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El kirchnerismo: un breve balance

Fuentes: Revista Herramienta

Desde luego que no con la patria liberada, que anunciaron algunos ingenuos, ni siquiera con el capitalismo nacional, popular y racional, que en su primera campaña prometiera el expresidente Kirchner: la década kirchnerista se cierra, simplemente, con otra administración justicialista que chapotea, que intenta mantenerse a flote en la fosa séptica de la corrupción. Pero […]

Desde luego que no con la patria liberada, que anunciaron algunos ingenuos, ni siquiera con el capitalismo nacional, popular y racional, que en su primera campaña prometiera el expresidente Kirchner: la década kirchnerista se cierra, simplemente, con otra administración justicialista que chapotea, que intenta mantenerse a flote en la fosa séptica de la corrupción. Pero todo cierre de un ciclo político, por penoso que resulte, invita a hacer balances. ¿Qué fue el kirchnerismo? El kirchnerismo fue la insurrección como restauración. El resto de estas páginas sólo intentan aclarar el significado de esta afirmación [1].

La insurrección

Debemos comenzar recordando la propia insurrección, puesto que su olvido es un ingrediente más de la restauración del orden que nos ocupará a continuación. Los acontecimientos del 19 y 20 de diciembre de 2001, culminación de un prolongado ciclo de ascenso de las luchas sociales que venía desarrollándose desde las puebladas del interior de mediados de los noventa, deben conceptualizarse como una insurrección en sentido estricto, es decir, como un desafío de masas a la autoridad del Estado burgués. Nada sintetizó mejor este carácter insurreccional que una consigna de aquellos días: «¡qué boludos, qué boludos, el estado de sitio se lo meten en el culo!»Las consignas, muchas veces, sintetizan las experiencias mejor que muchas conceptualizaciones.

Esta insurrección cerró el período de feroz ofensiva que la gran burguesía doméstica había desplegado contra los trabajadores durante la década anterior. La insurrección acabó con los administradores de turno de dicha ofensiva, es decir, con el Gobierno de Fernando de la Rúa. Fue así la primera vez en la historia argentina en la que una movilización de masas se deshace de un gobierno democráticamente instituido. La insurrección acabó también con la convertibilidad, que había sido el marco general dentro del cual se había desplegado esa ofensiva. Las políticas monetario-financieras, como en nuestro caso la de convertibilidad, son las armas privilegiadas dentro de los arsenales que emplean los gobiernos neoliberales para el disciplinamiento de mercado de la clase trabajadora. Y fue la resistencia contra los ajustes (recortes a los salarios nominales para reducir los costos salariales, recortes a los gastos sociales para reducir los déficits fiscales, etc.) que requería el mantenimiento de esa convertibilidad en las condiciones deflacionarias entonces vigentes la que acabó con ese disciplinamiento de mercado. Finalmente, la insurrección acabó con la hegemonía política que el neoliberalismo había logrado articular, desde comienzos de los noventa, sobre la base del disciplinamiento impuesto por la convertibilidad [2].

Esto no significa, por supuesto, que la insurrección haya revertido mágicamente todas las transformaciones que había introducido en la sociedad argentina el proceso de reestructuración capitalista impulsado por la gran burguesía a lo largo de la década previa. La flexibilización del trabajo, las privatizaciones, la orientación exportadora del gran capital, entre tantos otros, seguirían siendo rasgos estructurales del capitalismo argentino. Tampoco significa que los trabajadores hayan salido ganando, en términos de sus intereses inmediatos, de esa insurrección. Sus salarios perderían en promedio alrededor de un tercio de su poder adquisitivo como consecuencia de la devaluación y los capitalistas lograrían así imponer inflacionariamente el recorte de los costos salariales y, por consiguiente, el extraordinario aumento de sus ganancias que no habían podido imponer deflacionariamente en condiciones de peso convertible. Pero ninguna de estas dos cosas desmiente el hecho de que esa insurrección cerró el período de ofensiva contra los trabajadores que la gran burguesía había desplegado durante los noventa.

