Cierre o no cierre un ciclo político de la Argentina, la desaparición de Néstor Kirchner es un punto de inflexión de la política argentina. Fue, sin lugar a dudas, el eje de rotación sobre el que giró la vida política y las disputas de poder durante los últimos 7 años. Lejos de la mitologización apurada […]
Cierre o no cierre un ciclo político de la Argentina, la desaparición de Néstor Kirchner es un punto de inflexión de la política argentina. Fue, sin lugar a dudas, el eje de rotación sobre el que giró la vida política y las disputas de poder durante los últimos 7 años. Lejos de la mitologización apurada o la indiferencia mal disimulada, el fenómeno kirchnerista concentra, como el punto aleph, todas las dimensiones de la política nacional, sus contradicciones, sus virtudes, defectos, pasiones y debilidades. Néstor Kirchner no cayó del cielo como un mesías del progresismo oculto tras bastidores por décadas ni es un títere de las circunstancias. Ha concentrado en su propia persona la expresión de un tiempo complejo y atrayente. Una orientación alternativa y de izquierda al proyecto kirchnerista y al modelo neodesarrollista, exige una comprensión profunda de un fenómeno que involucra el sentir popular y que es expresión dinámica de la nueva correlación de fuerzas abierta desde el 2001.
La fuerza del sentimiento colectivo
La muerte de Néstor Kirchner conmovió a la sociedad argentina. La amplia y masiva manifestación espontánea que rodeó las conmemoraciones que se realizaron en la Plaza de Mayo y otros lugares del país en el mes de octubre, fueron el índice de una movilización social sin precedentes. Las lecturas que se han realizado sobre este fenómeno han sido varias e incluso opuestas, pero en todos los casos coincidentes en relación al crecimiento de la figura y la estatura política de Kirchner.
Dos fueron, en esencia, los mensajes que la masa participante transmitió en aquella jornada: la advertencia de que se defenderían las conquistas sociales y democráticas consolidadas mediante algunas leyes impulsadas por el gobierno («Ni un paso atrás»), y la exigencia de avanzar más allá de lo realizado («Fuerza Cristina»). En todo caso, el enjuague ideológico intentado por algunos medios de comunicación y sectores de la derecha conservadora, de que había que inaugurar una etapa de «consenso» y dejar atrás la «confrontación», lo que traducido al lenguaje común significaba abandonar cualquier tipo de medida que pudiera molestar a ciertos grupos económicos, no cuadraron con la perspectiva mayoritaria. Ese sentimiento inscripto en carteles improvisados, en el llanto a veces sincero y a veces teatral, en el coro polifónico de las barras sobre la plaza, en el contagio colectivo de duelo y festividad, en esa transposición imaginaria en el cuerpo del otro, constituyen un dato insoslayable de la realidad política, una fuerza material que coloca el piso de las demandas y exigencias democráticas a un nivel superior de lo que ha estado la conciencia popular desde el golpe del 76.
Minimizar ese fantástico pronunciamiento colectivo de trabajadores, jóvenes, artistas e intelectuales impediría, literalmente, establecer un punto de contacto con lo mejor y más politizado de la sociedad argentina. Es allí donde se encuentra buena parte de las reservas capaces de ser movilizadas contra cualquier restauración conservadora y en definitiva la fuente que nutrirá cualquier avance popular. Lo que puede desconcertar, y que hay que explicar, es el motivo más profundo por el cual esa reserva popular simpatiza con el proyecto gubernamental a pesar de los límites que encierra. Desentrañar esos elementos contradictorios, que suponen un proceso de reconstrucción institucional pero también un nuevo compromiso social con las clases subalternas, luego de un ciclo largo de ajuste y represión, permite trazar una estrategia de superación del bipartidismo sin perder la brújula de la situación ni caer en la tentación de establecer alianzas de ocasión con las fuerzas restauradoras.
