«Esto demuestra que no fue el portero, él no mató a Ángeles». La joven que escucha atentamente a su enamorado le refuta «pero es Araceli, no es Ángeles». «Ya lo sé, es la misma banda, es el mismo patrón, hay otra chica más», el muchacho sentencia con firmeza. La situación surrealista de un bar porteño […]
«Esto demuestra que no fue el portero, él no mató a Ángeles». La joven que escucha atentamente a su enamorado le refuta «pero es Araceli, no es Ángeles». «Ya lo sé, es la misma banda, es el mismo patrón, hay otra chica más», el muchacho sentencia con firmeza. La situación surrealista de un bar porteño podría pasar desapercibida ante la innumerable cantidad de ejemplos que se suceden cotidianamente. Empero, la revelación del caso por parte del joven evidencia un posicionamiento que resulta cada vez más frecuente entre los consumidores de los medios de comunicación dominantes. La resolución de enigmas policiales al estilo de Arthur Conan Doyle o Agatha Christie ya no configura sólo un género de la narrativa literaria. La hibridación entre ficción y realidad reproduce, desde una operación mediática, la continua frivolización de tragedias individuales que se convierten -sin autorización alguna- en temáticas centrales de la vida pública.
Hace algunos días, la policía halló el cuerpo sin vida de una adolescente que se encontraba desaparecida. Las cámaras, luces, micrófonos y grabadores trasladaron su escenario ambulante hacia el noroeste del conurbano bonaerense. El melodrama que más vende en las programaciones identificó los personajes, la trama, el desenlace y se lanzó al estreno. Con la nula preocupación por los familiares, se desarrollan hipótesis que, a modo de sucesión de capítulos en una temporada de serie norteamericana, inundan los canales televisivos, las emisiones radiales y las páginas de los diarios. Los periodistas especializados en policiales se multiplican. Los «periodistas especializados en todo» abordan el tema. El derrotero de la investigación policial deviene en talk-show donde convergen las situaciones más inverosímiles con el archivo de la causa. Escena repetida.
El filósofo lituano Emmanuel Lévinas plantea que un rostro no es un conjunto de una frente, dos ojos, una nariz y una boca, dado que su significación desborda su imagen. Los medios tienden a abusar de la utilización de los rostros de las víctimas. En esa operación las imágenes se resignifican de manera continua, la repetición produce el desplazamiento de la identificación con la persona a la identificación con el personaje unilateralmente creado por los comunicadores. En el espectáculo de la criminalización los que sufren la deshumanización son las víctimas. Los estudiosos de la dramaturgia aseguran que los actores deben reafirmar su condición de tales en torno a la relación con el público. Es decir, quien les otorga la legitimidad para representar diversos personajes es el espectador. Aquí las relaciones se tejen desde diferentes sectores. Los medios de comunicación construyen una representación de las víctimas adecuada a la lógica del consumo mediático. Como si no hubiese sido suficiente el trágico destino terrenal, se resignifica su condición y se las manipula atendiendo las necesidades de los espectadores. El público, por último, acepta el desafío y se debate entre las múltiples explicaciones esbozadas por los interlocutores de turno.
Como aquellos espectadores del viejo circo criollo que saltaban a las pistas para defender a Juan Moreira de la partida policial que estaba a punto de abatirlo o el público que en los cines se agachaba ante la imagen de la locomotora que parecía atropellarlos, los consumidores de los melodramas policiales adoptan una postura activa en el desarrollo de la trama. El contraste de hipótesis, la identificación de culpables, la exoneración de inocentes y las profecías sobre la resolución final, aparecen con llamativa celeridad en el discurso del público como si se tratase de un capítulo de «Mentes Criminales», «CSI», o «La ley y el orden». El teatro, el cine y la televisión han dejado numerosos ejemplos de la identificación entre los espectadores y los personajes. La tragedia se intensifica cuando se recuerda que aquí no hay actores. El aparentemente simpático entretenimiento que para muchos radica en disfrazarse de detectives y resolver el misterio se realiza a costa del sufrimiento -real, no representado- de otros.
El poeta Octavio Paz definió a la modernidad como un «baile de máscaras». Los recurrentes ejemplos en la prensa argentina nos permiten pensar que aquí ni los muertos están exentos de ellas. Manipulados hacia una función que nunca quisieron representar, los medios hegemónicos no vacilan en atribuirles características, publicar su privacidad y transgredir cualquier tipo de intimidad. Familiares, amigos, vecinos, para todos existe un papel de reparto y una caracterización. Las situaciones se van reproduciendo con la lógica de una serie que necesita captar y sostener la tensión de sus espectadores. La musicalización, las imágenes, la producción de lo que antes era noticia y devino en escena contribuyen a transformarla en espectáculo. Los consumidores reproducen, enfatizan y realizan sus apuestas. Los límites se tornan difusos, las fronteras permeables. El show no siempre debe continuar.
Matías Emiliano Casas. Profesor Magister en Historia (UNTREF / CONICET)
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