La insurrección implicó, en este sentido, una profunda ruptura del orden político. Y otra consigna, aquella de «¡que se vayan todos!», expresó por excelencia la radicalidad de esta ruptura. Los «todos» en cuestión eran, antes que nada, los cuadros del sistema de partidos políticos. La consigna significaba, en efecto, un repudio hacia la política burguesa en su conjunto, pero también hacia los cómplices jueces de la Corte Suprema, a juzgar por los innumerables escraches que los tribunales sufrirían en las semanas posteriores, hacia los empresarios, al menos aquellos que encabezaban las empresas más involucradas en el proceso previo de reestructuración capitalista, a juzgar por los escraches que sufrirían los bancos, las privatizadas, las cadenas de comida chatarra. «Todos» eran unos cuantos. «Todos» eran los que mandaban y, por consiguiente, eran los responsables del desastre. Y «todos» debían irse: «¡Que no quede ni uno sólo!» La consigna era negativa y podía parecer aporética. Pero generaba una sensación de vacío. Y su radicalidad estaba precisamente en esa sensación de vacío que generaba. La consigna exigía que se consumara el vacío de poder que ya existía parcialmente en los hechos. Y la consigna podía y debía ser recuperada en este sentido como una invitación, desde luego no a llenar ese vacío de poder autopostulándose como representante de recambio, sino a construir, en ese vacío, nuevas formas de organización social. Y era muy razonable recuperarla en este sentido, porque mientras en las calles se exigía que se fueran todos, en las asambleas barriales, en las fábricas recuperadas, en los emprendimientos productivos autogestionarios se estaban ensayando fácticamente algunas de esas nuevas formas de autoorganización de la sociedad.

Es por esta misma razón que la exigencia de «¡que se vayan todos!» generaba (y sigue generando) una suerte de horror vacui entre los defensores del orden establecido. Mencionemos apenas a dos horrorizados ilustres. El primero es el expresidente Raúl Alfonsín, quien en ejercicio de su honorífico cargo de padre de la democracia insistía en recordarnos, poco después de la insurrección de diciembre de 2001, las sabias palabras de nuestra carta magna: «el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes» y «quien organiza parlamentos paralelos y peticiona en nombre del pueblo comete delito de sedición». La segunda es la actual presidenta Cristina Fernández de Kirchner, quien a fines de 2011, en el décimo aniversario de esa insurrección, afirmaba: «me acuerdo de esa noche porque recién pudimos salir a las tres de la mañana, escoltados por la Infantería de la Policía, porque la gente quería matar a cuanto político, empresario, banquero o dirigente se le cruzara por el frente» [3]. Así, nuestra presidenta, encerrada entonces junto con el propio Alfonsín y otros senadores en la sala del Senado, recordaba la insurrección desde su horrorizada perspectiva de acorralada por los insurrectos.

La restauración

Desde la perspectiva de los insurrectos, en cambio, el kirchnerismo entero no representaría sino la restauración del orden. Y este carácter restaurador se verificaría tanto en su origen como en su posterior trayectoria. Respecto de su origen, y a pesar de la retórica refundacionalista de sus apologetas, recordemos que el kirchnerismo no constituyó un emergente de la insurrección, sino una respuesta restauradora proveniente del propio orden establecido. Para que se entienda bien este punto, podemos comparar las salidas que encontraron los procesos de ascenso de las luchas sociales y de crisis del neoliberalismo en los casos argentino y boliviano. Los Gobiernos de Evo Morales fueron un emergente del proceso previo de resistencia contra el neoliberalismo. El mismo Evo era un campesino indígena y dirigente cocalero que había desempeñado un rol decisivo dentro de ese proceso de resistencia (en la «guerra del gas», sin ir más lejos); la organización política que le permitiría el ascenso al poder (el MAS) se había gestado en el interior de dicho proceso; algunas de las principales demandas planteadas dentro de ese proceso (como la nacionalización de los hidrocarburos) fueron asumidas y concretadas posteriormente por el Gobierno, y así sucesivamente. Aclaremos que esto no quiere ser en sí mismo un juicio político en favor de los Gobiernos de Evo Morales, sino una constatación de la relación que guardó su ascenso al poder con el proceso previo de ascenso de las luchas sociales y de crisis del neoliberalismo en Bolivia. Pero, en cualquier caso, a nadie escapa que las cosas fueron muy distintas en el caso argentino. Kirchner era un empresario millonario y un dirigente de primera línea del partido del orden por excelencia dentro del desvencijado sistema de partidos políticos argentino (el partido justicialista) y había desempeñado un cargo ejecutivo de primera importancia (el de gobernador) en calidad de oficialista durante todo el menemismo. La organización política que permitió su acceso al poder fue una fracción de ese mismo partido justicialista y, más aún, fue coronado como candidato oficialista por el propio Duhalde en ejercicio provisional de la presidencia. La relación que guardó el ascenso al poder de Kirchner con el proceso previo de ascenso de las luchas sociales, y de crisis del neoliberalismo, fue entonces, y no podía ser de otro modo, la de alguien que accedía a la presidencia para completar la tarea de restauración del orden que había iniciado, con significativo éxito, su antecesor Duhalde.