Si aspiramos a una transformación sustancial del orden existente, incluso del progresismo moderado de la gestión actual, no podríamos prescindir de ese primario sentimiento colectivo, de ese piso de sentido común que constituye el único suelo sobre el que puede inscribirse un nuevo sentido.
Un proceso contradictorio
La idea de que con la muerte de Néstor Kirchner ha nacido un mito está, todavía, por verse. Depende por entero de la percepción popular, de lo que un pueblo puede hacer él mismo con ese fardo, de cómo podría instrumentalizarlo. Sin embargo, el mito del superhéroe, que en ocasiones puede fungir, y ha fungido en la historia universal, como utopía redentora o como referente exterior vertical de un lazo colectivo horizontal, es también y al mismo tiempo negadora del hecho histórico y de la percepción crítica, que encuentra pliegues y rugosidades donde la mitología descubre un cuento feliz. Así, por ejemplo, Néstor Kirchner apareció fuera de tiempo y lugar, como si hubiera llegado de Marte a salvar a un pueblo, sacarlo del estancamiento e impulsar sabiamente (con su libretita negra) la economía, redimir a las Madres y Abuelas que tanto lo estuvieron esperando y acometer como verdadero Quijote su cruzada contra monopolios y oligarcas. La imagen del superhéroe enfrentando al supervillano pedagogiza, pero por eso mismo también infantiliza, la construcción de liderazgo y la medida y anchura de su capacidad transformadora. Hay algo de artificial en todo eso.
La evocación heroica, la que se inscribe en la propaganda agitativa de programas como «6-7-8», se hace incompatible con el hecho histórico. El mito le huye a la reflexión como la física al vacío, haciendo inaudibles las contradicciones propias del personaje. Desaparecen de la versión mítica oficial parte sustancial de la biografía, los negocios inmobiliarios millonarios que realizaba el matrimonio en Santa Cruz con propiedades mientras madres y activistas luchaban contra la dictadura, su participación en la gestión menemista de los 90, la promoción de la descentralización y privatización de YPF y su actuación como político profesional siempre asociado a las internas del justicialismo, como su alianza con Duhalde, los barones del conurbano y los conservadores gobernadores justicialistas, como Schiaretti, De La Sota y tantos otros, además de la renovación automática de licencias realizada a la medida del monopolio Clarín y el señor Magnetto hacia el final del mandato de Néstor, un perfil bastante alejado del militante combativo de la JP y la juventud maravillosa de los ’70 o de la lucha y resistencia popular a las políticas neoliberales del menemismo de la primera década del 90, un perfil revolucionario que paradójicamente también los nostálgicos del conservadurismo social, político y cultural de aquellos años se empeñan en inventar para hacer de las medidas progresistas realizadas desde el Ejecutivo por el matrimonio, poco más que un vía crucis hacia la dictadura totalitaria del comunismo de acuerdo al manual del buen demonio que Fidel Castro y Hugo Chávez les prestaron en una de las tantas visitas que la pareja presidencia les hizo en el infierno.
El mito no logra contextualizar las vicisitudes y ambigüedades del político pragmático porque lo eleva a la categoría de mesías, que inscribe sus acciones en la dinámica inexorable de un destino manifiesto.
Una perspectiva crítica no le quita méritos al matrimonio presidencial, pero los encuentra en los eventos palpables y en las circunstancias contradictorias que los empujaron a tomar medidas que ellos mismos nunca habían imaginado. ¿No había estado «el flaco» asociado a Clarín durante 4 años, antes de volverse el Lenin argentino en la lucha contra los monopolios mediáticos? Kirchner nunca sostuvo una genuina plataforma de derechos humanos ni abogó por la nacionalización de las AFJP, nunca fue un general de la liberación nacional y social ni se propuso acorralar a los magnates de la prensa y la televisión. Si logró llevar a cabo algunas de estas medidas, no fue por su coherencia o su visión estratégica, sino por otras habilidades y capacidades de político astuto y sagaz, algo particularmente valorado al interior del peronismo.
