El sueño del presidente Evo Morales de construir en Bolivia un estado plurinacional con autonomías territoriales y administrativas indígenas recibió un indirecto respaldo internacional, tan importante como inesperado por provenir de un ámbito donde la discusión parecia nunca acabar.
La Declaración Universal de los Derechos de los Pueblos Indígenas, aprobada en la Organización de las Naciones Unidas (ONU) tras dos décadas de idas y venidas, llegó justo cuando la legitimidad del mandatario de origen aymara es cuestionada por una nueva corriente opositora derechista, liderada por grupos civiles impulsados por empresarios y terratenientes.
En el centro de esa oposición están las reformas que el izquierdista Morales denomina «revolución democrática y cultural».
Estos grupos de poder, desplazados en parte desde la llegada de Morales a La Paz, cobraron vigencia y se fortalecieron con las organizaciones conocidas como comités cívicos enfrentadas al avance político de los 36 pueblos originarios que pugnan por obtener gobiernos autónomos dotados de tierra y recursos financieros.
El escenario, hasta ahora pacífico y democrático es la Asamblea Constituyente, instalada en agosto del pasado año, pero ahora sumida en una severa crisis, paralizada y convertida en rehén de las presiones ejercidas por ciudadanos de la ciudad de Sucre, que reclaman el retorno de los poderes Ejecutivo y Legislativo, radicados desde 1899 en La Paz.
En este contexto, la declaración de la ONU del 13 de este mes se convierte de hecho en un respaldo internacional a una lucha de varias centenas de años de los pueblos indígenas de este país por recuperar sus formas de gobierno, sus territorios, derechos y capacidad de generar su desarrollo.
Hasta ahoira, la demanda de los pueblos autóctonos era vista por muchos como una aspiración aislada, así como cuestionada por los influyentes sectores empresariales y propietarios de grandes extensiones de tierra distribuidas en las regiones orientales de Bolivia, donde la agroindustria florece e impulsa las exportaciones no tradicionales.
Los observadores más pesimistas temen una salida violenta al problema, pero la Declaración Universal de los Derechos de los Pueblos Indígenas pone paño frío a la situación y obligará posiblemente a los sectores de oposición a debatir con mayor amplitud una compleja demanda de comunidades empobrecidas, aisladas y con poca participación en las decisiones políticas.
En el censo de población y vivienda realizado en 2001 se incorporó entre las preguntas si el entrevistado se adscribía a alguna corriente indígena. Entonces se conoció que 60 por ciento de los bolivianos se declaraba integrante de una cultura originaria.
Pero la oposición cuestiona ese dato y prefiere hablar de mestizaje como una categoría en la cual se diluye la fortaleza de los indígenas en este país con 9,3 millones de habitantes, según los últimos datos oficiales.
La Declaración reitera el principio universal de los derechos humanos y libertades del hombre, mandatos muy ajenos a la realidad en las zonas rurales bolivianas.
En las regiones amazónicas, en el norte boliviano y fronterizo con Brasil y en el Chaco, al sudeste de La Paz, muchos indígenas aún viven en condiciones de esclavitud, no son propietarios de las tierras donde laboran y viven y su fuerza de trabajo no es remunerada. Es donde se concentran los mayores problemas sociales de este país, el más empobrecio de América del Sur.
En medio de intensos debates sobre la viabilidad de las propuestas indígenas, el artículo 4 de la Declaración de la ONU reconoce el «derecho a la autonomía o el autogobierno en las cuestiones relacionadas con sus asuntos internos y locales, así como disponer de los medios para financiar sus funciones autónomas».
La demanda de los indígenas en Bolivia, ahora amparada por una resolución de carácter internacional, genera rechazo porque 36 autonomías distribuidas en manchas territoriales que no concuerdan con los límites geográficos en cuatro de los nueve departamentos del país, una vasta zona donde un referéndum se impuso frente al modelo de gobierno centralista.
Santa Cruz, Beni, Pando y Tarija, departamentos con abundante riqueza petrolera y tierras fértiles, exigen un modo de autonomía que excluye a los gobiernos indígenas y buscan un modelo de poder político y administrativo sin segmentos.
La tensión de los debates entre autonomías departamentales e indígenas sube de tono cuando los primeros demandan poder político, con territorios, riquezas naturales, dominio sobre la superficie, el subsuelo y el espacio, una aspiración comprendida en el artículo 26 de la Declaración.
El texto del documento reconoce el «derecho a las tierras, territorios y recursos que tradicionalmente han poseído, ocupado, o de otra forma utilizado o adquirido» los indígenas.
Los sectores conservadores interpretan este derecho como una división del país en 36 segmentos, mientras los representantes de las etnias originales creen en una combinación de las modalidades de autonomía indígena y departamental.
El «Estado plurinacional», entendido como un conjunto de naciones con tierra, territorio y gobierno propio, propuesto por el presidente Morales, es rechazado por los impulsores de las autonomías departamentales que promueven un texto constitucional donde se habla de «Estado intercultural y democrático».
Esta última definición sólo reconoce tradiciones y cultura, pero descree de la capacidad de los indígenas para gobernarse, un objetivo, empero, que estos pueblos persiguen con mayor énfasis desde los levantamientos populares contra el segundo gobierno derechista de Gonzalo Sánchez de Lozada de septiembre y octubre de 2003.
Sánchez de Lozada, quien ya había gobernado de 1993 a 1997, resistió las movilizaciones a sangre y fuego, dejando un saldo de por lo menos 60 manifestantes muertos y decenas de heridos sólo en la última semana, antes de renunciar y fugarse del país hacia Estados Unidos.
Aunque el conjunto de la Declaración es un respaldo implícito a un gobierno que pelea por un conjunto de conquistas políticas y sociales, con un esquema casi emitido a medida de las aspiraciones del presidente Morales, el artículo 34 puede convertirse en un mandato difícil de cumplir para el propio partido de gobierno, el Movimiento al Socialismo (MAS).
El texto reconoce que «los pueblos indígenas tienen derecho a promover, desarrollar y mantener sus estructuras institucionales y sus propias costumbres, espiritualidad, tradiciones, procedimientos, prácticas y cuando existan costumbres o sistemas jurídicos de conformidad con las normas internacionales de derechos humanos fundamentales».
Visto desde la óptica indígena, ese artículo debería traducirse en una reorganización del estado boliviano con la recuperación del esquema de gobiernos comunitarios basados en «ayllus» y regiones, a semejanza del modelo anterior a la llegada de los españoles a este territorio.
Esta forma de gobierno sólo permanece en un grupo fortalecido de las etnias aymara y la quechua, pero no es compartido plenamente por el MAS, que se inclina por adecuarse a la actual organización que divide al país en departamentos, provincias, cantones y municipios.
La aplicabilidad de la nueva declaración de la ONU estará en juego en Bolivia y en su Asamblea Constituyente para observar si los objetivos y metas son reales y viables para llevarlos a la práctica, en medio de una efervescencia social por construir un estado donde la diversidad cultural es una constante.