La trayectoria posterior del kirchnerismo ratificaría este carácter restaurador. Al menos una de cada tres palabras pronunciadas por los apologetas del kirchnerismo en cada uno de sus discursos es la palabra «modelo». Sin embargo, el modelo en cuestión nunca fue más que el mero agregado más o menos inconexo de las medidas adoptadas inicialmente como respuestas forzadas a aquella enorme crisis económica y política que culminó a fines de 2001 [4]. En efecto, las más importantes y exitosas de dichas medidas fueron adoptadas durante la breve administración de Duhalde y la primera mitad de la administración de Kirchner. Repasémoslas, centrándonos en las medidas económicas y empezando por la propia devaluación forzada del peso que puso fin a la convertibilidad a comienzos de 2002 y en las posteriores intervenciones en el mercado cambiario que estabilizaron el competitivo tipo de cambio resultante. La devaluación impuso de manera inflacionaria, en términos reales, el citado recorte del salario que, combinado con sendos recortes también en términos reales de las tarifas de los servicios públicos y los precios de la energía y de las tasas de interés, acarreó una significativa recuperación de la rentabilidad de los sectores productivos del capital, al reforzar la competitividad de los capitales orientados hacia la exportación y protegiendo a los capitales menos competitivos orientados hacia el mercado interno. Esta devaluación, combinada con el mejoramiento de los términos de intercambio en el mercado mundial, a su vez acarreó una sostenida expansión de las exportaciones y superávit comercial extraordinario. Y esta expansión de las exportaciones permitió a su vez la aplicación de retenciones que, combinadas con impuestos al consumo que aumentaban al ritmo de la recuperación económica, generaron superávit fiscal y reservas de divisas. La renegociación y contención en términos reales de las tarifas de los servicios públicos y los precios de la energía y los combustibles, a cambio de concesiones en los restantes aspectos contractuales y regulatorios y más tarde de crecientes subsidios, fueron las medidas adoptadas ante la crisis del sistema de empresas privatizadas y concesionadas en los noventa. Las medidas adoptadas para superar el «corralito», que se había sancionado durante la crisis de la convertibilidad, iniciaron para la banca doméstica una senda de recuperación y de transformación hacia una mayor pesificación y orientación hacia el sector privado. La reestructuración de la deuda externa en manos de tenedores privados junto con el pago de la que se encontraba en manos de acreedores institucionales, medidas adoptadas en respuesta a la situación de default pasivo en que había quedado el Estado después de la crisis, modificaron por su parte sus relaciones con los mercados y los organismos financieros internacionales. E incluso las medidas de saneamiento y relegitimación de algunas instituciones, como la Corte Suprema o la cúpula de las Fuerzas Armadas, respondieron a la crisis en la que se encontraban a fines de la década previa.

Medidas como estas no comparten la característica de ser pilares de un nuevo modelo que el Gobierno de Kirchner habría venido a instaurar desde su ascenso en 2003, sino más bien la de ser medidas impuestas por las circunstancias, que el Gobierno provisional de Duhalde adoptó en 2002 y que el nuevo Gobierno de Kirchner retomó desde 2003 para restaurar el orden tras la profunda ruptura de fines de 2001. Y la posterior pretensión de los kirchneristas de elevarlas al rango de pilares de un nuevo modelo no sería más que un nuevo caso de la consabida conversión de la necesidad en virtud. Esto no significa, sin embargo, que medidas como estas no tengan en común cierto aire de familia. Ellas apuntaron a restaurar el orden después de la ruptura definitiva del orden económico y político neoliberal previo articulado alrededor de la convertibilidad. Y, así como puede decirse que este último orden descansaba en la disciplina de mercado impuesta por esa convertibilidad, estas medidas que apuntaron a restaurar el orden tras su ruptura están caracterizadas en su conjunto por un relajamiento de esa disciplina de mercado. Hablamos de una moneda menos atada al dólar, de unos precios domésticos menos atados a los mundiales, de una tasa de interés menos atada a los mercados financieros internacionales, de unos niveles de salarios y de ganancias, en síntesis, menos atados a las condiciones de explotación vigentes en los procesos de producción. Fue precisamente este relajamiento de la disciplina de mercado, a partir de un aparato productivo reconvertido durante la década previa y en el marco de unas condiciones extraordinariamente favorables en el mercado mundial, el que impulsó la acelerada recomposición de la acumulación que cerró la crisis. Y esta recomposición de la acumulación sentó a su vez las bases materiales para la mucho más lenta y más compleja recomposición de la dominación, en la que no podemos detenernos en estas páginas.

