El profesor Luis Martín-Cabrera, al que no tengo el gusto de conocer personalmente, se dirigió por Twitter a la Revista Contexto para promocionar su artículo El litio como botín de guerra no justifica ni el golpe ni la gestión de Evo Morales, publicado el 22 de noviembre en La Marea, como «una respuesta directa a […]
El profesor Luis Martín-Cabrera, al que no tengo el gusto de conocer personalmente, se dirigió por Twitter a la Revista Contexto para promocionar su artículo El litio como botín de guerra no justifica ni el golpe ni la gestión de Evo Morales, publicado el 22 de noviembre en La Marea, como «una respuesta directa a la tesis del golpe del litio que defiende el articulo que publicasteis de @AlejoPedregal«; es decir, como una respuesta a mi artículo El golpe de Bolivia huele a litio, publicado dos días antes. La alusión me llamó la atención, entre otras cosas, porque en ningún momento a lo largo de su texto Martín-Cabrera hace referencia explícita a mi trabajo. Pero tanto por la mención directa como por el contenido de su artículo, solicité a La Marea ejercer mi derecho a réplica, cosa que se me ofreció, por lo cual estoy especialmente agradecido a este medio. El siguiente texto primero resume y analiza críticamente los puntos centrales del artículo de Martín-Cabrera, para después, a modo de conclusión, situarlos en relación con las posiciones que otros reconocidos intelectuales han expresado en las últimas semanas a propósito del golpe de Estado en Bolivia. Como trataré de demostrar, estas posiciones están cargadas de equívocos y falsedades que parecieran servir mejor a los intereses golpistas que a los de aquellas minorías a las que claman representar.
El golpe como «hipótesis» y las «preguntas incómodas»
En su texto, el profesor Martín-Cabrera comienza por reconocer los trágicos acontecimientos en Bolivia como parte de un golpe de Estado y expresa su preocupación ante el machismo y el racismo que ha despertado el alzamiento de Luis Camacho y el gobierno de facto de Jeanine Áñez. Esta preocupación le dura lo que dura el primer párrafo, ya que a partir del «sin embargo» con el que abre el segundo, y hasta el final de su artículo, pasa a centrarse en los males del gobierno de Evo Morales; males por los que ha sido, debemos suponer, duramente castigado. A partir de ese momento, los debates sobre el golpe pasan a ser «bizantinas discusiones filológicas», ya que la «óptica izquierda/derecha (…) construyen un universo binario y maniqueo» que no sirve para analizar la complejidad del país ni el «colonialismo interno» del mandato de Evo Morales. Y aunque pocas veces «discusiones filológicas» se hayan cobrado tantas vidas, debemos confiar en que Martín-Cabrera será capaz de ofrecernos una serie de herramientas superiores para analizar la complejidad de la situación. Veamos.
Así, en un peculiar giro argumental, lo primero que hace el profesor es adherirse a las tesis de la socióloga boliviana Silvia Rivera Cusicanqui, quien cuestionó la «hipótesis» del golpe de Estado como si de un simple mecanismo discursivo se tratara, y subrayó la «degradación» del gobierno de Evo Morales que habría conducido a esos acontecimientos. Este planteamiento le sirve a Martín-Cabrera para abrir una serie de «preguntas incómodas» a la «izquierda internacional» sobre aspectos que minan la legitimidad política de Evo Morales. Buena parte de estas cuestiones se dedican a la reelección de este y la incapacidad del MAS para haber generado una alternativa interna a su liderazgo. Más allá de la posible torpeza política de aquel proceso o que el autor pase por alto el llamativo incremento en la «asistencia al desarrollo» de EEUU previo al referéndum constitucional de 2016 a través de agencias y organizaciones enfrentadas a Evo Morales, cabe preguntarse si, mientras Bolivia se sumerge en una espiral trágica y violenta, es el tema de la reelección un asunto central sobre el que debatir hoy, una vez la candidatura de Evo Morales y Álvaro García Linera había sido aceptada por instancias nacionales e internacionales hace ya bastante tiempo.
En todo caso, no son estas las únicas «preguntas incómodas» que lanza Martín-Cabrera. Por el contrario, las siguientes resultan aún más incómodas… aunque posiblemente no por los motivos que cree el profesor.