Si algunos sectores de la izquierda vieron en cada giro progresista, en cada medida acertada, una maniobra oscura y artera para ocultar sus propósitos y engañar más vilmente aún a los incrédulos, los patriotas kirchneristas de último minuto han transformado a Kirchner en el líder lúcido, clarividente, al estratega genial que había estado esperando durante tantas décadas el momento oportuno para acometer sus más heroicos combates.
Si la figura de Kirchner se volverá o no un mito nacional, tal es la intención del aparato de propaganda del kirchnerismo, dependerá, como dijimos, de la consideración popular, de la batalla hegemónica por escribir un pedazo de la historia en la memoria popular.
Los héroes alcanzan la cúspide del Olimpo cuando son capaces de dar vuelta una página de la historia nacional, de sentar nuevas bases y refundar los pilares sociales, políticos e ideológicos sobre los que se asienta la vida colectiva. Por eso con tanta recurrencia en la historia, los jefes militares de batallas épicas o líderes revolucionarios populares hayan o no triunfado, o también aquellos que supieron atraer a la arena pública a millones de personas con su arenga y su carisma, han sido elevados a la categoría de mito nacional. De Napoleón al Che Guevara, de Lincoln a Sandino, cada nación tiene los suyos, grandes, medianos y pequeños. de En el siglo XX esa condición estuvo ligada a la capacidad del líder de sintetizar el imaginario colectivo, poner en movimiento grandes porciones de las capas explotadas y a los más marginados y sometidos a sentirse dueños del presente. Perón, por caso, forjó desde arriba un poderoso movimiento social, movilizó a la clase obrera y contribuyó a darle fuerza social y política, fundó la ciudadanía social para el obrero y la ciudadanía política de la mujer, le otorgó identidad y autoestima colectiva a la clase obrera, lo que le permitió construir un partido de masas y renovar por entero el sistema político nacional. Perón se mereció su 17 de octubre. El liderazgo populista siempre incluyó un componente heterónomo y vertical en la relación entre liderazgo y movimiento, y puede ser expropiador de las capacidades autónomas de los explotados pero, a cambio, produce un sujeto capaz de identidad, unidad y organización, el principio primero de la autonomía. En definitiva, el líder populista construye en su acción política, en su apelación movilizadora, un pueblo. Ese carácter profundamente democratizador que poseen los movimientos populares de masas, llamados a extinguirse luego de la crisis de los años 70, los golpes militares del Cono Sur y la posterior crisis del bloque socialista, renovó su glosario con la aparición de Hugo Chávez, un mito viviente que movilizó a millones de obreros, campesinos y pobladores, que enfrentó y salió airoso del golpe militar del 2002, y tuvo el coraje de romper con el sistema político vigente y sus partidos para dar nacimiento a la V República mediante la convocatoria a una Asamblea Constituyente, reinventando profundamente la democracia venezolana.
A pesar de que el sistema político argentino quedó herido de muerte con la rebelión del 2001 que barrió con De La Rúa y 2 presidentes más en 15 días, a pesar del profundo descrédito que los partidos del régimen sufrieron, sobre todo la UCR pero también el PJ, nada semejante sucedió en Argentina. A revés de sostener el impulso movilizador que la calle irrigaba al sistema político, la orientación general del peronismo, tanto de Duhalde como posteriormente de Kirchner, fue la de volver a «un país en serio», restituyendo la política al lugar que tuvo durante décadas: el palacio. Aunque existía una profunda crisis de legitimidad del sistema de partidos, el proyecto de la transversalidad fue archivado tempranamente. A pesar de que las instituciones políticas tradicionales estaban heridas de muerte, ninguna asamblea constituyente fue convocada para refundar al país sobre nuevas bases y barrer con la herencia del Pacto de Olivos, un pacto que, al revés, fue renovado con la