligarquía argentina: Mauricio Macri. La Argentina liderada por sus gerentes ofrece la vieja fórmula mitrista: saqueo de las riquezas, capital especulativo, enajenación del Estado y represión a los sectores productivos.
El gobierno de los «conchetos» de los Prat Gay, los Bullrich, los Peña, los Aranguren y otros no tienen otro objetivo que enajenar ARSAT, fundir Aerolíneas Argentinas, dilapidar YPF. Y ni siquiera lo hacen como parte de un proyecto político o económico. No tienen siquiera el reflejo lúcido el Julio Argentino Roca que, por un lado masacró a los pueblos originarios, pero por el otro consolidó el pacto federal de los gobernadores y constituyó el salto civilizatorio de la educación pública a través de la Ley de Educación 1420, con todas las críticas que puedan realizarse a ella.
El problema es que no se trata de una Aristocracia orgullosa de sus raíces, de las luchas épicas de sus antepasados, del sudor derramado por algún «padre fundador». No. A lo sumo, algunos de ellos, son herederos de la «pandilla del barranco», como los llamaba Jorge Abelardo Ramos, a esos contrabandistas que hicieron su fortuna durante la colonia, de aquellos esclavistas como los Martínez de Hoz, o de los terratenientes rentistas de la pampa húmeda de fin de siglo XIX.
Pero la mayoría de ellos pertenecen al «conchetaje» insubstancial, vano, tilingo, despreciativo y revanchista, con pautas culturales inocuas y pseudo vanguardistas con terminales en las manos de un sushiman anclado en el 2001. Los «conchetos» no leen, no saben, se aburren, bailan en el balcón de la Casa Rosada, prefieren la espiritualidad de alquiler a la solidez de las antiguas religiones y sabidurías y creen en los negocios rápidos más que en las patrias a largo plazo.
Eso prefigura un país, también; el del sálvese quien pueda, el de la picardía criolla, el del individualismo malicioso, el país que tarde o temprano concluye en algún diciembre del 2001.
Sin clase dirigente una sociedad se encuentra en constante disputa, en empate hegemónico entre el Liberalismo Reaccionario y el Nacionalismo Popular o deambula entre el sinsentido y el eterno retorno. Y los sectores subalternos no encuentran un peldaño desde el cual poder afirmarse. Por eso muchas veces lo hacen desde el Estado. Me refiero, no sólo a las esferas del trabajo, a través del movimiento obrero organizado, sino también a los sectores del empresariado pequeño y medio, a las cámaras de comercio, a los profesionales, a las economías urbanas que son víctimas del desamparo más absoluto y que siempre terminan convirtiéndose en el pato de la boda de las clases dominantes y sus aventuras bucaneras. Para que el país tenga futuro, esos sectores deben dialogar entre sí, tejer alianzas, construir su propio pensamiento político, construir sus propias dirigencias, referenciar a sus propios intelectuales, fundar sus propios medios de comunicación. ¿Cómo puede ser que el Movimiento Obrero Argentino no tengo un diario que los represente? ¿Por qué razón la burguesía industrial argentina, acaso ese unicornio azul llamada burguesía nacional, no forma sus propios cuadros políticos, intelectuales, periodísticos, que tejan alianzas entre los sectores productivos, y prefiere alquilar los diarios y medios audiovisuales de la clase dominante que los limita económicamente y los cercena como sectores política y socialmente respetables?
Los próximos meses significan un gran desafío para los sectores productivos del país. O aúnan sus fuerzas, se comprometen a formar un Frente Nacional Multisectorial lo más amplio, plural y diverso posible o los argentinos seguiremos viendo como el presidente hace «bailecitos» en la Casa Rosada mientras todos los demás danzaremos en la cubierta del Titanic.
Fuente: http://tiempo.infonews.com/nota/201958/el-gobierno-de-los-conchetos-y-el-frente-nacional