Así, por ejemplo, se pregunta por un supuesto trato de favor en el Tribunal Supremo Electoral (TSE). Y para ello se basa, exclusivamente, en la acusación vertida por Pablo Solón (ambientalista boliviano y antiguo embajador ante la ONU hasta 2011) en un debate en Democracy Now! el 13 de noviembre; una intervención en la que no sólo Solón no aportó prueba alguna de sus acusaciones, sino que utilizó para desencadenar un ajuste de cuentas con sus antiguos compañeros de gobierno y negar que lo que ocurría en su país fuera un golpe de Estado.
Otra de las «preguntas incómodas» de Martín-Cabrera se refiere a si hay que «desestimar la degradación o el autoritarismo como mal menor en nombre de las políticas sociales del MAS». A pesar de que, como veremos, esta degradación y autoritarismo no se contrastan con suficientes hechos en su artículo, quizá la mejor forma de encontrar una respuesta fuera cuestionando a la gente reprimida y masacrada desde el golpe de Estado. Cuando el profesor publicaba su artículo ya se contabilizaban más de 30 muertos a manos del gobierno de facto.
Pero las más asombrosas de esas «preguntas incómodas» se refieren a «quién y por qué suspende el conteo electoral rápido» del 20 de octubre y si «podemos justificar el fraude electoral verificado no sólo por la OEA sino por múltiples auditorias nacionales e internacionales». Y es que si Martín-Cabrera se hubiera molestado en leer el informe del Center for Economic and Policy Research (CEPR) del 11 de noviembre -¡11 días antes de la publicación de su artículo!- sabría perfectamente quién y por qué se suspendió la Transmisión de Resultados Electorales Preliminares (TREP): se detuvo «cuando el 83,85% de las hojas de conteo ya habían sido verificadas» como «el TSE había anunciado que haría a más de una semana previa a las elecciones», siguiendo un procedimiento recomendado y elogiado por la OEA previamente. Del mismo modo, y a propósito del supuesto fraude verificado tanto por la OEA como por múltiples auditorias -a pesar de que no aporte ninguna de ellas y la OEA hasta entonces sólo había publicado un informe preliminar duramente criticado incluso por aquellos que integraron su misión-, Martín-Cabrera podría haber dispuesto, además del informe del CEPR -donde se señala que «ni la misión de la OEA ni ningún otro partido han demostrado que hubo irregularidades generalizadas o sistemáticas»-, del publicado el 13 de noviembre por el profesor de la Universidad de Michigan Walter Mebane, experto internacional en fraudes electorales, quien después de analizar con el 100% de las mesas volcadas las escasas irregularidades que encontró, señalaba que «aún eliminando todos los votos ‘fraudulentos’, el MAS tiene un margen de más del 10% sobre [el partido opositor] CC». (Es más: Incluso hoy, después de la reciente publicación de la auditoria de la OEA -¡con 44 días de retraso!- el informe no prueba fraude alguno y su intencionalidad política es cuestionada, como ha señalado una vez más el CEPR, así como el bioinformático argentino Rodrigo Quiroga).
Así, cabe preguntarse si el profesor Martín-Cabrera, ante estas evidencias aparecidas con suficiente antelación a su artículo, emite estas «pregunta incómodas» como ignorante o como malintencionado. En cualquiera de los dos casos, la autoridad intelectual de su argumentario queda severamente debilitada.
A vueltas con la retórica feminista postmoderna y el modelo patriarcal-colonial
Martín-Cabrera señala después la «notable reducción de la pobreza a través de políticas públicas de redistribución de la riqueza» durante el gobierno de Evo Morales y el reconocimiento, aunque sea de manera cosmética para él, de «la mayoría aymara, quechua y guaraní del país» que ha transformado Bolivia «en un Estado plurinacional». Pero inmediatamente pasa a cuestionar el «modelo económico» sobre el que se han basado estos avances, y carga su texto de una retórica feminista postmoderna -conveniente e impostada, como después veremos- para atizar al supuesto silencio con el que «en el relato del golpe de Estado» (porque el golpe ya es simplemente un relato) la «izquierda internacional» ha tratado al movimiento feminista boliviano. Por supuesto, para Martín-Cabrera ese movimiento se reduce, exclusivamente, a aquellos ejemplos que sirven para justificar su argumentario. Y así, el profesor se detiene en el trabajo del colectivo Mujeres Creando y de un mural abiertamente crítico con el «extractivismo patriarcal» del Estado boliviano bajo mandato de Evo Morales -mural tristemente «profanado», como destaca el autor; una «profanación» que no sabemos si le preocupa tanto o más que las masacres de las últimas semanas, ya que estas no merecen tanto espacio-.