La insurrección como restauración

Pero este aire de familia no alcanza por sí mismo para convertir a esas medidas en un conjunto coherente y sustentable. Y así como resultaron exitosas a corto plazo, resultarían insostenibles a largo plazo. A grandes rasgos, la restauración del orden que impulsaron estas medidas ya había concluido a fines de 2005, es decir, durante el Gobierno de Kirchner. Desde 2007 o 2008 en adelante, en cambio, dichas medidas comenzaron a poner en evidencia sus límites y a ser reemplazadas por otras que resultarían mucho menos exitosas durante los Gobiernos de Fernández de Kirchner. También estas nuevas medidas compartirían cierto aire de familia, dicho sea de paso, en su calidad de intentos desesperados e ineficaces de reemplazar la disciplina de mercado perdida por alguna suerte de policía sobre los agentes del mercado. Pero repasemos algunas de estas nuevas medidas y sus límites. La inflación, indicador por excelencia del citado relajamiento de la disciplina de mercado, comenzó a acelerarse y a erosionar la competitividad del tipo de cambio. Las nuevas medidas adoptadas en este sentido abarcaron desde la pionera tergiversación de los índices de inflación provistos por el INDEC hasta los inútiles controles de precios implementados por los secretarios de Comercio Interior, en el primer caso, y desde las minidevaluaciones cada vez más frecuentes hasta los intrincados controles cambiarios gestionados por la AFIP, con los consecuentes desdoblamiento del mercado, ampliación de la brecha y retorno de las megadevaluaciones, en el segundo. La tendencia a la reducción del superávit comercial, en este contexto, encontró como respuesta la imposición de trabas a las importaciones. Pero mucho más contundente fue el retorno del déficit fiscal, financiado a costa de los aportes jubilatorios de la ANSES, reestatización mediante de las AFJPs, y de las reservas del BCRA, que se redujeron drásticamente. Los crecientes subsidios a las empresas privatizadas y concesionadas en los noventa, especialmente en materia de energía y transporte, fueron la partida del gasto público que explica en mayor medida este déficit. Sin embargo, estos subsidios no alcanzaron para sostener el sistema y numerosas empresas debieron ser rescatadas por el Estado en medio de una crisis de proporciones inauditas, como la energética y la ferroviaria. Los recientes intentos del Gobierno de volver a emitir deuda externa, aunque frustrados por el recrudecimiento del conflicto con los holds outs, pusieron en cuestión su prescindencia previa respecto de los mercados y los organizamos financieros internacionales. La dolarización de los ahorros marcó un límite a la revitalización del sistema bancario doméstico. Y demás está decir que de las medidas de saneamiento y relegitimación de las instituciones no quedó ni rastro en medio de los nuevos escándalos de corrupción.

La explicación de este pasaje del éxito al fracaso, es decir, de medidas que a corto plazo resultaron eficaces para restaurar el orden, pero que resultarían ineficaces para dar continuidad a largo plazo al orden resultante de esa restauración, nos obliga a precisar la relación que guardaron entre sí la insurrección y la restauración dentro de dicho proceso. La restauración no guardó ni podía guardar respecto de la insurrección, una relación de mera negación abstracta, sino que guardó una relación dialéctica más compleja en la cual la restauración es el modo de existencia negado de la insurrección [5]. En otras palabras, la insurrección y la restauración no se enfrentaron ni podían enfrentarse entre sí como dos procesos externos, sino que la propia insurrección estuvo en el origen y siguió existiendo dentro de la restauración. El kirchnerismo es la insurrección como restauración en este preciso sentido. Entonces, no alcanza con señalar que en la génesis de las principales medidas, que signarían la política kirchnerista durante la década, se halla el intento de recomponer la acumulación y la dominación después de la crisis que culminó a fines de 2001 ni que en su evolución posterior estas medidas resultaron exitosas para alcanzar esa recomposición, pero no para garantizarles una continuidad sin sobresaltos. Hay que prestar atención, además, a la manera en que, tanto en la génesis como en la evolución posterior de estas medidas, se expresó la insurrección.

