Cuando el ejército mexicano al mando del general Pedro María Anaya -integrado en buena parte por ciudadanos- se rindió en la batalla de Churubusco el 20 de agosto de 1847, el general Twiggs le preguntó a Anaya por las armas y municiones de su ejército, a lo que el general mexicano respondió: «Si hubiera parque […]
Cuando el ejército mexicano al mando del general Pedro María Anaya -integrado en buena parte por ciudadanos- se rindió en la batalla de Churubusco el 20 de agosto de 1847, el general Twiggs le preguntó a Anaya por las armas y municiones de su ejército, a lo que el general mexicano respondió: «Si hubiera parque no estarían ustedes aquí.» Y pudo haber agregado, sin faltar a la verdad, que si las oligarquías mexicanas hubieran tenido una identidad nacional definida y actuado de manera organizada en aras del interés común, el ejército yanqui no hubiera logrado doblegar a México. Este hecho histórico parece hoy reeditarse con la llegada de Trump a la Casa Blanca, sólo que en lugar de ser una tragedia hoy no queda duda -gracias al afán integracionista inaugurado en 1994- de que es una farsa.
Las acciones del gobierno de Peña para simular la defensa de los intereses nacionales no pueden ocultar el hecho de que los dueños del dinero en México y su empleado estrella, el presidente de la república, no tienen parque para responderle a la amenaza naranja; peor aún, aunque lo tuvieran, seguirían insistiendo en las bondades de ser una colonia yanqui. A diferencia de la invasión militar en el siglo XIX, hoy el proyecto es profundizar su dominio al sur del Río Bravo utilizando todo lo que tengan a la mano para que México cumpla con las expectativas impuestas por los cambios en la dinámica geopolítica de su nuevo gobierno.
Más allá de la voluntad que pueda tener el gobierno de Peña para responder a la caballería de Trump-eta, lo que salta a la vista es que no tiene de donde echar mano para hacer más convincente su aparente defensa de la dignidad nacional. Ni puede contar con su partido político, movilizar a la población, pues ha abjurado en repetidas ocasiones de su filón nacionalista, ni cuenta tampoco con una equipo de diplomáticos a la altura de la circunstancias. Pero además, los intereses creados alrededor de la integración económica iniciada en los años ochenta tampoco favorecen la posibilidad de presentar un frente político unido y eficaz para salvarle la cara a Peña y su grupo.
El presidencialismo mexicano tuvo siempre, en los buenos tiempos del régimen, al partido como caja de resonancia de sus deseos y aspiraciones. El partido del estado desde su fundación, cuando el general Cárdenas lo integró con los sectores, funcionó siempre a favor del presidencialismo y fue sin duda su principal apoyo político. Diseñado para movilizar a la población de acuerdo a los intereses de los poderosos, el otrora partidazo fue muy efectivo para contener los conflictos internos y en menor medida los externos. En nuestros días, lo que queda del partido del estado no es suficiente para lograr sacar a la calle a la ciudadanía por lo que Peña tuvo que acudir a sus aliados como la señora Wallace y otros por estilo para intentar movilizar a la población a su favor. El fracaso fue evidente pues ni Trump se dio por aludido y la debilidad de Peña quedó aún más expuesta de lo que ya estaba. Las consecuencias del abandono del nacionalismo como piedra angular de la ideología del PRI están a la vista -sobre todo desde aquel intento por modernizarlo llevado a cabo por Salinas y solidaridad envenenada. El PRI ya no entusiasma ni siquiera a sus militantes distinguidos, quienes están constantemente considerando la posibilidad de cambiar de camiseta, aunque sea para mantener su ‘proyecto político’.
Por otro lado, la tradición diplomática que distinguió al régimen y le dio prestigio alrededor del mundo no es hoy más que una caricatura. Desde aquél infame «comes y te vas» sugerido por el apologista de la integración, Jorge G. Castañeda, al exgerente de la Coca-Cola, la diplomacia mexicana se ha convertido en una filial de las corporaciones internacionales y la política exterior yanqui. El secretario de Relaciones Exteriores en funciones, Luis Videgaray, está en el puesto (después de reconocer públicamente que no sabe nada sobre diplomacia) por su relación con el yerno de Trump y no como consecuencia de su larga carrera como miembro del servicio exterior mexicano, que fue por muchos años requisito indispensable para presidir la cancillería mexicana. Preside así la diplomacia mexicana un oportunista, un experto en negocios fraudulentos para enriquecer a unos cuantos, que demuestra la vocación diplomática de un gobierno que apuesta más a las relaciones personales que a la negociación diplomática abierta y de cara a la nación para simular que defiende los intereses nacionales cuando en realidad lo que importa es la defensa de los intereses de unos cuantos.
Por último, los dueños del dinero en México están empecinados en mantener su calidad de socios menores con la economía yanqui y las corporaciones internacionales. Y este hecho no sorprende ya que históricamente la burguesía mexicana ha sido parasitaria, aceptando su condición subordinada y conformándose como las hienas con la carroña, desde el siglo XIX pero sobre todo después de la segunda guerra mundial. No se puede negar que los sectores menos favorecidos por el TLCAN apoyan la idea de diversificar la balanza comercial mexicana, pero los grandes importadores y exportadores así como los que ahora empiezan a incursionar en el mercado petrolero no quieren ni saber de semejante posibilidad. Por el contrario, están en la mejor disposición de renegociar el TLCAN para mantener sus expectativas y sus ganancias, aunque ello signifique mayor pobreza y desigualdad en el país. Encabezados por personajes cínicos como Carlos Slim -quien se da el lujo de señalar las fallas de la política económica a pesar de ser uno de sus principales beneficiados- y por el sector bancario que se encuentra prácticamente en su totalidad en manos extranjeras. No serán ellos los que salgan a defender la nación o hagan fuerte a un régimen decadente, a pesar de las enormes ganancias que obtienen. El dinero y sus dueños no tienen patria, y menos si pertenecen a los países periféricos.
Para colmo, la otra institución que fue baluarte del nacionalismo mexicano, las fuerzas armadas, no parecen tener una idea clara de cómo enfrentar la coyuntura. Más ocupados en seguir acumulando poder político con leyes a modo para cubrir sus excesos y en recibir cada vez más presupuesto para seguir comprando armas al Tío Sam, resulta difícil esperar una posición acorde con su tradición. Después de todo, los militares mexicanos son -a diferencia de otros países latinoamericanos- herederos de un ejército popular y revolucionario. Rebasados por las exigencias del gobierno prianista y del Pentágono para cumplir con labores policiacas no se ve cómo podrían apoyar la simulación del gobierno peñista para salvar lo poco que le queda.
Así las cosas, los llamados a la unidad nacional emitidos desde Los Pinos son como los chillidos del puerco ante los oídos del carnicero. Y al igual que en los años de la invasión yanqui la oligarquía velará por sus intereses aun a costa de la supervivencia del país y tendrá que ser el pueblo mexicano el que lo defienda con dignidad y amor a la nación; y del que deberá surgir la chispa que haga explotar un régimen caduco y hacer realidad un mundo donde quepan muchos mundos.
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