Por supuesto, una de las cabezas al frente de Mujeres Creando es María Galindo, figura radicalmente crítica con Evo Morales desde el primer día, al que después del golpe calificó de «macho» y «caudillo», y que repitió públicamente las acusaciones infundadas de fraude de la OEA. Del golpe, Galindo escribió que era «sólo la mitad del conflicto», siendo el desenlace violento de este el cauce natural del «callejón sin salida» al que el MAS había llevado al país. Por ello, concluía, «lo más subversivo es no tener bando». Como destaca el propio Martín-Cabrera, esta visión equidistante del conflicto, como «una pelea de gallos entre dos caudillos», coincide con otras posiciones feministas, como la de la socióloga y fundadora del Ejército Guerrillero Tupac Katari (EGTK) Raquel Gutiérrez, quien en su día fuera esposa de Álvaro García Linera.
Al reconocer que «las regalías obtenidas» por el extractivismo y los agronegocios sirvieron «para financiar programas sociales», el profesor Martín-Cabrera se pregunta «por qué nunca intentaron cambiar el modelo de desarrollo patriarcal colonial». En ningún momento se le ocurre interrogarse por la capacidad de maniobra de los países periféricos dentro de la lógica del capital global, o por la dependencia que esta lógica implica ante las urgencias ciudadanas o la presión que significan los altos índices de pobreza (que Evo Morales heredó en cifras del 60,6% y redujo al 34,6%; del 38,2% al 15,2% en el caso de la pobreza extrema). Tampoco se cuestiona Martín-Cabrera si ese margen de maniobra le ha permitido históricamente a la periferia, y en grados muy limitados -no sin dejar de estar amenazada o perseguida, como muestran tantos casos, desde Cuba a Chile o recientemente Venezuela-, algo más que disputar el control por los recursos nacionales; o si dentro de procesos históricos tan extensos por la soberanía y la emancipación, la alternativa de que la gestión política esté en manos de la oligarquía ha mejorado alguna vez las condiciones materiales de las mayorías sociales en estos países.
Nada de eso. Lo que le preocupa es esta «lógica extractivista-patriarcal» del Estado, y por ello se detiene en el conflicto del TIPNIS del 2010-2011, al que dedica varios párrafos adornados con algún detalle de su propio trabajo etnográfico. Sin embargo, ante tanta preocupación por la violencia policial de hace ocho años, Martín-Cabrera no menciona ningún otro ejemplo que avale la represión sistémica de que acusa al gobierno de Evo Morales; tampoco que el propio presidente se disculpó públicamente por aquellos episodios o que sobre la instrumentalización de la protesta existen algo más que oscuros indicios de financiación de la USAID.
Aún así, el profesor continúa, sin más pruebas que su propia construcción discursiva, equiparando lo que llama «el triángulo simbólico patriarcal por excelencia» (Evo Morales, Carlos Mesa y Luis Camacho) para subrayar que él se sitúa entre aquellos que prefieren no plegarse «a alguno de los redentores en oferta», ya que «todos queman la casa del enemigo» y buscan acumular poder «para financiar la represión». Debemos suponer que el hecho de que nadie muriera en las protestas tras las elecciones del 20 de octubre y que más de 30 (todas del mismo bando) lo hayan hecho tras las masacres después del golpe debe pertenecer también al mundo de lo «simbólico». Con todo, Martín-Cabrera se permite darle consejos a Evo Morales para «evitar un baño de sangre», lo que el propio presidente ya había hecho con su renuncia y salida del país.
El litio y los modelos de explotación y distribución
La última parte del artículo se centra en el papel del litio como «botín de guerra» en el conflicto; papel que, según su autor, desmonta «el relato de la izquierda». Este relato ligaría al golpe de Estado (como simple cuestión retórica) a la participación de la inteligencia estadounidense y la oligarquía racista y fundamentalista boliviana. Cabe imaginar que, como parte de un relato, una vez más estos aspectos no son más que construcciones ideológicas de la «izquierda internacional», a pesar de las evidencias documentales que desbordan los límites de lo «discursivo».