Afirmamos antes que las medidas que apuntaron a restaurar el orden tras la ruptura de fines de 2001 tuvieron el relajamiento de la disciplina de mercado como rasgo compartido. Agreguemos ahora que esto no significa otra cosa que afirmar que esas medidas no hicieron sino consagrar políticamente la impugnación del disciplinamiento de mercado de la clase trabajadora impuesto por la convertibilidad durante el ascenso de las luchas sociales y la crisis que culminó a fines de 2001. La expresión por excelencia de la impugnación de este disciplinamiento fue la propia devaluación forzada de la moneda y las medidas conexas adoptadas ante los colapsos de la banca y de la deuda externa. Ya no podían imponerse los ajustes que requería la continuidad de la convertibilidad: de la dolarización de la banca y del servicio de la deuda externa. Más aún, ni siquiera podía acabarse con ellos sin atender a demandas populares como, por ejemplo, las planteadas en los escraches a los bancos y a los tribunales por los ahorristas expropiados. Pero tampoco podían mantenerse dolarizadas las tarifas de los servicios públicos y los precios de la energía y los combustibles frente a la movilización de sus usuarios y consumidores, especialmente al calor las asambleas populares organizadas en las grandes ciudades. Una parte de los elevados ingresos obtenidos por los exportadores debía ser retenida por el Estado para solventar el otorgamiento masivo de subsidios de desempleo exigidos por los piqueteros. Y cuando los niveles de desempleo se redujeran gracias a la recuperación económica, una parte de los salarios expropiados a través de la devaluación sería recuperada por los trabajadores a través de los aumentos obtenidos en sus luchas sindicales. Son maneras estas en las que pervive la insurrección dentro de la restauración, que siguen atentando hasta nuestros días contra la estabilización del orden restaurado. El desafío que enfrenta hoy la política burguesa, y que excede a un kirchnerismo en decadencia, consiste precisamente en borrar de ese orden restaurado las huellas de la insurrección. Está en nosotros impedírselo.

Notas

[1] Este artículo presenta muy sintéticamente el núcleo del análisis del kirchnerismo que propongo en Bonnet (2015).

[2] No puedo detenerme aquí en el análisis de este proceso de ascenso de las luchas sociales que acabó con el menemismo (puede consultarse en este sentido Bonnet 2008 o, para una síntesis, Bonnet 2011).

[3] Véanse respectivamente la intervención de Alfonsín en el debate suscitado en la sesión del 21 de febrero de 2002 en el Senado (en las actas en www.senado.gov.ar/parlamentario/sesiones/tac, recogida luego en la prensa por Página 12 del 22/2/2002 y otros medios) y el discurso de Fernández de Kirchner con motivo de la asumir la presidencia pro tempore del Mercosur del 20 de diciembre de 2011 en Montevideo (en www.presidencia.gov.ar/discursos).

[4] Estas invocaciones permanentes del presunto «modelo kirchnerista» hacen gala además de un uso completamente mistificador del propio concepto de modelo, aunque no podemos detenernos aquí en su crítica.

[5] Esta relación es la misma que la establecida por Marx en su crítica de la economía política (aunque, naturalmente, en un nivel de abstracción muchísimo más alto) entre la forma y el contenido de las relaciones sociales fundamentales. Y puede conceptualizarse sintéticamente, valiéndonos de una expresión de Holloway, como la relación entre un contenido que existe en-y-contra su forma.

Bibliografía

Bonnet, Alberto, La hegemonía menemista. El neoconservadurismo en Argentina, 1989-2001. Buenos Aires: Prometeo, 2008.
– «Diciembre de 2001: la resistencia de los ajustados». En: Herramienta 46 (2011).
Bonnet, A., La insurrección como restauración. El kirchnerismo, 2002-2015. Buenos Aires: Prometeo, 2015 (en prensa).

 

Alberto Bonnet es filósofo, miembro del Consejo de Redacción de la revista Cuadernos del Sur, integrante de la Escuela de Economía Política de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires y profesor en la Universidad de Quilmes.

Fuente: http://www.herramienta.com.ar/revista-herramienta-n-56/el-kirchnerismo-un-breve-balance