aprobación de la ley electoral bipartidista promovida hace poco por el Frente para la Victoria y apoyada por la UCR. Kirchner no protagonizó ni guió la acción popular del 2001. Tampoco orientó su gestión sostenido en los movimientos sociales, como Evo Morales en Bolivia. No emergió como caudillo de un nuevo partido y una nueva política, como hicieron los líderes gobernantes en Ecuador, Bolivia o Venezuela, ni promovió nuevas formas de democracia desde abajo como los Consejos Comunales u otras formas de poder popular. Tampoco transformó al peronismo de cáscara vacía de contenidos populares en un nuevo instrumento de poder, pues encontró el sostén que necesitaba para su proyecto no en las fuerzas emergentes que provenían de la sociedad movilizada sino en los viejos jefes partidistas. Y aunque el kirchnerismo como fenómeno vivo y dinámico ha tendido a prevalecer como fuerza propia en el imaginario de sus más fieles seguidores, el matrimonio gobernante jamás se permitió convertirlo en un instrumento superador del caduco aparato peronista sino que su esfuerzo estuvo en integrarse al mismo siempre y cuando pudiera manejarlo. La acechanza de traidores, conspiraciones en ciernes y dirigentes mal agradecidos cundió en el lenguaje presidencial como fruto inevitable de una estrategia institucional. Si Duhalde, Schiaretti, Solá, De La Sota o Das Neves son traidores empedernidos es sólo porque fueron, hasta hace poco, socios privilegiados. A la vuelta de cualquier esquina una nueva horneada de traidores, que hoy son buenos amigos y nadie debería atacarlos para no hacerle el juego a la derecha, aparecerán como esos bichos extraterrestres que se replican vaya a saber por qué maligna esencia destructiva. Scioli, Insfrán, Gioja y tantos otros podrían ser los nuevos judas acechando en el horizonte. Pero como es habitual en el peronismo, también puede suceder que algunos de los viejos traidores sean reintegrados nuevamente en el panteón de los amigos de la liberación nacional y social, quizá por ejemplo si se logra un buen armado electoral con De La Sota, Das Neves o Felipe Solá.
Si en los inicios del gobierno de Kirchner la transversalidad era viable de acuerdo a la «correlación de fuerzas» es una hipótesis contrafáctica que no puede resolverse. Hechos que parecían insólitos, como la avanzada contra los monopolios mediáticos o la nacionalización de las AFJP pudieron asentarse en la aprobación general de una parte importante de la población. Durante los primeros años del gobierno Kirchner, el matrimonio poseía la legitimidad suficiente para avanzar contra el viejo sistema de partidos, como lo demostró el triunfo arrasador de Cristina Fernández frente a Chiche Duhalde en las elecciones legislativas del 2005. También para renovar y democratizar la estructura sindical, que sin embargo quedó intacta. Se apoyó por el contrario en el viejo Partido Justicialista, corroído por la corrupción y las peores prácticas clientelares. Disposición popular para construir lo nuevo no faltaba. En Ecuador, con mucho menos, una Cámara de Diputados opositora y un partido de gobierno inexistente, se convocó a la Constituyente sostenidos en el fervor popular que sirvió como base instituyente de nuevas organizaciones e instituciones.
En definitiva, el kirchnerismo no alcanzó a forjar un pueblo ni le otorgó carta de ciudadanía. Revertir los peores índices de pobreza e indigencia en una década de crecimiento fenomenal producto de las condiciones favorables del comercio mundial y del rebote económico basado en la devaluación de la moneda comenzadas en el período de Duhalde y rematadas por su Ministro Lavagna no parecen ser credenciales suficientes para colocarlo en el panteón de los héroes. Tampoco por su abnegación espartana o su rectitud moral, que encajan más con personajes como Illia o incluso Alfonsín que con el perfil del matrimonio, una pareja de presidenciales millonarios y salpicados incluso por algunos casos de corrupción, el más notorio el de Jaime y su negocio de recaudación política ilegal.