Y entonces Martín-Cabrera pasa de nuevo al ataque contra el gobierno de Evo Morales -cuya llegada al poder ubica en 2008, aunque fuera en realidad en 2006-, quien para nada sería «un defensor puro de los recursos naturales y la diversidad ecológica de su país». El profesor apoya su afirmación, exclusivamente, en conjeturas sin probar («El modo en que se realiza la transferencia de los terrenos ya es sospechoso») y el infalible recurso etnográfico de sus propio viajes; recurso que le da la superioridad moral de la que que antes acusaba a «la óptica izquierda/derecha» y al «universo binario». Así, él sí está en disposición de repartir los papeles de buenos y malos, valientes e ingenuos (por ejemplo, al referirse a la visión «siniestra» de los líderes de FRUCTAS o hablar de la creencia de algunos en que el litio les sacaría de la miseria).
Martín-Cabrera pretende convencernos de que el papel de Evo Morales con la industria del litio no ha sido más que el de un gestor «de un proyecto nacionalista extractivista», una gestión que califica como «pésima». Suponemos que eso de aspirar al control soberano sobre los recursos y la tecnología para contribuir al desarrollo económico (para que, por ejemplo, el PIB crezca un 327% en 13 años; aunque bien sabemos por otros múltiples casos que eso no asegura estar libre de amenaza externa) le debe parecer poca cosa al profesor… Como ejemplo de esa «pésima gestión» expone el acuerdo alcanzado con ACI Systems Alemania (ACISA) para la explotación del salar de Uyuni -que sitúa erróneamente en abril de 2018, cuando en realidad fue en diciembre de ese mismo año- y la derogación del mismo el pasado 4 de noviembre, debido a las presiones que antes de las elecciones habían ejercido las protestas del Comité Cívico Potosino (Comcipo). Pasa por alto, eso sí, las evidencias (que documenté en mi artículo) sobre el interés del presidente del Comcipo, Marco Pumari, por instrumentalizar la protesta en favor de Carlos Mesa, los episodios racistas que se dieron durante ella o la adhesión de Pumari al discurso fundamentalista de Luis Camacho, del que podría ser aliado para las próximas elecciones, mientras los analistas hoy no dudan en situar a ambos en el espectro ideológico de la extrema derecha. Además, tampoco señala Martín-Cabrera que las protestas del Comcipo no trataban de modificar el modelo de desarrollo extractivista del que acusa al gobierno de Evo Morales, sino de presionar sobre una renegociación de las regalías, por lo que cuesta entender que esta lucha sea reivindicada por el profesor. (En esta contradicción parece acompañarle su referente Pablo Solón, quien no ha dudado en hacerse acompañar de Pumari en apariciones públicas y flirtea con la idea de unirse a él y Camacho para las elecciones.)
Sin embargo, Martín-Cabrera afirma que, además de entre el Comcipo y el gobierno, el conflicto también tenía que ver con la cosmovisión de las comunidades indígenas de que «el salar es un ser vivo sagrado (…), un miembro más de la familia»; un aspecto por supuesto relevante que merecería por sí mucho más espacio para tratar. Sin embargo, según el profesor, para estas comunidades su explotación se vería no como una afrenta a su identidad colectiva o una tragedia del ecosistema del que forman parte… sino como «una catástrofe epistemológica» -una expresión de tal pomposidad académica que uno no sabe si su autor buscaba asociar su trabajo a las preocupaciones centrales de Boaventura de Sousa Santos u homenajear a Les Luthiers-.
Para cerrar, Martín-Cabrera reitera que Evo Morales «jamás se ha planteado escuchar a estas comunidades»; imaginamos que las indígenas de las que él se erige en portavoz, ya que con el Comcipo se sentó a negociar directamente, lo que llevó al cese de las protestas. E insiste el profesor en señalarnos que, con el litio, «lo que estaba en juego era simplemente el modelo de explotación y la distribución de los beneficios». Algo que suponemos, una vez más, debe resultarle insignificante, a pesar de que, como reconocía más arriba, esa simple diferencia entre modelos fuera la base de logros sociales incuestionables que aún hoy nadie se atreve a negarle al gobierno de Evo Morales.
Y por último, enfatizando aún más su equidistancia intelectual, Martín-Cabrera recomienda a la «izquierda internacional» escuchar a aquellos «colectivos de la sociedad civil que no están afiliados con ninguno de los caudillos en pugna»; y, en su infinita sabiduría, nos ofrece unas lista de algunos de ellos.
