El sistema centralista de gobierno es condenado por todos los sectores del país, sin una reflexión histórica previa. Los analistas olvidan que el centralismo boliviano es una herencia de la oligarquía de la plata y de los barones del estaño, aliados al latifundismo, ya que empresarios mineros y terratenientes se consideraban el ombligo de la […]
El sistema centralista de gobierno es condenado por todos los sectores del país, sin una reflexión histórica previa. Los analistas olvidan que el centralismo boliviano es una herencia de la oligarquía de la plata y de los barones del estaño, aliados al latifundismo, ya que empresarios mineros y terratenientes se consideraban el ombligo de la República. En el Siglo XX, los liberales, liderados por Simón I. Patiño, utilizaron las indemnizaciones que pagaron Chile y Brasil, por las guerras del Pacífico y del Acre, para construir ferrocarriles entre el océano Pacífico y los yacimientos mineros, los que, a tiempo de exportar el estaño, traían de retorno ropa y alimentos extranjeros, que condenaron a la inanición a la agricultura cruceña, la ganadería beniana y las artesanías de Cochabamba. Víctimas del centralismo fueron no sólo esos departamentos sino el conjunto del país, sumido en el atraso y en la explotación casi esclava de la mano de obra, principalmente de quechuas y aymaras.
En el Siglo XIX, los oligarcas de la plata, con Aniceto Arce a la cabeza, digitaron el asalto a las tierras de comunidad, que alcanzó inimaginables límites de crueldad con el más obsecuente de sus servidores: el general Mariano Melgarejo. Gonzalo Sánchez de Lozada (GSL), curioso ídolo de oligarcas tarijeños y cruceños, es la prolongación de Arce, Patiño y Melgarejo, por esto no se cansaba de repetir que «primero lo quemarían vivo» antes de aceptar la elección democrática de prefectos. La antítesis del centralismo minero-feudal es la Revolución del 9 de abril de 1952. Su impulso conquistó el voto universal, para hombres y mujeres. Con esta medida, y con la reforma agraria que terminó con el «pongüeaje» (servidumbre de la gleba), los herederos de la casta encomendera perdieron sus bases de sustentación. Con la nacionalización de las minas, dice Sergio Almaraz, los bolivianos podían ser sujetos de su propio destino.
La Revolución inauguró, con dineros de la Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL) y de Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos (YPFB), la carretera Cochabamba-Santa Cruz, que artículo, después de 128 años de vida republicana, al Occidente y al Oriente del territorio nacional. Este camino pavimentado abrió las compuertas a una masiva migración quechuaymara a Santa Cruz y, sin necesidad de carreteras, a Beni, Pando y Tarija, de manera que hoy en día no existe un pueblo de Bolivia en el que los migrantes del ande no se hubieran mezclado con las valiosas culturas del oriente, del norte y del sur del país. La primera señal de interculturalidad irreversible tuvo lugar en la fratricida Guerra con Paraguay (1932-1935), en la que habitantes de toda Bolivia mezclaron sus sangres, desatada por la norteamericana Standard Oil y la angloholandesa Royal Dusch Shell por el control del petróleo.
El proceso descentralizador, que permite al ciudadano de cada región elegir a sus autoridades y fiscalizarlas mejor, fue frenado por la derrota de la revolución nacional y por las políticas neoliberales de Víctor Paz Estensoro, primero, y de GSL después. Este último debilitó al Estado Nacional hasta extremos demenciales, exacerbando los regionalismos y los etnicismos que hoy padecemos. Como contrapartida, el gobierno del general Alfredo Ovando, que, en 1969, nacionalizó la Gulf e instaló los hornos de fundición de estaño, elaboró, a través del cruceño José Ortiz Mercado, la Estrategia para el Desarrollo Nacional (1970-1990), modelo de descentralización armónica, capaz de potenciara a Bolivia.
Las elites de Tarija y Santa Cruz, al aliarse con las petroleras, usando el centralismo como pretexto, enarbolan consignas secesionistas, a fin de no modificar la Ley de Hidrocarburos de GSL, ejemplo de succión inmisericorde de los hidrocarburos del país. Tales elites y GSL sirven a las petroleras, odian al Estado nacional, al movimiento popular así como a gobiernos antiimperialistas como el de Hugo Chávez. No les interesa la unidad nacional ni la descentralización que profundice la revolución nacional. GSL y lo separatistas forman parte del coro integrado por los norteamericanos Charles Shapiro y Michael Falcoff, por el ministro argentino Jorge Pampuro y por el asesor de Lula, Marco Aurelio García, quienes, junto a la Repsol, la Total, la British Gas, la Embajada de EEUU, el Bancos Mundial, BID, el FMI y la CAF pretenden convertir a Bolivia en otra Yugoslavia, si se atreve a recuperar su gas y su petróleo.