Grandes y pequeños mitos
Aun así, Néstor Kirchner ejerció la realpolitik de manera virtuosa, supo leer la nueva situación inaugurada por las agitadas jornadas del 2001 y tomó medidas democratizadoras que han impactado en la sociedad y han colocado un nuevo piso democrático. Supo forjar un nuevo relato de la historia nacional y su máxima expresión se dio durante los festejos del Bicentenario, una nueva narrativa histórica, sesgada, inconclusa, parcial, pero que incorpora a los pueblos y caudillos populares, a la clase trabajadora y los inmigrantes como hacedores de la historia patria. Néstor Kirchner encabezó un periplo democratizador que repolitizó el espacio público y negoció en otros términos los contenidos de un Estado colonizado por las ideas liberales y tecnocráticas, así como recolocó las narrativas populares y la épica militante que tanto impacto está teniendo en la juventud. Quizá no alcance para transformarlo en un mito de la nación entera, pero sí puede serlo de la militancia kirchnerista esperanzada e ilusionada en darle continuidad a un movimiento histórico, un mito más pequeño, a la medida de su movimiento, que requería una mística movilizadora que se sobreponga a los desaguisados de aliados impresentables como el gobernador de Formosa, responsable de la represión y muerte de indígenas o de la patota sindical aliada de Pedraza y compañía, asesina del militante Mariano Ferreyra.
En definitiva, las virtudes de Néstor Kirchner quizá no estén en ser el estratega genial de la liberación nacional y social adaptada a los nuevos tiempos como lo imaginan muchos militantes populares sino en su lectura de lo nuevo que, como buen cuadro, pudo hacer incluso asentado en lo viejo. En la habilidad para conjugar ambos términos en unas condiciones de crisis estatal que alcanzó a encauzar trazando una bisectriz entre ambas. El resultado ha sido una década de ambigüedad y complejidad dinámicas, un relanzamiento del proceso de acumulación capitalista y de concentración económica combinado con la ganancia de espacios democráticos fundamentales, promoción de cierta inclusión social y búsqueda de un suave compromiso de clases. En una sociedad acostumbrada a la polaridad tranquilizadora de un blanco y un negro, la ciencia social, el análisis político y la pasión ciudadana chocaron contra las rocas submarinas de un fenómeno difícil.
En definitiva, es probable que Néstor Kirchner pase a la historia como aquel que mejor supo utilizar las dos cualidades que Maquiavelo entendía debía tener todo príncipe, la Fortuna y la Virtud. Fortuna pues le ayudó un período plagado de dichas económicas que la Argentina y de conjunto América latina pocas veces disfrutó en su historia. Pero la fortuna constituía para Maquiavelo sólo la mitad de su realización. La otra mitad la aporta la Virtud, que permite conducir las pasiones humanas, darles un cause jurídico y político, vencer los obstáculos y aprovechar la Fortuna en su propio beneficio. Desde el partido del orden, un personaje virtuoso, supo hacer suyas algunas de las más sentidas demandas populares para reconducir el proceso por los caminos institucionales que habían sido desbordados. Personificó como nadie la síntesis perfecta entre la fría razón de Estado y la ardorosa demanda callejera. El resultado ha sido un proceso político y un liderazgo que se han correspondido. La década y el personaje se mimetizan: resultaron contradictorios, ambiguos y enigmáticos.
Como en el libro de Campbell, el héroe de mil rostros expresa al héroe que somos cada uno de nosotros que busca encontrarse a sí mismo, como individuos y como sociedad. Hacia el final, la tarea del héroe es el ejercicio de autoconocimiento metafísico que toda sociedad hace de ella misma. En la Argentina de hoy parecen convivir la utopía como ideal y la política como hacedora de logros colectivos con el pragmatismo del hombre de negocios exitoso, pícaro para acomodarse, oportunista, lejos del espartano militante anarquista que muerto de hambre conservaba el dinero del sindicato en su bolsillo. Por algún motivo una generación todavía en crecimiento podría encontrarse en la figura de Néstor Kirchner, quizá como el reflejo más palpable de una sociedad contradictoria, ambigua, que aún no sabe del todo hacia dónde debe marchar ni que valores defender.
Jorge Sanmartino es Sociólog. UBA- IEALC, integrante del EDI
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