Algunos apuntes a modo de conclusión
En nuestro brevísimo diálogo público en Twitter, al señalarle que su posición y las de los referentes intelectuales a los que había recurrido en su artículo le hacían el juego a los golpistas, el profesor Martín-Cabrera me replicaba que en ningún momento «negamos el golpe», en plural, y expresaba su satisfacción por «estar en tan buena compañía con Gutiérrez, ribera Cusicanqui [sic] y zibechi [sic]». Lo cierto es que tal afirmación resultaba llamativa porque, como hemos visto, Rivera Cusicanqui se refería al golpe como una simple «hipótesis», Raquel Gutiérrez escribía del «golpe-cívico» -entrecomillándolo- como una historia de la cúpula del MAS para «negar sus responsabilidades y regodearse en su papel de víctimas», y Raúl Zibechi (periodista y activista uruguayo) también entrecomillaba el «golpe» para negar su existencia, acusar de golpista al propio Evo Morales y dar su apoyo crítico a lo que denominaba «un levantamiento popular». Por supuesto, todas estas posturas se apoyaban en las denuncias de fraude sin prueba alguna (porque no las hay), y se situaban al margen de «los bandos en guerra». Así pues, si aún no tiene claro el profesor Martín-Cabrera en qué momento negaba el golpe el colectivo intelectual con el que se alía, le bastaría con hacer un repaso de los artículos que este ha publicado al respecto para encontrarlo.
En ese mismo diálogo, y al sugerirle la lectura de un artículo del filósofo marxista argentino Néstor Kohán que denunciaba estas posiciones frente al golpe, Martín-Cabrera confundía a Kohán con el politólogo Atilio Borón para acusar a este, gratuitamente, de «machismo leninismo». Aún así, si cualquiera de estas figuras no le merecen suficiente respecto intelectual, bien podría buscar otras denuncias, como las de Noam Chomsky, Leonardo Boff, Enrique Dussel, Pablo Jofre Leal, Ana Esther Ceceña, Gilberto López y Rivas, Luis Hernández Navarro, Alicia Castellanos Guerrero, Pablo González Casanova y tantos otros. Si al profesor, que alguna vez se presentó como «comunista sin partido«, estos nombres le resultan demasiado «ortodoxos», podría haber recurrido a las duras críticas con que un destacado decolonial como Ramón Grosfogel se refirió al golpe y a la postura de Rivera Cusicanqui.
Y si aún así, estas referencias le parecen a Martín-Cabrera demasiado «patriarcales», «izquierdistas» o «internacionales», podría haber contrastado su retórica feminista con otras visiones que desde esa perspectiva sí se han manifestado contra el golpe, sin dejar de reconocer la complejidad interna del conflicto, pero tampoco los logros institucionales extraordinarios de la mujer boliviana a nivel internacional en estos años. Este es el caso de Adriana Guzmán, de Feminismo Comunitario Antipatriarcal de Bolivia y Feministas de Abya Yala (y a la que Pablo Solón despreció en su debate en DN!), quien, además de subrayar que con Evo Morales hubo logros inimaginables antes y el escenario para avanzar, siendo mejorable, era mejor con él que bajo otras condiciones -«pude mandar a mis hijos a la universidad [y] eso no podría haberlo hecho antes»-, señaló que «las feministas no estamos por encima de lo que está pasando, porque es a nuestras hermanas y a nuestros hermanos que están agrediendo. Y decir que todo es lo mismo no nos parece ni suficiente ni que aporta a la resolución de los conflictos ahora».
También podría el profesor haber dado una visión panorámica más compleja del movimiento y de las denuncias del feminismo indígena contra el golpe, e incluir entre sus «colectivos de la sociedad civil» a los múltiples grupos feministas que «estamos de pie, junto a las mujeres, y al pueblo de Bolivia. Rechazamos el Golpe de Estado, y la reacción racista, misógina, colonial y patriarcal de los comandos cívicos. Rechazamos la injerencia imperialista (…), con sus políticas violentas, golpistas, guerreristas»; o que al preguntarse «¿qué es lo que, los sectores dominantes, no le perdonan al pueblo, al Evo, al MAS y al proceso de cambio? ¿Por qué tanto odio y rabia?», no tenían problema en responder, con la claridad que otros no ven, que «no nos perdonan; al pueblo, a los indios e indias, a las y los empobrecidos, que en su cancha con su pelota, con árbitro vendido y sin el apoyo de las grandes ligas internacionales (embajada de EE.UU.) hemos abierto un espacio y tiempo, para pensarnos y descubrirnos capaces de autogobernarnos».
Debemos suponer que para Martín-Cabrera todas estas voces (feministas, indígenas y bolivianas) deben encuadrarse dentro de esa «izquierda internacional» a la que denuncia, como también deben serlo las de aquellas mujeres indígenas del grupo Jallalla-Marichiwew -por supuesto, con mucha menos visibilidad que otras estrellas de la academia- que respondieron a otra expresión del intelectualismo equidistante, esta vez en la voz de la antropóloga argentina Rita Segato, cuando esta llegó a comparar a Evo Morales con Jair Bolsonaro e insistió en la supuesta «visión binaria» que domina la lectura del conflicto (porque, según ella, Evo Morales no es «una figura perfecta», sino un machista; y, en una mistificación condescendiente del «buen salvaje», tampoco es un aymara, sino un sindicalista). Las feministas indígenas no tuvieron inconveniente en calificar el feminismo de Segato como «blanco», para señalarle que «los discursos ‘no binarios’, como lo plantea (…) terminan asimilando a dos posiciones contrarias como si fueran equivalentes».
¿Cómo se podría hablar de dos posiciones, la de un gobierno legítimo y la de uno de facto apoyado en la oligarquía y el imperialismo, como si fueran iguales en fuerza o en historia? Y es que, como bien han destacado otras voces, también femeninas y feministas como la de la educadora popular Claudia Korol, «necesitamos decir que el feminismo popular, sabe distinguir entre las dificultades históricas de la cultura patriarcal de nuestros pueblos, y las políticas imperialistas y oligárquicas que nos golpean. Sabemos distinguir entre Salvador Allende y Pinochet, entre Hugo Chávez y Guaidós, entre Mel Zelaya y Micheletti, entre Lula y Bolsonaro. No hacerlo es ser indiferentes a los sentires y a las luchas de las mujeres y de los pueblos». Porque como ha subrayado Sandra Cossio, de la Confederación Nacional de Mujeres Campesinas Indígenas Originarias Bartolina Sisa, con el golpe «sabemos que como mujeres hemos perdido un espacio dentro de los actores políticos».
Como todas estas mujeres han indicado, el discurso equidistante y falaz de que «Evo cayó por su propio peso» pasa por alto una evidencia incuestionable, más aún con las investigaciones disponibles: que Evo Morales, con o sin «degradación», venció en las elecciones del 20 de octubre con más de un 47% de los votos y una diferencia de más del 10% sobre Carlos Mesa. Ante un golpe de Estado y las masacres que le han seguido, la intelectualidad crítica debería marcar ese dato como una línea roja que no se puede traspasar. Porque con los muertos aún calientes en las calles y las múltiples expresiones de represión, racismo y fundamentalismo religioso, hay límites al relativismo moral. Estos límites pasan hoy por defender los procesos democráticos, su legitimidad y legalidad; exigir el reconocimiento de los resultados, de la mayoría social que continúa apoyando al MAS y a Evo Morales, y la restitución del orden constitucional; y reivindicar los logros sociales de estos últimos 13 años, porque sobre ellos se augura más factible que las clases populares, las comunidades indígenas y las mujeres logren otros cambios igualmente necesarios, incluso urgentes, que sobre la restauración del poder oligárquico que dominó la política boliviana por tantos siglos.
Y esos límites ponen también a los intelectuales ante el espejo. ¿Alguien esperaría que en septiembre de 1973, días o semanas después de que hubieran bombardeado el Palacio de La Moneda, los intelectuales hubieran salido a discutir los errores de Salvador Allende para, por ejemplo, dar respuesta a las exigencias del proletariado chileno como explicación (si no justificación) del golpe de Augusto Pinochet? Es más, ¿y si se hubieran puesto a debatir sobre si debía ser calificado de golpe o no, y a quién beneficiaría denominarlo así o qué legitimaría y qué no? ¿Podría considerarse a esa intelectualidad digna de autoridad política o ética alguna? ¿Alguien se acordaría de ella hoy, excepto para evidenciar las dimensiones infinitas de la desvergüenza intelectual? Desde luego, si hubo intelectuales que plantearon cuestiones de ese tipo, hoy, por suerte, nadie los recuerda. Esto es así porque, más allá de las miserias que pudiéramos achacar a la democracia liberal -debate en el que me identifico como un constante agitador-, ante la reacción criminal de las oligarquías, todas las posiciones progresistas, tanto revolucionarias como reformistas (como también hicieron en los años 30 ante el avance del fascismo), entendieron entonces y entienden hoy que la legitimidad democrática de Allende (fundamentada en un 36,62% de los votos y una diferencia de menos del 1,5% sobre su principal contrincante presidencial en 1970, habiendo perdido las elecciones parlamentarias de 1973 frente al bloque de la derecha y estando acosado por el esfuerzo de Estados Unidos para «hacer que la economía [chilena] gritara«) debía ser un límite infranqueable. Se comprendió y se comprende que, en circunstancias históricas críticas y particulares, ciertos bastiones, como el de la democracia representativa, deben ser defendidos frente a la regresión, aunque eso lleve a aparcar determinados proyectos revolucionarios; a hacer política de retaguardia y no de vanguardia. Porque no son pocos los avances en las sociedades burguesas que se lograron y se logran gracias a las luchas populares; y esos avances, aún recortados, deben ser reivindicados y protegidos ante la amenaza reaccionaria de la oligarquía (del mismo modo que hoy autores desde John Bellamy Foster a David Harvey o Boaventura de Sousa Santos piden esfuerzos unitarios a las izquierdas ante la confluencia entre neoliberalismo y fascismo que amenaza la supervivencia de la democracia representativa formal, sin por ello renunciar a las críticas de las carencias de esta).
Posiciones como las del profesor Martín-Cabrera y el colectivo intelectual al que se adhiere no hacen más que sustituir una supuesta «visión binaria» por una extensión de la teoría de los dos demonios, que, evidentemente, resulta instrumental para aquellos que han dado el golpe en Bolivia. Ese «universo binario» del que acusan a la «izquierda internacional» solo existe en sus cabezas, porque nadie busca «figuras perfectas» (o buenos y malos) en los dirigentes políticos, más que los fanáticos o los ingenuos. Nadie pretende, por tanto, minimizar la complejidad de los conflictos políticos nacionales en Bolivia, ni los errores, torpezas, expresiones patriarcales o limitaciones político-económicas del gobierno de Evo Morales, pero eso no puede servir para «explicar» el golpe o derribar todo el proceso que ha vivido el país en estos 13 años, menos aún cuando el apoyo popular al mismo sigue siendo extraordinariamente alto. Todo conflicto refleja la pugna por intereses materiales y entre prioridades en la voluntad política de los actores en él, ya sean para beneficio de las mayorías o para el de las élites locales y/o extranjeras, y habitualmente ninguna de estas posiciones alcanza sus objetivos de forma pura, sino por medio de negociaciones y disputas que a veces concilian y otras enfrentan posturas antagónicas. Por mucho que estos intelectuales no quieran asimilarse a ningún bando en conflicto, el trabajo intelectual no se elabora sobre un mundo abstracto de ideas y sin repercusión sobre el suelo que pisan los demás mortales, sino sobre situaciones históricas específicas. Y en medio de un conflicto que ya ha costado tantas vidas conviene preguntarse a quién beneficia su labor.
Los intelectuales equidistantes que, entretenidos en sus juegos relativistas y ante la reacción criminal de la oligarquía boliviana, insisten en esta variante de la teoría de los dos demonios para equiparar golpismo y legitimidad democrática en Bolivia, se parecen hoy más que nunca a los intelectuales apolíticos a los que se dirigió en su día el poeta y guerrillero guatemalteco Otto René Castillo para advertirles de que cuando fueran «interrogados / por el hombre / sencillo / de nuestro pueblo (…) / sobre lo que hicieron / cuando / la patria se apagaba / lentamente, (…) / Os devorará un buitre de silencio / las entrañas. / Os roerá el alma / vuestra propia miseria. / Y callaréis, / avergonzados de vosotros». Porque si, como dejó escrito Antonio Gramsci, la indiferencia es el peso muerto de la historia, ante la tragedia y la barbarie de esta, la equidistancia no es más que el peso muerto de la intelectualidad.